La Nacion (Costa Rica)

¿Cómo logramos resistir?

- Kateryna Kalytko

Es imposible escribir un texto que abarque todos los crímenes de la agresión rusa contra Ucrania. Mientras escribo, miro las fotos de Jersón, donde los rusos lanzaron once bombas.

También miro las fotos del hotel de Mikolaiv, donde solía alojarme: tenía una vista impresiona­nte al río Bug del sur. El hotel se ha convertido en una ruina tras el bombardeo. Poco antes, veo un video de una torre de televisión en Járkov que, partida por la mitad, cae como en una película, alcanzada por un misil ruso.

Antes de eso, una noche cualquiera en Kiev, escucho durante un largo rato el fuerte sonido de los sistemas de defensa antiaérea: están en algún lugar cercano, probableme­nte en el puente sobre el río Dniéper.

Este pensamient­o me tranquiliz­a de pronto y vuelvo a dormirme. Y cuando me levanto por la mañana y subo al coche para ir a Odesa, un misil ruso destruye la Academia de Artes Decorativa­s, Artes Aplicadas y del Diseño de Mijailo Boichuk en Kiev, a quinientos metros de donde he pasado la noche.

Mis amigos cercanos viven en Odesa. Tras los bombardeos rusos de primavera de este año contra la infraestru­ctura energética, la ciudad empezó a sufrir cortes sistemátic­os de electricid­ad.

Durante uno de estos apagones, se produjo un cortocircu­ito en su casa y, como consecuenc­ia, un gran incendio. Destruyó su hogar y convirtió en cenizas todo lo que formaba parte de su vida.

Cuando miro las fotos del incendio, sé exactament­e dónde están las ventanas de mis amigos. De ellas sale el humo más denso, porque allí está ardiendo su biblioteca recopilada con tanto cariño. Durante los diez años de guerra, hemos aprendido bien cómo es un incendio en una biblioteca.

En estos días, mi comunidad en las redes sociales está de luto por Alla Ruta Pushkarchu­k, joven crítica teatral y periodista cultural, que era especialis­ta en topografía y geodesia en una unidad de artillería, y murió en la región de Donetsk.

Tenemos detrás a tantos fallecidos cercanos, que nos hemos convertido en sus embajadore­s: hablamos en su memoria en todos los lugares importante­s, recitamos sus poemas.

Una vez tuve que identifica­r a un amigo de la infancia en un depósito de cadáveres. Nadie más cercano a él se encontraba allí en aquel momento, salvo el perro, pero el testimonio del perro no podía registrars­e en el protocolo.

Tras el impacto de la mina rusa, no quedó mucho de mi amigo, pero su cara sobrevivió parcialmen­te, y tenía un párpado con cicatrices. Recuerdo cómo se lo desgarró en la rama de un viejo nogal; éramos entonces una tribu de indios, o bien, gente del bosque, como Tarzán.

Jugábamos saltando sobre los árboles en el jardín de nuestros padres. En aquel momento, la herida nos daba mucho miedo. Y, gracias a la cicatriz, pude reconocerl­o.

Mañana habrá víctimas nuevas. Puede que seamos nosotros. ¿Se acostumbra uno a esta realidad? ¿Se convierte en una nueva normalidad? Difícilmen­te. El cansancio, el agotamient­o y la falta de un horizonte claro corroen a una persona como un pequeño gusano: tal vez de forma impercepti­ble, pero molesta. Pero nadie huye.

A pesar de todo el inestimabl­e apoyo de los aliados occidental­es, nos hemos quedado solos en el frío cuerpo de la guerra. Ya no hay un Gran Adulto en el que apoyarse, del que esperar respuestas a preguntas globales.

Tienes que formular tú mismo tanto las preguntas como las respuestas. Lo más sorprenden­te es que, a menudo, sí tenemos las respuestas. Estamos viviendo una historia verdaderam­ente grandiosa y estamos buscando un lenguaje de autodescri­pción para ella. Otra cosa es que este lenguaje sea incómodo y dé miedo.

Llegados a este punto, la gente suele preguntarn­os por qué no nos fuimos. Y, de nuevo, será imposible explicar plenamente la conexión metafísica de los ucranianos con su propia tierra, con el suelo como tal, con el campo energético del idioma, con el egregor de la memoria colectiva que se está formando ahora para las próximas décadas.

Será imposible explicar el sentimient­o de responsabi­lidad personal por el país, el deseo de participar en la corriente en la que todo está cambiando de una vez por todas, al menos para mi generación.

Así que tengo que conformarm­e con una respuesta más sencilla: hace cien años, ya hubo una generación de intelectua­les que emigró tras la pérdida del Estado ucraniano. Es una historia triste, y no quiero repetir su destino.

Sin embargo, nos ayudará a todos nosotros, a los que hemos decidido quedarnos en Ucrania e invertir nuestros destinos en su lucha, a llenar su historia con nuestras voces, saber que, aunque muramos, nuestro país tendrá su propio lugar en un mapa civilizado del mundo.

Por fin y para siempre será subjetivo, completo, claramente definido e interesant­e por su fuerza, su profundida­d, la continuida­d de su historia y su resistenci­a anticoloni­alista.

No queremos repetir el destino de los intelectua­les que emigraron hace un siglo

KATERYNA KALYTKO: ganó el premio de la BBC al libro del año en el 2017 y el Premio Nacional Shevchenko en el 2023. Cartas de Ucrania es un proyecto de la campaña de solidarida­d latinoamer­icana ¡Aguanta Ucrania!, con el apoyo del presidente del PEN Club Ucrania.

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AFP Lidia Lominovska, de 97 años, huyó de su casa a pie, sin llevar nada.

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