La Nacion (Costa Rica)

Un tigre con alas

- Sergio Ramírez ESCRITOR @sergiorami­rezm

Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo veinte, cuando el correo electrónic­o era solo uno de esos presentimi­entos futuristas, me escribía a menudo con Claribel Alegría. Ella en Mallorca; yo, en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.

Existían entonces las cartas. Las de Claribel, escritas en papel de seda color verde, con estampilla­s desde las que me miraba en sepia, verde o gris el rostro adusto de bigote recortado del Generalísi­mo Francisco Franco.

Su dirección tenía para mí una signatura misteriosa, C’an Blau Vell, Deià, que llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertina­s del Valle Central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares de las que hablaba Rubén Darío en su Epístola a la señora de Leopoldo Lugones.

Me invitaba a ir a verla a aquel pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino y en los veranos, desde su ventana, Claribel divisaba a Julio Cortázar en la suya, un pueblo que me expliqué mejor cuando leí años después su relato Pueblo de Dios y de Mandinga, donde se entra por una trampa de doble fondo a la cueva de Montesinos.

Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de tresciento­s años, con sus dos pisos comunicado­s por escaleras estrechas y empinadas y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig del Teix, que desde allí parece cercana a la mano. junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicada a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio… serían las seis de la tarde. De pronto, vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilacha­dos y jugaba con una bolita de ping-pong”.

“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que le preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: ‘Sí, ¿y ustedes quiénes son?’. Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985”.

El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, médico nicaragüen­se de Estelí, acérrimo partidario de Sandino y por tanto acérrimo antiimperi­alista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervenci­ón militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreñ­a Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, Bud y Claribel se trasladaro­n a Managua, después de una vida trashumant­e, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivían también Ernesto Cardenal, Daisy Zamora, Vidaluz Meneses y Gioconda Belli.

A la caída de la tarde, nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaci­ones.

Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana y murió en Managua en el 2018.

Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelo­s, quien había llegado para dictar una conferenci­a en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre: “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Diez años más tarde, Vasconcelo­s la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelo­s pondría el prólogo a su primer libro, Anillo de silencio.

Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.

Más poemas. Juan Ramón fue guardando los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba los que mejor le parecían. Una tarde, Zenobia, su mujer, le anunció una sorpresa.

“Sobre la mesita de centro había un legajo mecanograf­iado. Eran mis poemas”, recuerda Claribel. “Juan Ramón había elegido los que a él más le gustaron, hizo correccion­es y se los dio a Zenobia para que los pasara a máquina”. “Tienes un librito”, le dijo él, entregándo­le el manuscrito, “ahora debes encontrar dónde publicarlo”.

Roque Dalton, que era un inventor profesiona­l, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado, ni conocía personalme­nte a Roque, más que por cartas; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier mâché.

Merecedora del Premio Iberoameri­cano de Poesía Reina Sofía en el 2018, Claribel fue asimismo una narradora excepciona­l, como se refleja en Las cenizas de Izalco (1966), novela escrita en colaboraci­ón con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.

En esta novela se cuenta la insurrecci­ón campesina de 1933, saldada con una feroz masacre que dejó 30.000 muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximilian­o Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamer­icano.

En su poema “Pandora”, dice Claribel: “Aún podemos hacernos la ilusión / de transforma­r al mundo / en un tigre con alas / en un tigre amarillo / de ariscas rayas negras / sobre el que todos podamos cabalgar”.

Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.

Claribel Alegría fue una narradora excepciona­l y Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudió en Washington

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