Malas interpretaciones y contextos excluidos
En nuestro país hubo un tiempo de gloria para las palabras, cuando sus significados expresaban el sentido concreto de cada una de ellas. Lo que una persona escribía o decía (especialmente si lo decía) carecía de equívocos y la ambigüedad no oscurecía la claridad de sus escritos o sus aseveraciones.
En los actuales tiempos de posverdad y de vaguedades discursivas, las palabras se tuercen, se manipulan y cuando lo que se dice es una verdadera atrocidad, aparecen en el escenario costarricense dos predilectas justificaciones: «mis palabras fueron mal interpretadas» y «mis palabras se usaron fuera de contexto». Malas interpretaciones y contextos excluidos: he aquí los dos baldíos recursos que en los últimos tiempos son el refugio de quienes, para excusar las imprudencias dichas, se esconden en él para sustraerse a la responsabilidad personal.
Creo que convendrán conmigo cuando afirmo que existen dos hechos que no podemos eludir, aunque reuniéramos todas las fuerzas para evitarlos: la muerte y las palabras que salen de nuestra boca.
La primera nos visita inopinadamente y nos sumerge en la más completa mudez de la vida. Las segundas son un caudal propicio para que por su ducto salgan bendiciones y anatemas, apologías y difamaciones, reconocimiento y descrédito y todo lo que una lengua sensata o descarriada puede expresar. Pero hay algo inevitable: una vez arrojadas fuera de la boca no pueden retornar a ella y algún oído ajeno habrá de escucharlas.
Hace unos meses miles de indignados oídos escucharon un monstruoso canje: no le tengo guaro, pero sí una mujer, le dijo una boca a una oreja ajena. Juzgado por la más básica moralidad como una expresión repulsiva, el dueño de la boca sumó una insensatez a sus ya desventuradas palabras: lamentó muchísimo que sus palabras fueran «mal interpretadas».
Tornadizo de carácter como soy y avergonzado por conferir maledicencia a las palabras de aquel público ciudadano, calciné mi cerebro en busca de mi mala interpretación. Desperdicié tiempo y pensamiento: era irrebatible que, a falta de licor para ingerir, se ofrecía una bebida de carne y hueso, ultrajando la dignidad y la integridad de una mujer.
Desvergonzados.
Últimamente el hombre se ha mostrado compungido por sus palabras amén de su vacua e inexcusable jaculatoria de que sus palabras fueron mal interpretadas por parte de nosotros los mal pensados. Y hace unas semanas una conocida y muy política señora dijo la categórica palabra «desvergonzados» para calificar a los empresarios turísticos que, en mitad de esta grosera crisis, se afanan para levantar infraestructura para atraer turistas, dinero y ventura a cientos de microempresarios guanacastecos y sus familias.
El desatino fue tal, que un compañero del partido político tuvo que recurrir a la vana fórmula establecida: las palabras de la señora «fueron sacadas de contexto». ¿Cuál es el contexto cuando a usted lo llaman, por ejemplo, desvergonzado, inservible, caduco, ineficaz, cavernícola de la tecnología? En estos casos el contexto es usted, su piel, su sangre, sus nervios y su magullada alma. El recurso a las malas interpretaciones y las «sacadas de contexto» está siendo manoseado, de manera campante e irresponsable por personas que, una vez proferida una insensatez, una difamación o una retorcida suposición, se clavan en la cruz de la víctima para no reconocer que su lengua se desató.
Sí, hubo una bienaventurada época en el uso de las palabras. Tiempos en que la boca se contenía para consultar primero a la cabeza; en que las palabras se elegían con claridad para expresar un pensamiento. Cuando mi madre me dijo a los 12 años que yo era el
Sería muy oportuno que algunas bocas se sumergieran en el silencio para no regurgitar las torpezas que crecen en sus almas
hijo más acabadamente servicial, inteligente y guapo en 51.100 kilómetros a la redonda, sus palabras eran claras, puntuales, precisas y llenas de exagerado amor maternal.
Sesenta y dos años después aún paladeo en mi corazón aquellos atributos y con más viva gratitud los dos últimos, puesto que jamás volví a escucharlos de ninguna otra mujer. Estos tiempos me parecen más un disparatado «chorreo» de vocablos que destruyen sin rubor honras, esfuerzos, méritos y hasta nuestro probado sistema de elecciones nacionales. Sería muy oportuno que, en estos días de vociferante mudanza de emociones, conceptos y opiniones, algunas bocas se sumergieran en el silencio para no regurgitar las torpezas que crecen en sus almas.