UN PUERTO HUNDIDO EN EL TERROR
Los desmembraban vivos para que la gente oyera el grito de los desaparecidos, hoy se los llevan en silencio y dejan un recado de terror: “ya no lo busque que no va a aparecer”.
Pero en el puerto colombiano de Buenaventura muchos creen saber dónde están sus muertos.
Sobre el puente Nayero viven custodiados por la fuerza pública unos 2.000 afrocolombianos. Son los vecinos pobres y aterrorizados de La Playita, un barrio que conduce a los manglares o esteros de Buenaventura, en el Pacífico.
“No podemos salir ni para la izquierda ni para la derecha. Es una calle a cielo abierto, pero nos sentimos encarcelados”, describe Jhony Viveros, líder comunitario de 37 años que guarda en su casa un chaleco oficial antibalas.
Las bandas que suplantaron a los paramilitares y guerrilleros, que en otra época aterrorizaron a la comunidad afro con sus enfrentamientos, masacres y bombas, convirtieron estos paisajes naturales en postales del terror.
Por un camino de La Playita se llega a los esteros “donde desaparecen a los muertos”, susurra otro dirigente de 48 años que no da su nombre.
Líderes civiles, religiosos y de derechos humanos creen que los esteros son la versión costera de las fosas clandestinas donde se concentra la búsqueda de unos 185.000 desaparecidos en el conflicto colombiano.
Buenaventura es la principal salida sobre el Pacífico: mueve el 40% del comercio internacional del país y una parte importante de la cocaína que va hacia Centroamérica y México, camino a Estados Unidos.
La mayoría de sus 311.000 habitantes (91% afros) vive muy mal y más de la mitad son muy pobres.
Mucha violencia. Golpeado en los cielos, el narcotráfico saltó a los mares y hundió a Buenaventura en una violencia que cambia de piel periódicamente. Los que mandaban antes eran guerrilleros o paramilitares, hoy son los de la banda La Local; la droga que viajaba rompiendo olas en lanchas rápidas ahora pasa en sumergibles por toneladas, o en contenedores.
El narco supo aprovechar la “red natural de esteros y cuencas”, y “el saber experto de los navegantes” del puerto, explica Juan Manuel Torres, investigador del centro de estudios Fundación Paz y Reconciliación.
Aquí --añade-- la seguridad no depende tanto de las autoridades como “de los acuerdos entre ilegales, que suelen ser acuerdos frágiles”. Cuando se rompen, empieza un nuevo ciclo de desapariciones, asesinatos y tiroteos. Fue lo que ocurrió a comienzos de este año de pandemia.
“El estero sigue siendo un lugar macabro para desaparecer personas que son llevadas en lancha”, sostiene Adriel Ruiz.
Este exsacerdote de 42 años levantó “una capilla de la memoria” contigua al templo del barrio donde trabajó hasta el 2016. En el lugar se exhiben decenas de fotografías de víctimas y hasta la canoa de unos pescadores de quienes se perdió el rastro.
Ruiz se opone al dragado del estero San Antonio, una obra que beneficiaría la expansión portuaria, pero que también sepultaría las esperanzas de las familias que indagan por sus fantasmas. “Ya están muertos, no los dejen desaparecer”, clama este hombre de coleta.
En el 2021 se han documentado oficialmente 44 homicidios, 8.000 desplazados y 13 desapariciones forzosas. Se teme que sean muchos más.
Desde el 2014 el Estado colombiano, por orden de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, custodia La Playita, que simbólicamente ataja a los violentos con un portón gigante, tras soportar múltiples y crueles abusos.
En el agua. El obispo de Buenaventura, Rubén Darío Jaramillo, lo corrobora: “A la gente la picaban, la tiraban al mar y se veían flotar, en la zona costera, las cabezas, las manos o (pedazos de víctimas) tiradas en bolsas de basura”.
“Ahora las están desapareciendo, llevándolas a sitios más lejanos, para que nadie más vuelva a saber de ellos”, agrega.
El obispo, el alcalde, el exsacerdote, los líderes de La Playita, y los jóvenes que se movilizan contra la violencia, todos están en la mira. Buenaventura no solo es un puerto de desaparecidos, también es de amenazados que van con guardaespaldas, de jóvenes reclutados a la fuerza o seducidos por las armas y el dinero. Los que matan y mueren son principalmente muchachos negros.
La Armada patrulla las costas y fuerzas combinadas de policías y militares operan en las barriadas donde de la nada se prende un tiroteo. El coronel de Infantería de Marina Samuel Aguilar comanda las acciones contra la violencia que estalló en diciembre.
Según el oficial, son unos 1.200 efectivos de la fuerza pública que combaten a dos centenares de jóvenes armados con fusiles M-16 y pistolas nueve milímetros.
“Son los jóvenes los que están asesinando; son los jóvenes los que están robando y haciendo parte de las bandas criminales”, lamenta Yudi Angulo, una activista de 33 años.