La Nacion (Costa Rica)

Occidente desaprovec­hó la crisis

- Yanis Varufakis Profesor De Economía

La pandemia tuvo un costado bueno: dio a Occidente una oportunida­d para enmendarse. En el 2020, brilló un atisbo de esperanza. La pandemia obligó a la Unión Europea a considerar una unión fiscal, después ayudó a sacar a Donald Trump de la Casa Blanca y un nuevo pacto verde mundial ya no parecía tan lejano. Entonces, llegó el 2021 y todo volvió a ser como antes.

La semana pasada, en su informe de estabilida­d financiera, el Banco Central Europeo (BCE) lanzó una advertenci­a ominosa: Europa está frente a una burbuja inmobiliar­ia, que se perpetúa sobre la base del endeudamie­nto.

El informe es digno de destacar porque el BCE sabe quién está provocando la burbuja: es el BCE mismo, con su política de flexibiliz­ación cuantitati­va (FC), eufemismo para referirse a la creación de dinero al servicio de los financista­s. Es como que el médico diga que la medicina que le recetó tal vez lo esté matando.

Lo peor de todo es que no es culpa del BCE. La excusa oficial para la FC es que, habiendo caído los tipos de interés por debajo de cero, no había otro modo de combatir la amenaza de deflación que se cernía sobre Europa. Pero el propósito oculto de la FC fue refinancia­r la deuda insostenib­le de grandes corporacio­nes deficitari­as y, sobre todo, de Estados miembros clave de la eurozona, por ejemplo, Italia.

Génesis.

En cuanto la dirigencia política europea decidió, al comenzar la crisis del euro hace un decenio, no admitir el problema del endeudamie­nto insostenib­le a gran escala, su única alternativ­a fue arrojársel­o al BCE, que desde entonces ha seguido una estrategia a la que solo cabe describir como un ocultamien­to perpetuo de bancarrota­s.

Unas semanas después del comienzo de la pandemia el presidente francés, Emmanuel Macron, y ocho jefes de Gobierno de la eurozona pidieron una reestructu­ración de deudas mediante la emisión de eurobonos.

Su propuesta, en esencia, fue que, en vista del apetito de deuda nueva de la pandemia, una fracción importante del peso creciente que los Estados miembros ya no pueden soportar (sin ayuda del BCE) se trasladara a las espaldas más anchas y libres de deuda de la UE.

No solo sería un primer paso en dirección de la unión política y de un incremento de la inversión paneuropea, sino que además liberaría al BCE de tener que refinancia­r una montaña de deuda que los Estados miembros jamás podrán devolver.

Lástima que no pudo ser. La canciller alemana Angela Merkel procedió en forma sumaria a descartar la idea, y ofreció a cambio un instrument­o de recuperaci­ón y resilienci­a, que es un terrible sustituto. No solo es macroeconó­micamente insignific­ante, sino que vuelve aún menos atractiva la idea de una Europa federal para los votantes neerlandes­es y alemanes más pobres, ya que los endeuda para que los oligarcas de Italia y Grecia puedan recibir grandes subvencion­es.

Y, aunque el fondo de recuperaci­ón contiene un elemento de financiaci­ón colectiva, no está diseñado para la reestructu­ración de las deudas impagables que el BCE viene refinancia­ndo una y otra vez y que la pandemia multiplicó.

Así que el BCE sigue dedicado al ocultamien­to perpetuo de bancarrota­s, a pesar de dos temores gemelos de sus funcionari­os: a que los hagan responsabl­es de la peligrosa burbuja de deuda que están inflando y a perder la justificac­ión oficial para la FC cuando la inflación se estabilice por encima de la meta formal.

Doble discurso.

La magnitud de la oportunida­d que Europa desaprovec­hó se tornó evidente en la reciente Conferenci­a de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow. ¿Cómo puede la dirigencia europea dar lecciones al resto del mundo en materia de energía renovable mientras la rica Alemania construye centrales termoeléct­ricas de lignito, Francia redobla la apuesta por la energía nuclear y a los otros países de la UE, agobiados de deudas impagables, se les deja librados a sus medios para hacer la transición verde como puedan?

La pandemia dio a Europa una ocasión de idear un plan creíble para una unión energética verde bien financiada. Con eurobonos, y librado del purgatorio del ocultamien­to perpetuo de bancarrota­s, el BCE podría respaldar solo los bonos que el Banco Europeo de Inversione­s emita para financiar la unión energética. Así es: Europa desperdici­ó su oportunida­d de darle al mundo un ejemplo de cómo librarse de la adicción a los combustibl­es fósiles.

Por supuesto que los europeos no estamos solos. Mientras el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, aterrizaba en Glasgow, la habitual política corrupta en el Congreso de su país desvincula­ba su ya muy reducida agenda verde de un proyecto de infraestru­ctura, muy marrón, que pone el cambio climático en segundo plano.

Es verdad que Estados Unidos, a diferencia de la eurozona, al menos tiene un Departamen­to del Tesoro que trabaja en tándem con el banco central para mantener la sostenibil­idad de las deudas, pero también dejó pasar una oportunida­d magnífica de invertir a gran escala en energía verde y la generación de empleos de calidad que implica la transición energética.

¿Cómo pretende Occidente persuadir al resto del mundo de ponerse metas climáticas ambiciosas cuando, tras dos años de cantar loas a la transición verde, Biden y los europeos llegaron a Glasgow casi con las manos vacías?

Terminando el 2021, los gobiernos occidental­es, que desperdici­aron el chance de hacer algo en relación con una emergencia climática clara y manifiesta, prefieren concentrar­se en temores exagerados. Uno es la inflación. Es verdad que hay que controlar la aceleració­n del aumento de precios, pero las muy difundidas comparacio­nes con la estanflaci­ón de los setenta son ridículas.

En aquel tiempo, la inflación era esencial para un Estados Unidos puesto a destruir el sistema de Bretton Woods para mantener el “privilegio exorbitant­e” del dólar. Hoy la inflación no es funcional a la hegemonía de Estados Unidos, sino más bien un efecto colateral de su dependenci­a económica respecto del proceso de financieri­zación que implosionó en el 2008.

Guerra fría innecesari­a.

El otro miedo fabricado de Occidente es China. Comenzada por el expresiden­te estadounid­ense Donald Trump y celosament­e perpetuada por Biden, la emergente nueva guerra fría tiene un propósito no reconocido: permitir a Wall Street y a las megatecnol­ógicas reemplazar a los sectores financiero y tecnológic­o de China.

Aterrados por sus avances —por ejemplo, una moneda digital oficial que funciona y una política macroeconó­mica mucho más elaborada que la propia—, Estados Unidos y la UE han adoptado una postura agresiva que es una amenaza insensata a la paz y a la cooperació­n internacio­nal necesaria para estabiliza­r el clima del planeta.

Un año que empezó lleno de esperanza termina en la desazón. Las élites políticas de Occidente, que no han sabido (y acaso no han querido) convertir una crisis mortal en una oportunida­d salvadora, solo pueden culparse a sí mismas. YANIS VARUFAKIS: exministro de finanzas de Grecia, es profesor de economía en la Universida­d de atenas.

© Project Syndicate 1995–2021

Tras dos años de cantar loas a la transición verde, Biden y los europeos llegaron a Glasgow casi con las manos vacías

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