Israel en la encrucijada
sufrió un enorme revés jurídico, político y diplomático, cuando la Corte Internacional de Justicia (CIJ) emitió una severa resolución sobre su campaña militar en Gaza. Los 17 jueces del principal órgano jurisdiccional de las Naciones Unidas adjudicaron seis de las nueve medidas de emergencia solicitadas por Sudáfrica, como parte de una denuncia por supuesto genocidio. La CIJ rechazó el pedido sudafricano de ordenar la suspensión inmediata de las acciones militares israelíes en ese enclave palestino, lo cual, sin duda, habría dado una ventaja totalmente injustificada al grupo terrorista Hamás. Sin embargo, sí le exigió, entre otras cosas, limitar el daño a la población civil en Gaza, garantizar que tenga acceso a servicios básicos y asistencia humanitaria, “prevenir y castigar” toda incitación al genocidio, preservar evidencia relacionada con la denuncia y entregar, en el plazo de un mes, un informe sobre el cumplimiento de estas y otras medidas.
Más importante aún desde el punto de vista sustantivo, los jueces rechazaron desestimar el caso, como habían solicitado los representantes israelíes, lo cual quiere decir que el proceso por presunto genocidio sigue pendiente, como una gran espada de Damocles.
Al margen de lo que se piense sobre el sustento jurídico, estas decisiones, objetivamente, colocan a Israel en una posición internacional sumamente desventajosa. A ellas se suma un creciente rechazo internacional, incluso de sus aliados europeos y hasta Estados Unidos (aunque discretamente), a aspectos clave de la política seguida hasta ahora por el gobierno de Benjamin Netanyahu, el más extremista en la historia de la democracia israelí. Se añade también la creciente hostilidad en el mundo árabe, incluso de países que han normalizado sus relaciones con Israel.
El principal reclamo aliado se refiere a los millares de muertes civiles y la destrucción causadas por sus masivas operaciones militares en el territorio; la ausencia de propuestas aceptables para manejar el “día después” de la invasión, cuyo término no se vislumbra; y el rechazo a la única salida política que podría abrir el camino de un futuro de paz para israelíes y palestinos: la creación de un Estado propio, que incluya tanto Gaza como Cisjordania.
Lo hemos reiterado en más de una oportunidad: el ataque indiscriminado de Hamás, el 7 de octubre, que causó alrededor de 1.200 muertes —la mayoría civiles— y condujo a la captura de 250 rehenes, fue detestable. Además, generó un trauma del que Israel difícilmente podrá reponerse a corto plazo.
Ante semejante golpe, el gobierno tenía todo el derecho a responder y el deber de proteger a sus ciudadanos. Al hacerlo, dada la estrategia terrorista de utilizar la población e instalaciones civiles como escudos, era casi inevitable generar grandes daños colaterales. Sin embargo, a un Estado democrático como Israel correspondía realizar un esfuerzo de contención. Esto no ha ocurrido. En su lugar, ha optado por una estrategia de “tierra arrasada” en amplias regiones de Gaza, con detestables e injustificadas consecuencias humanitarias: aunque no existen recuentos totalmente confiables, la mayoría de las fuentes hablan de 25.000 muertes, hambre generalizada y colapso del sistema sanitario.
El impacto de este saldo sobre la legitimidad de la operación militar e incluso —y algo más grave— sobre Israel como Estado ha sido enorme. Más aún, se ha visto agravado por la intransigencia total de Netanyahu a siquiera explorar una salida política y a su insistencia en una “solución” estrictamente militar.
La CIJ no tiene competencia para imponer el cumplimiento de sus resoluciones. Solo lo puede hacer el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde, casi con certeza, Estados Unidos ejercería su poder de veto y, probablemente, también Francia y el Reino Unido. Pero la seriedad de su resolución no puede desestimarse.
Al darse a conocer la decisión, la Unión Europea (UE) pidió su “implementación completa, inmediata y eficaz”. El lunes, asimismo, sus ministros de Relaciones Exteriores, reunidos en Bruselas, reiteraron que la creación de un Estado palestino es la única vía con credibilidad para alcanzar la paz en el Oriente Próximo, y criticaron el rechazo de Netanyahu.
Josep Borrell, comisionado de política exterior de la UE, fue particularmente enfático en sus declaraciones. Con tono casi desesperado y sin duda censurador, se preguntó, según informó la agencia AP: “¿Cuáles son las otras soluciones que tienen en mente? ¿Obligar a que los palestinos se vayan? ¿Matarlos a todos?”.
Lo que ni Netanyahu ni otros políticos y parte de la población israelí han llegado a entender es que mientras los palestinos no cuenten con un hogar nacional propio el fermento de la militancia seguirá activo, e inevitablemente la desesperación alimentará las opciones terroristas.
La humillación y el desarraigo palestino, además de inaceptables en sí mismos, nunca conducirán a la paz. Por esto, incluso, si se ponen al margen los derechos humanos, el realismo debería conducir a un cambio de actitud. Es urgente.
Su gran revés en la Corte Internacional de Justicia refleja el creciente y amenazante aislamiento de Israel
Mientras el gobierno no acepte la vía hacia un Estado palestino, el fermento del terrorismo se mantendrá vivo