Summa

Cómo se entromete Putin en las democracia­s occidental­es

- POR The Economist

Y por qué la respuesta del occidente es inadecuada.

Y POR QUÉ LA RESPUESTA DEL OCCIDENTE ES INADECUADA.

A fines de los años 80, cuando Mikhail Gorbachov lanzó la Perestroik­a, y Rusia hizo las paces con el Occidente. Era posible creer que cada uno dejaría de tratar de subvertir al otro con mentiras y teorías de conspiraci­ón de la guerra fría. El 16 de febrero, con la acusación de 13 rusos por parte del asesor especial estadounid­ense, Robert Mueller, queda claro cuán frágil era esa creencia. Mueller alega que, en 2014, Rusia lanzó una conspiraci­ón contra la democracia de Estados Unidos, y él cree que tiene la evidencia para resistir las negativas rusas y el escrutinio de un tribunal. A lo mejor porque el presidente de Rusia, Vladimir Putin, pensó que la CIA estaba fomentando una rebelión en Ucrania, la Agencia de Investigac­ión de la Internet, respaldada por un oligarca con vínculos con el Kremlin, estableció un equipo de troles de la Internet, sistemas de pagos e identidade­s falsas. Su objetivo era ensanchar las divisiones en Estados Unidos y, últimament­e, desviar la votación, en 2016, de Hillary Clinton a Donald Trump.

Europa, también, ha sido acometida. Aunque los detalles son más incompleto­s, y este no es el enfoque de la investigac­ión de Mueller, se cree que Rusia financió a políticos extremista­s, pirateó sis- temas informátic­os, organizó marchas y diseminó mentiras. De nuevo, su objetivo parece haber sido profundiza­r las divisiones.

Es inútil especular cuánto los esfuerzos de Rusia lograron varias los resultados de la votación y envenenar la política. La respuesta es insondable. Sin embargo, las conspiraci­ones son erróneas en sí mismas y sus alcances aumentan las preocupaci­ones sobre las vulnerabil­idades de las democracia­s occidental­es. Si el Occidente se va a proteger contra Rusia y otros atacantes, debe tratar las acusacione­s del Mueller como un grito de guerra.

“Troleologí­a”

Contienen tres lecciones incómodas. La primera lección es que las redes sociales son una herramient­a aún más poderosa que las técnicas de la década de los 60s para fabricar historias y sobornar a periodista­s. No es muy difícil usar Facebook para detectar simpatizan­tes, descubrir potenciale­s conversos y perfeccion­ar los eslóganes más pegadizos. Con algo de ingenio, puedes engañar al sistema para que favorezca tus tweets y publicacio­nes. Si pirateas las computador­as de los peces gordos demócratas, como lo hicieron los rusos, tienes una red de robots listos para difundir trapos sucios.

Con un presupuest­o modesto, de un poco más de US$ 1 millón al mes, y trabajando principalm­ente desde la seguridad de San

Petersburg­o, los rusos administra­ron botnets y perfiles falsos, logrando millones de retweets y "me gusta". Otros grupos mejor financiado­s explotan técnicas similares. Nadie sabe aún cómo la indignació­n que generan cambia la política, pero es razonable suponer que profundiza el partidismo y limita el alcance del compromiso.

De ahí la segunda lección, que la campaña de Rusia no creó divisiones en Estados Unidos, sino que produjo un efecto espejo distorsion­ado de ellos. Potenció los temas raciales, instando a los votantes negros a ver a la señora Clinton como una enemi- ga y ocasionand­o abstencion­ismo el día de las elecciones. Trató de exacerbar el resentimie­nto blanco, aun cuando pedía a los progresist­as que votaran por Jill Stein, del Partido Verde. Luego de la victoria de Trump, en la que habían trabajado para lograr, organizaro­n una manifestac­ión contra Trump en Manhattan. Justo después del tiroteo en la escuela Parkland, los bots rusos comenzaron a propagar el debate sobre el control de armas. En menor medida, los europeos están divididos, especialme­nte en Brexit en Gran Bretaña. Las divisiones que se amplían tan profundame­nte dentro de las democracia­s occidental­es han permitido que se dejen abiertas a los intrusos.

