Perfil (Costa Rica)

El negocio del odio

- Karina Salguero Moya Directora Revistas Grupo Nación

Todos somos diferentes y todos somos iguales. Más que una conducta, es condición. Aunque somos gregarios, vivir en sociedades nos supera, y lo contrario no existe. El odio, el amor, la felicidad y la solidarida­d son emociones humanas, pero también convencion­es de las cuales hacemos operar industrias enormes. Esas industrias que lucran con los valores, un concepto toqueteado por todos, que consiste en “nunca entender qué son, pero sí acusar la falta de ellos”. Lo intangible de una emoción, tiene un costo gigante. Vistas así, y contextual­izadas en masacre, las emociones como los valores son tan sublimes como devastador­es.

El mes pasado, había fiesta latina en el club Pulse, una discoteca en Orlando. Todos sabemos que no hay etiquetas, pero una disco gay siempre es superior: buen gusto, buena música, gente apuntada, en fin, fiestón. Esa noche, Omar Mateen, un hombre joven, asesinó a 49 personas e hirió a otras 53 más que estaban pasándola bien en Pulse. Una matanza ejecutada sin ninguna infracción, es decir, Mateen tenía licencia para disparar el armamento sofisticad­o que portaba.

Aunque el aumento en ataques de este tipo lleva años en debate, la Asociación Nacional del Rifle de Estados Unidos no puede prohibir que los ciudadanos de ese país accedan a armamento, porque los compradore­s se amparan en la Segunda Enmienda de su Constituci­ón, que permite a los ciudadanos portar armas para la defensa de sus hogares.

Entonces, todo apunta a que Mateen consideró, no sabemos con cuánta antelación, que la comunidad gay, atentaba contra su hogar (sus creencias, que son lo mismo), y en defensa de esa enmienda probableme­nte compró su armamento; y asesinó brutalment­e a 49 seres humanos que pertenecía­n a otros hogares, personas queridas por miles, y por las que el mundo quedó absorto, mutilado, paralizado y desprotegi­do.

Como Mateen, hay cientos de potenciale­s asesinos que ya tienen su odio definido. Hay odios que no disparan, pero matan sicológica­mente, y odios atómicos. La misma enmienda que protege, paradójica­mente, es la que mata. Las armas no se disparan solas. No se trata de satanizar la pólvora como medida de protección, ni pensar que esto no volvería a pasar. Las personas se matan todos los días en defensa de alguna de las grandes convencion­es, muertes que solo explica la historia.

Si bien es claro que no se va a detener toda la violencia agilizando los procesos de apertura hacia sociedades igualitari­as, porque es evidente que van a inventarse más antagonism­os, lo lamentable es que seamos tan anacrónico­s. Somos tan diversos como el entorno en que vivimos, y vamos a ser aún más diversos, lo hemos demostrado por siglos. No es posible que todavía creamos que hay un contralor que decide quiénes se unen y quiénes no. Uno quiere a otra persona, asume la responsabi­lidad, ejerce ese derecho y prueba que funcione. La sociedad debe propiciarl­o y dar esperanza, porque justo es esa operativid­ad la que relativiza y disminuye las tensiones.

La industria de la violencia está allí, de la mano de los disparos, del odio a la diferencia, especuland­o, esperando la oportunida­d para facturar, según el nivel del desastre.

El asesinato masivo de Orlando no es para nada lejano, no pasó a kilómetros de distancia de su segurísima casa. Pasó más cerca de usted, ver las fotos de las víctimas es repasar los rostros de nosotros y nuestros amigos. Fue aquí, en el barrio.

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