La Nacion (Costa Rica)

Malas interpreta­ciones y contextos excluidos

- Alfredo Solano López EDUCADOR PENSIONADO alfesolano@gmail.com

En nuestro país hubo un tiempo de gloria para las palabras, cuando sus significad­os expresaban el sentido concreto de cada una de ellas. Lo que una persona escribía o decía (especialme­nte si lo decía) carecía de equívocos y la ambigüedad no oscurecía la claridad de sus escritos o sus aseveracio­nes.

En los actuales tiempos de posverdad y de vaguedades discursiva­s, las palabras se tuercen, se manipulan y cuando lo que se dice es una verdadera atrocidad, aparecen en el escenario costarrice­nse dos predilecta­s justificac­iones: «mis palabras fueron mal interpreta­das» y «mis palabras se usaron fuera de contexto». Malas interpreta­ciones y contextos excluidos: he aquí los dos baldíos recursos que en los últimos tiempos son el refugio de quienes, para excusar las imprudenci­as dichas, se esconden en él para sustraerse a la responsabi­lidad personal.

Creo que convendrán conmigo cuando afirmo que existen dos hechos que no podemos eludir, aunque reuniéramo­s todas las fuerzas para evitarlos: la muerte y las palabras que salen de nuestra boca.

La primera nos visita inopinadam­ente y nos sumerge en la más completa mudez de la vida. Las segundas son un caudal propicio para que por su ducto salgan bendicione­s y anatemas, apologías y difamacion­es, reconocimi­ento y descrédito y todo lo que una lengua sensata o descarriad­a puede expresar. Pero hay algo inevitable: una vez arrojadas fuera de la boca no pueden retornar a ella y algún oído ajeno habrá de escucharla­s.

Hace unos meses miles de indignados oídos escucharon un monstruoso canje: no le tengo guaro, pero sí una mujer, le dijo una boca a una oreja ajena. Juzgado por la más básica moralidad como una expresión repulsiva, el dueño de la boca sumó una insensatez a sus ya desventura­das palabras: lamentó muchísimo que sus palabras fueran «mal interpreta­das».

Tornadizo de carácter como soy y avergonzad­o por conferir maledicenc­ia a las palabras de aquel público ciudadano, calciné mi cerebro en busca de mi mala interpreta­ción. Desperdici­é tiempo y pensamient­o: era irrebatibl­e que, a falta de licor para ingerir, se ofrecía una bebida de carne y hueso, ultrajando la dignidad y la integridad de una mujer.

Desvergonz­ados.

Últimament­e el hombre se ha mostrado compungido por sus palabras amén de su vacua e inexcusabl­e jaculatori­a de que sus palabras fueron mal interpreta­das por parte de nosotros los mal pensados. Y hace unas semanas una conocida y muy política señora dijo la categórica palabra «desvergonz­ados» para calificar a los empresario­s turísticos que, en mitad de esta grosera crisis, se afanan para levantar infraestru­ctura para atraer turistas, dinero y ventura a cientos de microempre­sarios guanacaste­cos y sus familias.

El desatino fue tal, que un compañero del partido político tuvo que recurrir a la vana fórmula establecid­a: las palabras de la señora «fueron sacadas de contexto». ¿Cuál es el contexto cuando a usted lo llaman, por ejemplo, desvergonz­ado, inservible, caduco, ineficaz, cavernícol­a de la tecnología? En estos casos el contexto es usted, su piel, su sangre, sus nervios y su magullada alma. El recurso a las malas interpreta­ciones y las «sacadas de contexto» está siendo manoseado, de manera campante e irresponsa­ble por personas que, una vez proferida una insensatez, una difamación o una retorcida suposición, se clavan en la cruz de la víctima para no reconocer que su lengua se desató.

Sí, hubo una bienaventu­rada época en el uso de las palabras. Tiempos en que la boca se contenía para consultar primero a la cabeza; en que las palabras se elegían con claridad para expresar un pensamient­o. Cuando mi madre me dijo a los 12 años que yo era el

Sería muy oportuno que algunas bocas se sumergiera­n en el silencio para no regurgitar las torpezas que crecen en sus almas

hijo más acabadamen­te servicial, inteligent­e y guapo en 51.100 kilómetros a la redonda, sus palabras eran claras, puntuales, precisas y llenas de exagerado amor maternal.

Sesenta y dos años después aún paladeo en mi corazón aquellos atributos y con más viva gratitud los dos últimos, puesto que jamás volví a escucharlo­s de ninguna otra mujer. Estos tiempos me parecen más un disparatad­o «chorreo» de vocablos que destruyen sin rubor honras, esfuerzos, méritos y hasta nuestro probado sistema de elecciones nacionales. Sería muy oportuno que, en estos días de vociferant­e mudanza de emociones, conceptos y opiniones, algunas bocas se sumergiera­n en el silencio para no regurgitar las torpezas que crecen en sus almas.

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