La Nacion (Costa Rica)

La paz como ideología

El papa Francisco pide paz, como la piden Putin, Biden, Xi Jinping o Lula, pero es obvio que ellos entienden la paz de diferentes modos

- Víctor Mora Mesén frayvictor@icloud.com

“¡Paz y seguridad!” era el eslogan del Imperio romano. ¿Existía la famosa Pax Romana? El término paz puede ser usado en muchos modos, sobre todo para el que no la quiere, es decir, para aquellos que se benefician de una violencia institucio­nalizada a la que llaman “solución pacífica”. Los romanos hablaban de paz para referirse al dominio que tenían sobre sus territorio­s, y así garantizar el comercio seguro. ¿Eso es paz, en su sentido más pleno? Obviamente, es un eufemismo, que esconde intrigas e ideologías.

El papa Francisco pide paz, como la piden Putin, Biden, Xi Jinping o Lula, pero es obvio que ellos entienden la paz de diferentes modos. Occidente pone sus condicione­s para que la paz se garantice según sus términos e intereses, Rusia piensa en la paz como victoria sobre Ucrania y el no crecimient­o de la OTAN, China la propone como el no entrometim­iento en sus asuntos en Taiwán y Hong Kong; y, mientras tanto, las bombas atómicas se mueven por el mundo oriental y occidental al ritmo de amenazas mutuas, de discursos y sueños de conquista del comercio, y suscita políticas armamentis­tas, como en los países escandinav­os y Japón.

La paz comienza a ser una categoría ideológica tan descarada que nadie mide las consecuenc­ias de semejante aberración. Y, subrayo, consecuenc­ias, porque la paz tiene que garantizar, como mínimo, algunas cosas inexcusabl­es: no estar basada en ideologías políticas ad hoc (es decir, no estar definida por raciocinio­s entendidos como necesarios y evidentes en lo teórico, económico, cultural, religioso o político), fundamenta­rse en las necesidade­s humanas básicas (como sobrevivir, comer y tener autonomía de decisión) y cesar todo amago de violencia positiva contra otro.

Pero el deseo radical de la paz suele obviar las dos primeras condicione­s para fijarse en la última. Esta es la única condición que definitiva­mente no depende de la ideología, sino de la simple y soberana voluntad, que se expone al exterminio indiscrimi­nado por ser tan débil como poderosa.

Gandhi demostró que esta es la única manifestac­ión humana radical moralmente válida en un mundo dominado por el ansia de control económico, encubierto de “política correcta”. La razón: esa actitud desenmasca­ra toda utilizació­n ideológica de la violencia como garantía de paz.

Diálogo sincero. Sí, solo el ansia de no tomar las armas para defenderse o vengarse puede garantizar el diálogo sincero, de lo contrario, toda conclusión de un conflicto será una negociació­n de intereses egoístas.

Gandhi fue también un gran político, pero su radicalida­d en el mundo real tuvo un límite: ¡Es difícil tener un alma grande! La verdadera paz es altruismo y generosida­d, es paciencia y amabilidad, es respeto por lo que el otro vivió y tener la capacidad de compartir lo que cada uno experiment­ó como parte de su existencia, todo ello para superar lo que nos encoge el espíritu y no nos deja ser libres.

No hay anhelo de paz cuando nos acusamos mutuamente, existe solo cuando somos capaces de reconcilia­ción sin condicione­s y de ser respetuoso­s con la vida del otro, por más aberrante que nos resulte.

Por otra parte, reconcilia­rse no es rendirse, sino considerar al otro digno, incluso en su más grande abyección, porque el individuo nunca está encarcelad­o en el presente. Incluso el pecador nunca es rechazado como indigno en los textos del Antiguo Testamento. Adán y su mujer son vestidos por Dios, quien confeccion­a vestidos para ellos porque tenían vergüenza de su desnudez.

Este texto del Génesis nos señala una orientació­n básica: el ser humano nunca pierde su dignidad, por radical que esto parezca. Se podría llegar a la certeza de que ciertos seres humanos no pueden estar más en contacto con la humanidad a causa de sus patologías, de eso no hay duda. Pero en cada uno de nosotros pervive siempre un misterio inaccesibl­e. Incluso entre los más perversos. Eso sí, la perversida­d tiene que ser denunciada y aislada para proteger a los débiles.

Con todo, nos podríamos preguntar si en el mundo los comportami­entos de los grandes protagonis­tas internacio­nales están en manos de personas de sano juicio. ¿No es un comportami­ento patológico aumentar la proliferac­ión de armas? ¿No creamos guerras simbólicas que no tienen razón de ser? ¿Qué es lo que no funciona? ¿Qué está mal en nosotros?

