Últimos días en Bolivia
Han pasado pocos días y el doctor camagüeyano y especialista en Segundo Grado de Neurología, Rigoberto Betancourt Nápoles, no puede apartar de su pensamiento las dos últimas personas que atendió en Bolivia: la señora de 56 años con un infarto cerebral extenso y la niña diagnosticada con un tumor e hidrocefalia.
“Luego de algunos días supe que la señora había fallecido. Ella se habría salvado con una operación, pero la situación empeoraba, no estábamos seguros y era necesario que retornáramos a Cuba. De la pequeña no he sabido nada, y duele”.
Rigoberto, quien también tiene una maestría en Neurociencia, cumplió varias misiones internacionalistas antes de Bolivia. En Venezuela, y luego en Ecuador, la cual no pudo concluir porque según el Gobierno ecuatoriano no hacían falta especialistas.
“Esa fue la primera vez que vi cómo concluían mi trabajo con argumentos ficticios —comenta—. Ya existían problemas con Cuba y justo después de la visita del Secretario de Estado de Estados Unidos a Ecuador comenzó el cierre progresivo de la misión cubana. Yo salí en ese primer corte que hicieron y allá solo quedaron especialidades como Anestesia y Terapia intensiva.
“La misma población no entendía y tampoco nosotros, porque a través del sistema de salud atendimos pacientes de todo el país que tanto lo necesitaban. Luego comprendimos que todo era politiquería”.
Otra misión, días duros
Rigoberto llegó a Bolivia en diciembre del 2018 y lo ubicaron en el departamento el Beni, uno de los nueve en que está dividida esa nación y el segundo más extenso. “Es una ciudad amazónica —cuenta— y su fuente de vida son los ríos. Es linda y con gente buena, pero con muchas desgracias sociales y enfermedades. Casi todo lo que aparece en los libros allí lo vimos.
“Nos pusieron en un hospital de segundo nivel creado por el Gobierno de Evo Morales en la avenida Mamoré. Y fue precisamente allí, mientras trabajábamos, que vimos cómo derrumbaban la estatua de Hugo Chávez. Eso nos alertó y tuvimos que cambiar las maneras de trabajo, pues sabíamos que nadie nos protegería, solo nosotros mismos.
“Eso sí, no dejamos de atender a ningún paciente, acudíamos ante un llamado y en ambulancia, para mayor seguridad. Esa dinámica la mantuvimos hasta que detienen a los médicos. Ahí la jefatura de la brigada nos instó a extremar las medidas: no deambular y hacer guardias en la casa.
“Los pacientes agradecían la atención. Algunos manifestaban que nosotros éramos muy profesionales, muchos llamaban y aún me envían mensajes con palabras de aliento y con deseos de que volvamos. Pero en esos cinco últimos días las tensiones aumentaron y bastantes bolivianos amigos incluso querían que nos fuéramos para que no nos pasara nada.
“La misma policía que días antes nos amparaba ahora nos revisaba, cuestionaba nuestra profesión, ofendía a las mujeres, nos humillaba y en los aeropuertos ponían perros para intimidarnos. Para ellos nuestra misión no era humanitaria. Nos veían como el enemigo”. Rigoberto no quiere volver a vivir esas tensiones, a tener que calmarse para mostrar sosiego ante la familia, o sonreír cuando había miedo para que la madre de un único hijo viera que todo estaba bien. Dos aviones debió tomar para poder llegar al que definitivamente le llevaría a casa en el último de los vuelos que traían a los galenos desde el país suramericano.
Ahora, en casa y con los suyos, cuenta algo de lo que vivió; sufre por los que se quedaron sin su atención médica, pero sabe que hay más personas en el mundo que lo necesitarán.