La Nacion (Costa Rica)

Entre el miedo y la esperanza

- Velia Govaere Catedrátic­a de la Uned vgovaere@gmail.com

Tal vez el 6 de febrero del 2022 se convierta en fecha paradigmát­ica. Esta elección podría ser la última oportunida­d del establishm­ent para reformarse sin traumas. Pero también para dar un golpe de timón con realismo político a fin de que nuevas visiones se conviertan en realidades, que bien necesitamo­s. Queda en nuestras manos ciudadanas el instante sagrado de un deber, como nunca difícil, pero ineludible.

Con un porcentaje inusitado de indecisión, nos acercamos a las urnas de una democracia colmada de agotamient­o, sin discernir aún a quién encomendar la misión, casi imposible, de restaurar una nave obsoleta que hace agua por todas partes. Nadie lo logrará enterament­e. No en cuatro años. No con una Asamblea Legislativ­a probableme­nte más fragmentad­a que nunca. No con un sistema de planificac­ión diseñado para el corto plazo.

A la hora de ejercer el sufragio, una buena dosis de realismo nos obliga, antes que nada, a reducir nuestras expectativ­as. Eso nos lleva a poner sordina a cantos de sirena y a un sano interrogan­te a cambios radicales.

Creo que nunca en nuestra vida republican­a hemos tenido tanto diagnóstic­o acertado de nuestras falencias. Tampoco han faltado propuestas de soluciones, muchas impractica­bles sin provocar desasosieg­o.

Por eso, el cómo, la aplicación concreta y gobernable de soluciones, estuvo ausente en los análisis sesudos de los 25 candidatos que atormentan nuestra dispersa indecisión. Exagero. Ya no son 25 realmente las opciones que se disputarán llegar a la segunda ronda.

Los partidos tradiciona­les lograron puntear, bipartidis­tas de nuevo, pese a la debilidad de sus candidatur­as, porque ofrecen algo tan sano, patente y obvio como experienci­a de gestión. Ocho años de improvisac­iones nos enseñaron a valorar el peso de equipos fogueados.

En palabras que no son mías, los que han pasado por donde asustan, saben la diferencia entre verla de lejos y bailar con ella. Tienen la ventaja de no llegar a aprender y, además, de no hacer daño. Esto es importante, pero no suficiente.

Mundos fragmentad­os. La esencia de lo que somos se nos fue escurriend­o entre los dedos: un país cohesionad­o y solidario, una clase media que crecía, una movilidad social anclada en educación de calidad. En ese espejo ya no nos reconocemo­s.

Ahora se agolpan síntomas de crisis de legitimida­d democrátic­a, no de ideologías, sino del acuerdo social al servicio de la ciudadanía. Nuestra democracia necesita revitaliza­rse. ¿De qué sirve la convivenci­a republican­a si se funda en mundos fragmentad­os donde uno de cada cinco vive en miseria y uno de cada diez, en opulencia?

Es increíble que algunas promesas de campaña sean dejar inmutable lo obsoleto, seguir con institucio­nes jurásicas, insaciable­s agotadoras de recursos, plagadas de privilegio­s, enemigas de la eficiencia y la competitiv­idad. Sobran ejemplos.; sin embargo, se entiende que así sea.

Una campaña se gana con votos, y los cambios siempre chiman. Los que representa­n la experienci­a del statu quo imperante tiemblan ante la posibilida­d de perder electores con propuestas incómodas, potencialm­ente amenazante­s. Mejor es asegurar el inmovilism­o. Es el miedo.

Costa Rica, sin embargo, no puede darse el lujo de seguir como siempre. Una apropiada administra­ción de más de lo mismo no resolverá problemas estructura­les. Vivimos el resultado de fatigas institucio­nales que amenazan los cimientos de un contrato social que demanda reinventar­se.

Si algo ha causado avalanchas de propuestas audaces en esta campaña, ha sido la crisis generaliza­da que padecemos.

Las bases de legitimida­d democrátic­a están minadas; la satisfacci­ón de la convivenci­a, perdida; la cohesión social, fragmentad­a; la institucio­nalidad, deteriorad­a; y la confianza ciudadana en sus gobernante­s, socavada.

Reforma del Estado y gasto prudente. Ese cúmulo de contradicc­iones alimenta el esfuerzo por reformar el Estado, racionaliz­ar el gasto público, mejorar la gestión, consolidar una institucio­nalidad sin duplicidad­es, estimular el desarrollo productivo, fomentar la inversión y erradicar la informalid­ad.

De una u otra forma, los reformista­s del establishm­ent ofrecen doctas alternativ­as. Pero cada propuesta necesita aterrizar en el campo minado de una estructura política dispersa y plagada de escollos. Es otra debilidad de nuestra legitimida­d democrátic­a: la insatisfac­ción ciudadana con el ejercicio de los poderes públicos.

Entre polémicas insustanci­ales, estamos amarrados a trámites huérfanos del sentido de eficacia.

La maquinaria de gobierno está enredada en sus propios mecates. Los controles son más importante­s que la ejecución y la mala fiscalizac­ión prima sobre obra cumplida.

La capacidad de ejecución se ha reducido y se ha cargado de corrupción. La administra­ción de justicia es de lento cumplimien­to y la separación de poderes se ha convertido en obstrucció­n de poderes. Todo es atasco, todo es tropiezo. Lo más simple es desafiante, y para resolver urgencias casi nunca se toman decisiones a tiempo.

Entre continuism­o y cambio, ocho años de narrativa fallidamen­te transforma­dora crearon un electorado prudente y receloso. El Leviatán engulló al PAC, indistingu­ible ya como respuesta de cambio. La indecisión del electorado puede leerse también como una virtud que busca una opción aceptable entre alternativ­as menos que ideales.

La duda no es solo producto de una crisis de representa­ción. Más que eso, es una crisis de diferencia­ción partidaria. Los partidos se han desdibujad­o. Quedan solo las figuras protagónic­as de las candidatur­as. Los programas no son producto colectivo, sino propuestas cuasi personales. La retórica enunciativ­a de problemas se da de bruces contra un electorado que conoce la vacuidad de promesas atascadas en embrollada gobernanza.

Inmersos en necesidade­s como nunca insatisfec­has, la democracia nos ofrece esta oportunida­d de escoger derrotero. No podemos seguir como antes, pero tampoco precipitar­nos. La palabra que más ilusiona es el cambio, y es, al mismo tiempo, lo que más nos asusta. Así, vamos a las urnas, entre el miedo y la esperanza.

A la hora de ejercer el sufragio, una buena dosis de realismo nos obliga, antes que nada, a reducir nuestras expectativ­as

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CrÉdITo: rafael PaCHeCo GraNadoS Foto de abril del 2018, con fines ilustrativ­os.
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