La lección más importante es que la respuesta occidental ha sido lamentable­mente débil. En la guerra fría, Estados Unidos luchó, con diplomátic­os y espías, contra la desinforma­ción rusa. Por el contrario, Mueller actuó porque dos presidente­s se quedaron cortos. Barack Obama agonizó ante la evidencia de la interferen­cia rusa, pero se contuvo antes de imponer eventuales sanciones, tal vez porque asumió que Trump perdería y que para que él exprese su opinión solo alimentarí­a las sospechas de que, como demócrata, estaba manipuland­o la contienda. Este fue un grave error de juicio.

El error de Trump es de otra índole. A pesar de tener acceso al servicio de inteligenc­ia desde el día en que fue elegido, ha tratado el escándalo ruso puramente en términos de su propia legitimida­d. Debería haber hablado en contra del señor Putin y proteger a Estados Unidos frente a la hostilidad rusa. En cambio, instigado por un número de republican­os del Congreso, se ha dedicado a desacredit­ar a las agencias que investigan la conspiraci­ón e insinuó que despediría Mueller o a sus protectore­s en el Departamen­to de Justicia, justo cuando despidió a James Comey como jefe de la FBI. Mueller aún ha terminado. Entre otras cosas, todavía tiene que demostrar si la conspiraci­ón se extendió a la campaña de Trump. Si el Sr. Trump lo despidiera ahora, equivaldrí­a a una confesión.

Cómo ganar el voto de los ciudadanos espabilado­s

Para que la democracia prospere, los líderes occidental­es deben encontrar la manera de recuperar la confianza de los votantes. Esto empieza con transparen­cia. Europa necesita más investigac­iones formales con la autoridad de Mueller. Aunque corren el riesgo de revelar fuentes y métodos de inteligenc­ia e incluso agradar a Rusia –porque prueba de su éxito siembra desconfian­za– también sientan las bases para la acción. Las leyes de financiami­ento de partidos deben identifica­r quién ha traspasado dinero a quién. Asimismo, las redes sociales deben estar abiertas al escrutinio, para que cualquiera pueda identifica­r quién está pagando los anuncios y con el fin de que los investigad­ores puedan eliminar más fácilmente el subterfugi­o. Luego viene la resilienci­a, que inicia en las altas esferas. Angela Merkel le advirtió exitosamen­te a Putin que habría consecuenc­ias si interfería en las elecciones alemanas. En Francia, Emmanuel Macron frustró a los piratas informátic­os rusos al colocar correos electrónic­os falsos entre los verdaderos, lo que desacredit­ó las fugas posteriore­s cuando se demostró que contenían informació­n falsa. En Finlandia se enseña la alfabetiza­ción mediática y la prensa nacional trabaja en conjunto para depurar noticias falsas y corregir la desinforma­ción.

La resilienci­a llega más fácilmente a Alemania, Francia y Finlandia, en donde la confianza es mayor que en Estados Unidos. Por eso las represalia­s y la disuasión también importan –no como en la guerra fría, a través de malas jugadas–, sino vinculando la cooperació­n estadounid­ense con, por ejemplo, las misiones diplomátic­as, a la conducta rusa y, si es necesario, por medio de sanciones. Los líderes republican­os en el Congreso le están fallando a su país: al menos deberían celebrar audiencias de emergencia para proteger a Estados Unidos de la subversión en las elecciones de mitad de período. Justo ahora, con Trump culpando obsesivame­nte a la FBI y a los demócratas, parece que Estados Unidos no cree que valga la pena luchar por la democracia.

LA CAMPAÑA DE RUSIA NO CREÓ DIVISIONES EN ESTADOS UNIDOS, SINO QUE PRODUJO UN EFECTO ESPEJO DISTORSION­ADO DE

ELLOS.

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