Un señor de otro tiempo
Este miércoles el país conoció la carta de renuncia de don Luis Antonio Sobrado al TSE. Una carta que encaja tanto en la Costa Rica actual como lo haría la más esmerada etiqueta de cubertería en un food court. Un texto disonante con el entorno de vulgaridad y desvergüenza imperantes.
Está fechada el 27 de octubre del 2021, pero parece de otra época. De otra ética y de otra estética. Aunque llevamos meses siendo testigos de la abnegada labor de nuestros profesionales de la salud, solo por poner un ejemplo de los varios inspiradores que, si se quieren ver, están ahí, pero no es tan frecuentes en nuestro país, lamentablemente, la ejemplaridad pública en las más altas esferas del Estado.
Ahí, donde son más difíciles de encontrar, quizá porque lo virtuoso está relacionado con la contención y el poder alienta la desmesura, es donde las conductas modélicas tienen un impacto público mayor.
Antes de comentar la carta, voy a hacer un comentario sobre su autor, don Antonio. Debo hacerlo, porque aquí la correspondencia entre texto y vida, entre el decir y el hacer, es clave. La carta es una expresión fiel de un carácter, un temperamento y una biografía particulares. De la misma persona que ha presidido la organización a la que asesoro políticamente y de la que gestiono sus relaciones públicas, trabajo en el cual, por años, me topé con el mismo señalamiento hacia él, por parte de políticos, autoridades gubernamentales, periodistas y líderes de movimientos sociales: «le falta cintura», «defecto» que uno de nuestros más agudos analistas políticos me expresó así: «pero aclarame una cosa, ¿Toño alguna vez se habrá sacado un moco?». El llamado «tipo pulcro» por el periodista Ernesto Rivera, cuando La Nación lo nombró personaje del año en el 2007, agradaba tanto a unos como incomodaba a otros por el orgullo de su independencia y la dignidad de no tener precio.
Tras meditarlo, pienso que, si tuviera que resumir las virtudes de don Antonio, destacaría tres: lucidez, valentía y probidad.
La lucidez tiene que ver, más que con la inteligencia, con la visión de don Antonio y el tino para lograr la transformación del TSE. Es brillante, pero he visto gente inteligentísima naufragar en el sinuoso trecho que hay entre las ideas y la gestión, entre la buena voluntad personal y la complicadísima gestión de equipos humanos.
Transformación institucional. No hay aquí espacio para detallar, baste con enumerar lo que hoy hace el TSE y que, no obstante ser una institución modélica ya hacia finales del siglo XX, no hacía antes de su llegada. Prácticamente no había jurisdicción electoral; se creó jurisprudencialmente con su impulso, bajo el buque insignia del recurso de amparo electoral.
No había, para efectos prácticos, control sobre el financiamiento privado de los partidos, y el que había sobre el uso de los recursos de la deuda política era muy elemental. No había formación en democracia, ni todo ese acervo bibliográfico de conocimiento sobre el fenómeno electoral del que destaca la Revista de Derecho Electoral.
Ni siquiera existía la ahora asentada costumbre de rendir informes de labores anuales, los cuales, año tras año, han acreditado el esfuerzo por hacer más con menos recursos y en menos tiempo, en beneficio no solo del erario, sino también de un usuario mejor atendido. En suma y para no alargar, hoy tenemos no solo un organismo electoral referente mundial por su buen hacer, sino uno que, a la vez, lleva a cabo las elecciones más austeras de la región.
Sobre su valentía, traeré a colación la muestra más elocuente de esta en mi memoria: el referendo sobre el TLC. Dado su contenido arancelario, era muy fácil justificar la interpretación de que el texto no podía someterse a consulta popular. Veníamos golpeadísimos de las mentiras del 2006, cuando posverdad y fake news no eran todavía patrimonio de terraplanistas y antivacunas: las proferían líderes políticos, sindicalistas y académicos progresistas.
El gobierno, que contaba con los 38 votos para sacar adelante el TLC, no quería (como reveló a la postre WikiLeaks) ir a jugarse en las urnas lo que entendía que ya el favor popular le había avalado en el 2006. Pero sobre todas esas consideraciones, pesó más en don Antonio y sus compañeros magistrados el espíritu del demócrata que cree en la ciudadanía, en el derecho de la gente de tener una voz y de que su voluntad cuente.
Y pesó más el amor del patriota, de quien sabía que el país se enrumbaba hacia un choque de trenes, porque había una decisión política en el ejecutivo y el legislativo, legítima y suficiente, y una oposición en las calles, muy superior a la que se trajo abajo el combo eléctrico, que sería materialmente imposible de controlar para el Estado.
