Entre el miedo y la esperanza
Tal vez el 6 de febrero del 2022 se convierta en fecha paradigmática. Esta elección podría ser la última oportunidad del establishment para reformarse sin traumas. Pero también para dar un golpe de timón con realismo político a fin de que nuevas visiones se conviertan en realidades, que bien necesitamos. Queda en nuestras manos ciudadanas el instante sagrado de un deber, como nunca difícil, pero ineludible.
Con un porcentaje inusitado de indecisión, nos acercamos a las urnas de una democracia colmada de agotamiento, sin discernir aún a quién encomendar la misión, casi imposible, de restaurar una nave obsoleta que hace agua por todas partes. Nadie lo logrará enteramente. No en cuatro años. No con una Asamblea Legislativa probablemente más fragmentada que nunca. No con un sistema de planificación diseñado para el corto plazo.
A la hora de ejercer el sufragio, una buena dosis de realismo nos obliga, antes que nada, a reducir nuestras expectativas. Eso nos lleva a poner sordina a cantos de sirena y a un sano interrogante a cambios radicales.
Creo que nunca en nuestra vida republicana hemos tenido tanto diagnóstico acertado de nuestras falencias. Tampoco han faltado propuestas de soluciones, muchas impracticables sin provocar desasosiego.
Por eso, el cómo, la aplicación concreta y gobernable de soluciones, estuvo ausente en los análisis sesudos de los 25 candidatos que atormentan nuestra dispersa indecisión. Exagero. Ya no son 25 realmente las opciones que se disputarán llegar a la segunda ronda.
Los partidos tradicionales lograron puntear, bipartidistas de nuevo, pese a la debilidad de sus candidaturas, porque ofrecen algo tan sano, patente y obvio como experiencia de gestión. Ocho años de improvisaciones nos enseñaron a valorar el peso de equipos fogueados.
En palabras que no son mías, los que han pasado por donde asustan, saben la diferencia entre verla de lejos y bailar con ella. Tienen la ventaja de no llegar a aprender y, además, de no hacer daño. Esto es importante, pero no suficiente.
Mundos fragmentados. La esencia de lo que somos se nos fue escurriendo entre los dedos: un país cohesionado y solidario, una clase media que crecía, una movilidad social anclada en educación de calidad. En ese espejo ya no nos reconocemos.
Ahora se agolpan síntomas de crisis de legitimidad democrática, no de ideologías, sino del acuerdo social al servicio de la ciudadanía. Nuestra democracia necesita revitalizarse. ¿De qué sirve la convivencia republicana si se funda en mundos fragmentados donde uno de cada cinco vive en miseria y uno de cada diez, en opulencia?
Es increíble que algunas promesas de campaña sean dejar inmutable lo obsoleto, seguir con instituciones jurásicas, insaciables agotadoras de recursos, plagadas de privilegios, enemigas de la eficiencia y la competitividad. Sobran ejemplos.; sin embargo, se entiende que así sea.
Una campaña se gana con votos, y los cambios siempre chiman. Los que representan la experiencia del statu quo imperante tiemblan ante la posibilidad de perder electores con propuestas incómodas, potencialmente amenazantes. Mejor es asegurar el inmovilismo. Es el miedo.
Costa Rica, sin embargo, no puede darse el lujo de seguir como siempre. Una apropiada administración de más de lo mismo no resolverá problemas estructurales. Vivimos el resultado de fatigas institucionales que amenazan los cimientos de un contrato social que demanda reinventarse.
Si algo ha causado avalanchas de propuestas audaces en esta campaña, ha sido la crisis generalizada que padecemos.
Las bases de legitimidad democrática están minadas; la satisfacción de la convivencia, perdida; la cohesión social, fragmentada; la institucionalidad, deteriorada; y la confianza ciudadana en sus gobernantes, socavada.
Reforma del Estado y gasto prudente. Ese cúmulo de contradicciones alimenta el esfuerzo por reformar el Estado, racionalizar el gasto público, mejorar la gestión, consolidar una institucionalidad sin duplicidades, estimular el desarrollo productivo, fomentar la inversión y erradicar la informalidad.
De una u otra forma, los reformistas del establishment ofrecen doctas alternativas. Pero cada propuesta necesita aterrizar en el campo minado de una estructura política dispersa y plagada de escollos. Es otra debilidad de nuestra legitimidad democrática: la insatisfacción ciudadana con el ejercicio de los poderes públicos.
Entre polémicas insustanciales, estamos amarrados a trámites huérfanos del sentido de eficacia.
La maquinaria de gobierno está enredada en sus propios mecates. Los controles son más importantes que la ejecución y la mala fiscalización prima sobre obra cumplida.
La capacidad de ejecución se ha reducido y se ha cargado de corrupción. La administración de justicia es de lento cumplimiento y la separación de poderes se ha convertido en obstrucción de poderes. Todo es atasco, todo es tropiezo. Lo más simple es desafiante, y para resolver urgencias casi nunca se toman decisiones a tiempo.
Entre continuismo y cambio, ocho años de narrativa fallidamente transformadora crearon un electorado prudente y receloso. El Leviatán engulló al PAC, indistinguible ya como respuesta de cambio. La indecisión del electorado puede leerse también como una virtud que busca una opción aceptable entre alternativas menos que ideales.
La duda no es solo producto de una crisis de representación. Más que eso, es una crisis de diferenciación partidaria. Los partidos se han desdibujado. Quedan solo las figuras protagónicas de las candidaturas. Los programas no son producto colectivo, sino propuestas cuasi personales. La retórica enunciativa de problemas se da de bruces contra un electorado que conoce la vacuidad de promesas atascadas en embrollada gobernanza.
Inmersos en necesidades como nunca insatisfechas, la democracia nos ofrece esta oportunidad de escoger derrotero. No podemos seguir como antes, pero tampoco precipitarnos. La palabra que más ilusiona es el cambio, y es, al mismo tiempo, lo que más nos asusta. Así, vamos a las urnas, entre el miedo y la esperanza.
A la hora de ejercer el sufragio, una buena dosis de realismo nos obliga, antes que nada, a reducir nuestras expectativas