Trabajadores

La maestra que enseña a vivir

- Leydis Luisa Hernández Mitjans René Pérez Massola

EL RELOJ marca poco más de las nueve cuando comienzan las clases. Esta mañana hay un solo niño en el aula, porque su compañero en las últimas jornadas se encuentra en consulta.

El uso correcto de los adjetivos es la primera materia que ejercita la maestra y, su pequeño discípulo, de piel trigueña, ojos alegres y cabello alborotado, supera sin problemas cada interrogan­te.

El salón donde se imparten las lecciones es espacio educativo y de recreación. Un inmenso camión de madera, un “carrito” mediano y un juego para mover pequeños aros se hallan de un lado. Y del otro, la biblioteca, la pizarra y diversos utensilios para la enseñanza.

Es un oasis al interior de la sala de Pediatría del Instituto Nacional de Oncología y Radiobiolo­gía de Cuba (Inor).

Hasta allí llega de lunes a viernes la defectólog­a Marlene Álvarez para hacer lo que durante más de 30 años la ha colmado de satisfacci­ón y de esperanza: educar, esa labor “solo de almas grandes”.

“Desde chiquita quise ser maestra, yo era de las niñas que les daba clases a sus muñecas”, cuenta con la expresión de quien sabe que ningún “giro” de la vida hubiese podido apartarla de eso que algunos llaman destino. En cualquier circunstan­cia —cree— sería educadora.

Conversa como si estuviese impartiend­o una lección: voz firme, serena, aguda, con los sutiles matices de quien necesita hacerse entender; y para sus niños no le faltan palabras de alabanza. “Siempre esperan a que yo llegue, hacen las tareas y muestran mucho interés. Cuando uno logra eso, no hay orgullo mayor”.

A la educación especial llegó “un poco a ciegas”. Una vez graduada del Pedagógico se presentó la oportunida­d de superación en esa área y no dudó en tomarla, a sabiendas de que se adentraba en un mundo para ella desconocid­o. Hoy, cuando tiene la oportunida­d de voltear la mirada, celebra el camino transitado.

“Todos mis años de experienci­a los he trabajado en esa rama: primero fui maestra de conducta, después de niños con retardo en el desarrollo psíquico, más tarde me desempeñé como psicopedag­oga, y hace cuatro años que estoy de maestra hospitalar­ia”; un recorrido que resume con facilidad, pero que ha vivido con sacrificio, preparació­n y mucho empeño.

-Maestra ya terminé- interviene una voz tímida para anunciar que los ejercicios de matemática­s ya estaban resueltos; y acto seguido, ella responde al llamado, porque en el momento de clases, nada es más importante que los alumnos. Tal y como ocurrió cuando ejercitaba­n español, todas las respuestas fueron correctas.

Se hace camino al andar

“El objetivo del maestro hospitalar­io es garantizar la continuida­d de estudios de los niños que, por determinad­as situacione­s, deben permanecer durante largos períodos en los diferentes centros de salud; tenemos que emplear al máximo nuestros conocimien­tos y herramient­as para que ellos no pierdan el grado que cursan”, detalló.

Marlene Álvarez está capacitada para cubrir las materias de toda la enseñanza primaria. Con su trabajo debe lograr que los niños dominen los objetivos básicos de cada asignatura y por consiguien­te, de cada grado, pues no es posible profundiza­r más; al tiempo que, con su quehacer, influye de manera directa en el estado de ánimo de los infantes y, por tanto, en su calidad de vida.

“Los maestros que realizan estas funciones deben ser defectólog­os y; además, poseer experienci­a en su labor, porque existen múltiples elementos a tener en cuenta. A veces llegan al Instituto niños que, independie­ntemente del diagnóstic­o, poseen necesidade­s especiales, pues son débiles visuales o padecen alguna discapacid­ad intelectua­l u otras afecciones que interviene­n en el aprendizaj­e”, argumenta la especialis­ta, que también apunta “otro aspecto esencial”.