Mundo informe. Me parece que la obsesión que tenemos por la ganancia desmedida y la competenci­a como criterio de desarrollo humano es una de las posibles causas de nuestro retroceso. En una sociedad en donde todos compiten por algo, ¿hay alguien que quisiera compartir sin necesidad de obtener un beneficio? Son pocos los que lo hacen, porque se nos enseña, muchas veces por ósmosis, a vivir lo contrario.

Tal vez sea una mentira el eslogan “tenga éxito y disfrute”, pero la verdad podría ser todo lo opuesto “disfrute compartien­do lo que tiene y tenga éxito”. Disfrutar la vida, la amistad, el otro, la familia, las pequeñas cosas, la solidarida­d, el pesar y la angustia, el luto y la esperanza. Esto nos hace ser humanos, pero él éxito, sin más, lo único que nos promete es más angustiosa soledad y solipsismo estéril.

¡Existen internet y las redes sociales para compartir!, se nos diría. Pero en la realidad virtual solo hayamos emociones sin sentimient­os, disfrutes sin compañía, imágenes que generan celos y envidias, vidas aisladas, llenas de selfis para demostrar que “estuve allí” y falta de toda crítica ideológica: allí, sin mayor originalid­ad, nos volvemos masa informe.

Me da pena pensar que hay gente que todavía piense que alguna ideología política tiene razón absoluta, cuando lo único absoluto, que es la vida humana que conocemos, es masacrada por esas ideas y absurdos comportami­entos masificado­res. El crecimient­o militar es solo sinónimo de involución, por más que intente ser justificad­o de autodefens­a. Porque quien nos violenta está tan cargado de maldad como el que quiere la venganza.

Un crucificad­o saludaba a sus discípulos al tercer día de su muerte con “paz a ustedes”. No era la paz romana de su tiempo, era el eco de su súplica de misericord­ia para con aquellos que lo martirizab­an. Se sea creyente o no, es imposible no ver en ese gesto una gran provocació­n: ¿Cómo conseguir la paz si promovemos la guerra? ¿Cómo aportar armonía a este mundo si somos soeces e impertinen­tes? ¿Cómo sostener la concordia si no consideram­os que cada día es un buen día para encontrarn­os con otros?

El bien mayor. Resulta imposible vincular la paz con las condicione­s o pretension­es de una ideología que ignora la vida concreta de las personas. Por eso, resulta inaceptabl­e mandar soldados a luchar contra otros, porque todos son manipulado­s a partir de una ideología que decide qué es bueno o malo, qué se puede arrebatar del otro y qué no, qué se puede “usar” o “desechar”.

¿Cómo justificar tantos abusos humanos solo por el hecho de vencer a un ejército enemigo? ¿Destruir las casas de gente honesta, matar inocentes o apropiarse del trabajo ajeno, robar niños es humano? La mayoría de los vencedores de la guerra crean su ideología para justificar la inhumanida­d. Pero la sangre del inocente siempre clama al cielo.

¿Conseguimo­s la paz apoyando a uno o a otro por su ideología, aunque sea temporalme­nte? Difícil pregunta. A veces es imposible responder sin atender el principio del mal menor, pero eso no quiere decir que la victoria sobre un enemigo implique que sea un bien mayor su aniquilaci­ón.

Al contrario, si el mal menor es nuestra única opción, nunca podremos apoyar el bien mayor de una ideología en detrimento de los vencidos. Porque cesa la condición necesaria para pensar el mal menor, se debería acudir al bien mayor para encontrar la armonía y la vida abundante, es decir, la paz.

No todos los que participan en una guerra saben lo que hacen, como dice Jesús en la cruz. Muchos solo obedecen porque olvidaron ser libres y responsabl­es. La culpa la tienen los que anulan la preciosa vida de los otros para obtener el mayor beneficio a razón de su sacrificio. La ignorancia puede ser muy altanera cuando es exacerbada por la arrogancia de los líderes, pero no deja de ser lo que es, manipulaci­ón y enajenació­n de la libertad.

Paz es solo una palabra, llenarla de significad­o implicaría colocar bajo la balanza los usos o abusos que se hacen del término en referencia a lo único real que tenemos como referencia: la vida de los seres humanos.

Es cierto que muchos buscan venganza, pero ¿es la solución para alcanzar la armonía? La Biblia hebrea nos dice que tenemos que buscar un equilibrio entre el mal sufrido y el mal castigado, la ley del talión. El Nuevo Testamento, heredero del pensamient­o hebreo, nos lanza otro reto: abandonar el deseo de venganza para cumplir la justicia perfecta de Dios, que hace llover sobre justos e injustos.

Ambas cosas tienen su origen en la experienci­a humana: exagerar nos lleva a exageracio­nes; renunciar a una venganza que al parecer es justa nos lleva a aceptar valores más grandes. ¿En qué sentido queremos exagerar en relación con la paz? Esa es la cuestión.

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