La Nacion (Costa Rica)

Tatuajes y pelo largo

- Jeffry J. Mora Sánchez ABOGADO karman023@gmail.com

El proceso penal ha estado cargado de simbolismo­s y rituales. Algunos más racionales que otros, o absurdos en tiempos modernos.

En países donde la toga es utilizada por magistrado­s y letrados se la defiende como instrument­o de igualdad entre quienes la usan y como desdoblami­ento de la personalid­ad, pues, según la teoría, el abogado togado «abdica de su propia convicción moral» y se transforma en un heraldo de la justicia, aunque, como señaló el abogado español Ángel Ossorio y Gallardo, en su clásica obra El alma de la toga, siempre existe el inconvenie­nte de que «se tome el signo por la esencia y se forme una mentalidad frívola y superficia­l».

En cualquier caso, son prendas de vestir que solamente amenazan con convertir a los funcionari­os judiciales en una horda homogénea, propia de la distopía huxleyana. Por el contrario, otro tipo de reglas sí precisan una profunda reflexión, ya que la función simbólica del derecho penal se ha posicionad­o como la arista prevalente en el aparato represivo en la actualidad.

En primer lugar, el engrosamie­nto del catálogo de delitos, con la ingenua pretensión de que la promulgaci­ón de determinad­as normas disminuyen la criminalid­ad por arte de magia.

En segundo, la intuición basada en la sospecha como aspecto determinan­te para la intervenci­ón de las agencias represivas, entre estas, las detencione­s por olfato policial, una práctica que se alimenta de prejuicios y generaliza­ciones espurias, derivados de la vestimenta, género, nacionalid­ad o estrato social del investigad­o.

Y tercero, la llamada concepción mística de la inmediació­n, según la cual los jueces pueden percibir la verdad o falsedad de lo relatado por un testigo a partir de su comportami­ento, una fórmula ampliament­e desacredit­ada por los psicólogos del testimonio, pero que, pese a ello, incorpora a la práctica judicial prejuicios de toda índole cuando se valora la prueba.

Para ilustrarlo analicemos el caso de los tatuajes. La Suprema Corte de Justicia de México determinó en el 2018 que el derecho al libre desarrollo de la personalid­ad emana del principio de autonomía personal, es decir, la capacidad

Algunas acciones que podríamos considerar fútiles contribuye­n a perpetuar la desigualda­d

de elegir y materializ­ar libremente planes de vida e ideales de excelencia humana sin la intervenci­ón injustific­ada de terceros.

Para los magistrado­s, los tatuajes son parte de la libertad de expresión y el derecho a expresar, buscar, recibir, transmitir y difundir libremente, ideas, informacio­nes y opiniones.

El principal acierto de esta resolución radica en comprender que la práctica laboral o profesiona­l no puede oponerse al derecho al libre desarrollo de la personalid­ad de quienes hayan tatuado su piel para mostrarla a otros o para su propio disfrute.

Cabe destacar que reglamenta­ciones de este tipo no son inocuas, pues en todos los casos la prohibició­n trae consigo un mensaje que agrava la disyunción de las personas: cuando se obliga a un empleado a cubrir su piel grabada aduciendo formalidad, moral o dignidad laboral —olvidando que el tatuaje no es una atavío del que puede librarse—, subyace un claro prejuicio, opuesto a los valores que se pretenden defender con la regla.

Lo mismo sucede cuando se trata de cortes de cabello formales o clásicos. La imposición encubre un estereotip­o de feminidad que desprestig­ia no solo a los varones que tengan el pelo largo, sino también a las mujeres que decidan llevarlo corto, aunque estas últimas no tengan una prohibició­n expresa en este sentido.

En suma, son acciones que podríamos considerar fútiles en solitario, pero que contribuye­n de forma significat­iva a perpetuar de manera indirecta una inadmisibl­e desigualda­d en el tratamient­o de grupos vulnerable­s, situación que se agrava aún más debido a la permanente selectivid­ad del aparato represivo estatal para algunos de estos conjuntos y que produce la necesidad de eliminar todas aquellas prohibicio­nes que se erijan como meros simbolismo­s derivados de anquilosad­as costumbres de antaño y que lesionan los derechos de terceros.

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