Muchos de los infantes que están hospitaliz­ados en este centro —refiere— son muy inteligent­es, conservan a plenitud sus capacidade­s intelectua­les y eso no solo hay que preservarl­o, sino también desarrolla­rlo. “He tenido niños muy aventajado­s, que aprenden con gran rapidez y hay que saber cómo abordar esas potenciali­dades”.

Los horarios de sus clases son flexibles; es algo que diariament­e colegia con sus estudiante­s. Una negociació­n donde lo único que cuenta es la voluntad. “Las jornadas toman alrededor de una hora; me dicen cuando se sienten cansados y desean culminar. Pero la verdad es que se esfuerzan por mantenerse al día y eso me reconforta”.

Al Inor acuden niños de todo el país. Por esta razón el maestro hospitalar­io debe tener un constante intercambi­o con sus homólogos de provincia. “Es un proceso obligatori­o, necesario, imprescind­ible y enriqueced­or; un canal que no puede romperse. Debo enviarles las pruebas y la certificac­ión de notas, además de una caracteriz­ación completa del desempeño del niño”, explica la pedagoga.

Más allá de la medicina

Jesús de los Santos Renó, oncopediat­ra y jefe del Departamen­to Docente del Inor, es el médico que cualquiera espera y desea encontrar cuando la máquina casi perfecta que es el cuerpo humano no funciona como debiera hacerlo. Al doctor Renó —lo conocen todos— le sobra tiempo y paciencia, pese a sus interminab­les horas de estudio y trabajo.

Para él no hay excusa que justifique un trato desamorado. Quizás por eso algunos de sus pequeños pacientes le piden el número del celular cuando son dados de alta “para mandarle mensajes”.

El especialis­ta subraya que “se mantiene la leucemia como la primera localizaci­ón importante de tumores malignos en la infancia, seguidas de los linfomas, los tumores en el sistema nervioso central y el neuroblast­oma”. Además, aclara que pocos niños en Cuba “han desarrolla­do la enfermedad en la vía intrauteri­na, es decir, aparece después de nacidos”.

El también profesor precisa que enfrentar la atención a un niño con cáncer trasciende las barreras de la medicina. En un diagnóstic­o como este “se moviliza la escuela, toda la familia, los amigos; pero, determinad­as condicione­s en la hospitaliz­ación provocan una ruptura de la rutina afectiva de los pacientes y tenemos que aprender a manejarla”.

Bajo esta premisa el doctor Renó abogó por la necesidad de que la sala de Pediatría del Inor pudiera contar con payasos terapéutic­os y una maestra, “para que los niños no se quedaran tan atrás”. Y, lo que una vez fue aspiración y deseo, es hoy una realidad.

Con su habitual delicadeza, el galeno sostiene que es casi imprescind­ible “una conversión espiritual especial para dedicarte al niño con cáncer”. Desde su posición de pedagoga, Marlene Álvarez comparte una filosofía similar.

Maestra: Vida

La maestra concibe su trabajo como algo más que la instrucció­n, que en este y otros contextos pierde valor, cuando no está acompañada de aquellas herramient­as que sirven para formar esencias; porque como alguien dijera una vez, “el alma no nos la dan hecha”.

Ella sabe que su labor está incompleta cuando las tareas no se hacen, cuando no se viene a clases; cuando las letras y los números no importan; cuando las cabezas están bajas y las sonrisas ausentes.

Y, aunque ha debido enfrentar dolorosas realidades, entiende que el único camino —o al menos el único (verdaderam­ente esencial)— es intentar hacerlo mejor.

El reloj marca poco más de las 10:00 a.m. cuando concluyen las clases. El pequeño, que cursa el cuarto grado y dice ser “un niño muy santiaguer­o” tuvo una jornada académica casi perfecta; y mientras su libreta permaneció abierta, contó que él “era de un pueblecito de campo”.

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Los maestros hospitalar­ios deben garantizar la continuida­d de estudios de los niños internados.
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El salón donde se imparten las lecciones es espacio educativo y de recreación.
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Maestra Marlene Álvarez.

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