Pasados los años, sabemos que el tratado no era lo maravilloso que prometían sus defensores ni lo trágico que advertían sus opositores. Lo que quizá a la mayoría se les escapa es la reflexión sobre qué habría pasado en nuestra sociedad si el TSE no hubiera abierto la salida electoral al conflicto.
Probidad. ¿Hay virtud más importante en un juez? Aunque es difícil escoger un único paso en un largo camino de rectitud, recuerdo uno, cuando un periodista presentó un recurso de amparo contra un candidato que se había dado gusto mintiendo, insultando e intimidando a don Antonio a lo largo del proceso electoral.
Pues bien, cabía perfectamente la interpretación para declararlo con lugar y condenar; don Antonio podía usar su poder formal para majar a quien, sin más poder que el de su vulgaridad, lo había acosado y calumniado. No lo hizo. Suscribió el voto de mayoría. Falló según su interpretación jurídica. Declaró sin lugar el amparo. Actuó como juez.
No fue así este miércoles. No fue el jurista Sobrado el que se impuso. Las dos vías legales abiertas ante él eran muy claras: plantear la inhibitoria que, de ser acogida, suponía, porque así lo dispone el Código Electoral, irse seis meses a la casa con goce de salario; o apegarse a la jurisprudencia del Tribunal (y de la propia Sala Constitucional, que ha establecido la lectura restrictiva del régimen de incompatibilidades, en defensa del juez natural), y quedarse arbitrando el proceso electoral, rebuznara quien quisiera, que siempre son los mismos, siempre son poquitos y nunca son ni han sido relevantes.
Es entonces cuando hace a un lado leyes y precedentes, y actúa con ética, con ética pública, en la que el individuo renuncia a flanquearse en escudos heterónomos y asume su condición de hombre libre ante el tribunal de su conciencia y responsable ante su comunidad.
El hecho de que don Luis Antonio deje la presidencia del TSE sin que ninguna autoridad así lo disponga, sin que la ley lo obligue a hacerlo, no obstante interpretar que con ello «trunca» (así lo dice en su carta) su carrera de juez electoral y consciente de los impactos negativos que entraña para su familia, y, sobre todo, que lo haga en virtud de una consideración de ética republicana, anteponiendo el prestigio y la credibilidad del TSE, la confianza de la ciudadanía en la pulcritud de los comicios, por encima de sus legítimos intereses personales —incluso de sus derechos—, constituye un caso excepcional de honradez cívica y un motivo de orgullo para los que tenemos el honor de ser sus amigos. No sé si le faltó cintura, pero le sobró hidalguía.
Sin repuesto. No era esta la forma en la que nos imaginábamos su salida. El peso de su nombre en la historia, no del TSE, sino del derecho electoral en las Américas, reconocido por las autoridades electorales del continente, nos hacía imaginarnos otro cierre de su carrera.
Lo cierto es que nadie puede controlar sus circunstancias. Lo que sí tenemos a mano es cómo reaccionar a ellas, y don Antonio escogió hacerlo dando una última lección de civismo. Una lección de inapreciable valor en un país necrosado de estulticia, chabacanería y fingimiento, donde la palabra manifiesta y la intención real casi nunca coinciden; donde las verdaderas aspiraciones se esconden bajo fórmulas aparentes y el derecho propio se entiende y ejerce como patente de corso para pasar por encima a quien sea o a lo que sea, incluidas aquellas cosas que, como dice Serrat, «no tienen repuesto».
Sobre esto último, sobre los derechos, es que quiero decir algo más para concluir este artículo hecho a la carrera, conforme cae la noche de este ciertamente amargo miércoles de octubre. En su obra Cómo mueren las democracias, Ziblatt y Levitsky señalan, entre las causas de esa muerte, la falta de autocontención en el ejercicio de las potestades públicas por quienes las detentan.
Dicho en sencillo, las prerrogativas de ley no son para usarlas hasta donde la cuerda aguante antes de reventarse, porque normalmente acaba reventándose, porque la fragilidad republicana no está diseñada para funcionar con imbéciles dispuestos a exprimir hasta la última gota de sus derechos, sino con personas con un grave sentido de sus deberes cívicos.
Ojalá lo tengamos en cuenta los costarricenses al acudir a las urnas. Ojalá nos levantemos de esa mediocre postración moral hacia la que algunos quisieran bajarnos, para no tener que vernos hacia arriba. Ojalá casos como el de don Luis Antonio no nos parecieran propios de otro tiempo.■