¿Costa Rica o Estados Unidos?
¿Qué seguridad y confianza tendríamos los costarricenses en nuestro sistema electoral si los límites provinciales fuesen cincelados frecuentemente por mayorías legislativas circunstanciales, de tal manera que el o los partidos representados por esas mayorías elijan más diputados?
¿Cuán representados nos sentiríamos en la Asamblea Legislativa si una provincia de poca población como Guanacaste eligiera el mismo número de diputados que San José? ¿Qué legitimidad otorgaríamos a un presidente que obtuvo menos votos que quien quedó en segundo lugar?
¿Tendría algún apoyo en las encuestas de opinión un político de nuestro país que incitara a sus seguidores a la violencia con el fin de revertir una derrota certificada por las autoridades electorales?
¿Cuánta confianza tendríamos en la independencia de nuestro Poder Judicial si los magistrados se eligieran no con dos tercios de los votos de la Asamblea Legislativa sino con una mayoría simple y si fuesen elegidos de por vida?
¿Cómo reaccionaría el país si un presidente indultara a delincuentes multimillonarios condenados a prisión por estafar a la CCSS por decenas de millones de dólares y además los liberara de la decisión de los tribunales de que le restituyeran a esa institución $87 millones?
¿Qué pensaríamos de nuestro país si existiese un partido que frecuentemente gana elecciones y que ostenta como una de sus banderas minimizar los obstáculos para la tenencia de armas y que paralelamente recibe contribuciones multimillonarias de los importadores de armas?
¿Qué pasaría en Costa Rica si nos enteramos de que un presidente nombra embajador a una persona con cero experiencia diplomática, pero que dio una contribución de $1 millón para su campaña o para financiar parte de las fiestas que ese presidente ofreció a sus partidarios y amigos en ocasión del traspaso de poderes?
¿Cómo nos sentiríamos si tuviésemos armas nucleares al tiempo que nuestros gobernantes, independientemente del partido al que pertenezcan, constantemente condenan, vilipendian, sancionan y amenazan a países que también quieren tenerlas?
¿Nos avergonzaríamos si nuestros líderes se dedicaran a evangelizar sobre la democracia mientras destinamos recursos a castigar y deponer gobiernos elegidos democráticamente solo porque su ideología no nos gusta y si, simultáneamente, mantenemos relaciones estrechas —económicas, políticas y militares— con dinastías dictatoriales y violadoras permanentes de los derechos humanos más elementales, solo porque tienen mucho dinero?
¿Reaccionaríamos contra nuestros gobernantes si pidieran y obligaran a otros países a eliminar los subsidios y la protección a la agricultura, si a la vez destinamos miles de millones de colones a subsidiar y proteger a nuestros agricultores?
Estas preguntas tienen como precedente algunas de las realidades que imperan en Estados Unidos. Sin embargo, la mayoría de los políticos y líderes de opinión de ese país constantemente aluden, con el apasionamiento que solo se deriva de la certeza, a la excepcionalidad y grandeza de su país.
Buena parte de su población no se molesta ni se asombra ante esos hechos; por el contrario, tienen valores que exhortan a tolerarlos, fomentarlos y aplaudirlos.
Ese convencimiento genera una autoimputación de infalibilidad como contexto a la toma de decisiones, lo cual, dado el peso del país en el escenario mundial, con frecuencia devienen en desconfianzas y conflictos.
No hay duda de que en los últimos 150 años Estados Unidos ha desarrollado características y dimensiones en algunas áreas que le hacen merecedor del epíteto excepcional en esas áreas.
Tiene el 4,3% de la población del planeta, pero su economía aporta el 22% del PIB mundial (a pesar del rápido crecimiento económico de China durante las últimas décadas).
Posee una extraordinaria inclinación por la investigación y el avance tecnológico. Que le corresponda un 32% de los premios nobel otorgados es, en parte, resultado de esa vocación.
Su sector público es eficiente, flexible y centrado en resultados no en procedimientos; su industria del entretenimiento lidera el mundo; sus prácticas comerciales y de negocios, y sus regulaciones en muchos campos son el patrón para el resto del planeta; su moneda es buscada como medio de pago y de acumulación de ahorros en todos los países; y, por supuesto, sobre una de sus aspiraciones, hegemonía militar en términos de guerras convencionales, la ha logrado con creces y no tiene parangón.
Pero la sobrada evidencia sobre estos y otros campos en los que Estados Unidos indiscutiblemente sobresale, no alcanza para sus sermones sobre democracia desde el pináculo de una autoadjudicada superioridad, ni para el consiguiente cultivo de un nacionalismo ciego, lo cual, en ocasiones, conduce a una prepotencia temeraria.
Y no se trata únicamente de sus liderazgos: la cultura política de la mayoría de sus habitantes no los incita a corregir en las urnas lo que para cerca del 100% de los costarricenses serían prácticas inaceptables.
Por ello, en lo que se refiere a calidad de la democracia y ética política, la ciudad refulgente sobre una colina (the shining city on a hill) en el hemisferio occidental no es Estados Unidos a pesar de sus arengas. Es más antigua la democracia del país del norte, pero en cuanto a otros factores, ejemplarizados con los contenidos de esas preguntas, somos mejores. Conocer que la calidad de nuestra democracia aventaja la de ese poderoso país es instrumental, no para condenar, agraviar o interferir, sino para generar amor patrio, identidad nacional y sentido de pertenencia, para construir consensos alrededor de lo que debemos proteger y perfeccionar y para caminar al lado, no detrás.
La ciudad refulgente sobre una colina en el hemisferio occidental dejó de serlo