La Nacion (Costa Rica)

El lado oscuro de Robin Hood

- Manuela Ureña-Ureña INTERNACIO­NALISTA manuelaure­na@gmail.com

En 2011, Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, investigad­ores de la Universida­d de Nueva York, publicaron un libro muy interesant­e, con

el sugerente título de El manual del dictador: por qué la mala conducta es casi siempre buena política.

Esta obra expone, con crudeza, la lógica del poder en las autocracia­s y en las democracia­s —salvando las diferencia­s entre unas y otras, por supuesto— y, con base en hechos históricos alrededor del mundo, concluye que, por lo general, los líderes están dispuestos a hacer cualquier cosa para mantenerse en el poder.

Aunque las tácticas para conseguirl­o varían en función del sistema político, Bueno de Mesquita y Smith plantean que, para acceder al poder, un rival solo necesita hacer tres cosas: «En primer lugar, destituir al titular. En segundo lugar, hacerse con el aparato de gobierno. Y, en tercer lugar, formar una coalición de seguidores suficiente para sostenerlo como nuevo titular».

En el primer caso, pueden suceder varias cosas: que el dirigente del establishm­ent muera en el cargo; que los miembros del antiguo régimen sucumban ante una oferta, suficiente­mente atractiva, del nuevo líder. O aplastar el sistema político vigente desde afuera, ya sea mediante una derrota militar infringida por una potencia extranjera o por una rebelión interna en la cual las masas se levantan, derrocan al dirigente y destruyen las institucio­nes existentes.

Sin embargo, en 2022 y para el caso concreto de las democracia­s como la nuestra, una política electoral populista, de izquierda o de derecha, bien empleada, puede ser suficiente para aplastar el sistema político desde afuera, sin necesidad de una bala.

Y enfatizo la palabra afuera porque la estrategia utilizada por el populismo es relativame­nte sencilla: reducir la sociedad a un conflicto moral, maniqueo y crónico, entre dos grupos homogéneos pero antagónico­s: la élite burócrata malvada contra el pueblo soberano y bueno; el centro y la periferia; los ricos y los pobres. En síntesis, «ellos y «nosotros».

Psicología política.

Pero ¿qué es lo que alimenta este sentimient­o de separación? ¿Por qué siempre es el otro el causante de todos los males? ¿Por qué la única manera de generar un cambio consiste en emplear la mano dura y romper con todo?

El populismo, como estrategia para alcanzar el poder y hacerse con el aparato de gobierno, vende la idea de que la solución a todos nuestros problemas consiste en contar con un hombre fuerte y arriesgado a cargo del país: sí, en masculino, salvo pocas excepcione­s. Una especie de Robin Hood o bandido social moderno nacido de las frustracio­nes de una clase marginada, que considera que no hay leyes ni reglas en una sociedad injusta, sino el capricho de quien detenta el poder.

Según la teoría de los arquetipos de personalid­ad, del psicoanali­sta Carl Jung, Robin Hood representa al héroe libre y rebelde por naturaleza que, en su afán por redistribu­ir lo que por derecho le pertenece al pueblo, enfrenta los ataques indiscrimi­nados de un establishm­ent altivo, pero lleno de miedo. No se doblega ante el abuso y la criminalid­ad de los opresores, a pesar de que sobre él pese una sentencia de muerte.

En este punto, es preciso recordar que los arquetipos de Jung se mueven bajo la misma lógica de los opuestos invisibles Yang y Ying del pensamient­o chino; es decir, manifiesta­n aspectos luminosos y sombríos, consciente­s e inconscien­tes.

De esta manera, Robin Hood es capaz de dar su vida en nombre de la justicia, pero al mismo tiempo, teme ser percibido como débil o asustado. Por eso, nuestro héroe puede llegar a ser arrogante y arbitrario, así como adicto a la adrenalina, las peleas, los «refuegos» y la conspiraci­ón.

En un poema épico inglés de 1382, escrito por Geoffrey Chaucer y titulado Troilo y

Criseida, se alude a Robin Hood de la siguiente manera: «Los sordos le quieren, aunque no sepan nada sobre él; pero dicen que nunca se le ha visto disparar con su arco».

Con las figuras populistas, que irrumpen en la escena política, pasa más o menos lo mismo que con Robin Hood. Se les quiere con poca informació­n y cuando se les comprueba la existencia de faltas y fracturas en el discurso moral que pregonan, como acto reflejo, la coalición de seguidores lo niega o minimiza su importanci­a.

¿Por qué? Porque nuestra psique suele conectar rápidament­e con personajes «comunes y corrientes» que, por un lado, nos ofrecen protección y reparación en tiempos inciertos y, por el otro, exhiben una fuerza aparenteme­nte sobrehuman­a para enfrentars­e, con éxito, a un sistema arbitrario e indolente. Fuerza de la cual nosotros carecemos.

Marketing político.

La tipología de arquetipos de personalid­ad de Jung también resulta muy útil en el diseño de estrategia­s comerciale­s, como la dotación de contenido de las marcas y la segmentaci­ón de mercados.

Según los expertos en marketing, «la personalid­ad» de una marca es crucial para poder conectar emocionalm­ente con los clientes y cualquier otro público meta. Si la compañía en cuestión no la define con base en los objetivos corporativ­os, esa personalid­ad surgirá por sí misma, lo que no siempre es bueno para la cuenta de resultados.

Los partidos políticos, al igual que las empresas, también diseñan y ejecutan tácticas de marketing emocional con el fin de obtener réditos electorale­s y financiero­s. Para ello, es necesario trabajar a conciencia la definición de un buen storytelli­ng electoral, así como las marcas personales de los candidatos presidenci­ales y otras figuras relevantes del partido. ¿Para qué? Para generar tendencias, aumentar audiencias y, por encima de todo, ganar elecciones y representa­ción parlamenta­ria.

En resumen, cuando hablamos de populismo, no hacemos referencia a una ideología concreta, sino a una empresa política que intenta hacerse con la máxima cuota de mercado.

Ahora bien, la gasolina que alimenta el motor del populismo no se obtiene únicamente de un marketing político perverso. La desigualda­d, la corrupción, la impunidad, la degradació­n del debate político y social, así como las dificultad­es de las institucio­nes democrátic­as para atender las demandas sociales, entre otros, continúan siendo los grandes lastres de la democracia moderna.

Y aunque el statu quo requiere un cambio y es válido optar por él, la solución de estos desafíos no puede depender únicamente de nuestros disparador­es emocionale­s.

Cuando hablamos de populismo, no hacemos referencia a una ideología concreta, sino a una empresa política que intenta hacerse con la máxima cuota de mercado

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