El negocio del odio
Todos somos diferentes y todos somos iguales. Más que una conducta, es condición. Aunque somos gregarios, vivir en sociedades nos supera, y lo contrario no existe. El odio, el amor, la felicidad y la solidaridad son emociones humanas, pero también convenciones de las cuales hacemos operar industrias enormes. Esas industrias que lucran con los valores, un concepto toqueteado por todos, que consiste en “nunca entender qué son, pero sí acusar la falta de ellos”. Lo intangible de una emoción, tiene un costo gigante. Vistas así, y contextualizadas en masacre, las emociones como los valores son tan sublimes como devastadores.
El mes pasado, había fiesta latina en el club Pulse, una discoteca en Orlando. Todos sabemos que no hay etiquetas, pero una disco gay siempre es superior: buen gusto, buena música, gente apuntada, en fin, fiestón. Esa noche, Omar Mateen, un hombre joven, asesinó a 49 personas e hirió a otras 53 más que estaban pasándola bien en Pulse. Una matanza ejecutada sin ninguna infracción, es decir, Mateen tenía licencia para disparar el armamento sofisticado que portaba.
Aunque el aumento en ataques de este tipo lleva años en debate, la Asociación Nacional del Rifle de Estados Unidos no puede prohibir que los ciudadanos de ese país accedan a armamento, porque los compradores se amparan en la Segunda Enmienda de su Constitución, que permite a los ciudadanos portar armas para la defensa de sus hogares.
Entonces, todo apunta a que Mateen consideró, no sabemos con cuánta antelación, que la comunidad gay, atentaba contra su hogar (sus creencias, que son lo mismo), y en defensa de esa enmienda probablemente compró su armamento; y asesinó brutalmente a 49 seres humanos que pertenecían a otros hogares, personas queridas por miles, y por las que el mundo quedó absorto, mutilado, paralizado y desprotegido.
Como Mateen, hay cientos de potenciales asesinos que ya tienen su odio definido. Hay odios que no disparan, pero matan sicológicamente, y odios atómicos. La misma enmienda que protege, paradójicamente, es la que mata. Las armas no se disparan solas. No se trata de satanizar la pólvora como medida de protección, ni pensar que esto no volvería a pasar. Las personas se matan todos los días en defensa de alguna de las grandes convenciones, muertes que solo explica la historia.
Si bien es claro que no se va a detener toda la violencia agilizando los procesos de apertura hacia sociedades igualitarias, porque es evidente que van a inventarse más antagonismos, lo lamentable es que seamos tan anacrónicos. Somos tan diversos como el entorno en que vivimos, y vamos a ser aún más diversos, lo hemos demostrado por siglos. No es posible que todavía creamos que hay un contralor que decide quiénes se unen y quiénes no. Uno quiere a otra persona, asume la responsabilidad, ejerce ese derecho y prueba que funcione. La sociedad debe propiciarlo y dar esperanza, porque justo es esa operatividad la que relativiza y disminuye las tensiones.
La industria de la violencia está allí, de la mano de los disparos, del odio a la diferencia, especulando, esperando la oportunidad para facturar, según el nivel del desastre.
El asesinato masivo de Orlando no es para nada lejano, no pasó a kilómetros de distancia de su segurísima casa. Pasó más cerca de usted, ver las fotos de las víctimas es repasar los rostros de nosotros y nuestros amigos. Fue aquí, en el barrio.