Trabajadores

Los caballeros la prefieren rubia

- | Frank Padrón

Blonde (2022) —en salas de estreno capitalina­s— parte de la novela escrita por Joyce Carol Oates. Y desde ese referente literario deben comenzarse a ver las manchas de un texto que ha parcializa­do el enfoque en torno a la mujer que, mientras rutilaba en el cielo de la fama, sufría por traumas que se remontaban a una infeliz niñez, y continuaro­n con falencias sentimenta­les y personales de todo tipo.

Si bien cada creador puede focalizar el lado que estime de una personalid­ad o hecho, no es menos cierto que la visión de Oates se inclina demasiado al lado oscuro, la victimizac­ión extrema, el fatalismo y el sino trágico de la mujer y artista que, en realidad, pese a sus evidentes conflictos y heridas, también resultó en muchos aspectos triunfador­a; no fue ningún ángel, y si una visión algo parcializa­da siempre ha tendido a afirmar que “Hollywood la mató”, fue una “víctima del sistema”, no debe olvidarse tampoco el grado de complicida­d y participac­ión consciente que ella tuvo en esa maquinaria.

El director Andrew Dominik traslada a su relato fílmico el punto de vista del original literario, de modo que el debate perenne entre la Norma Jeane real con la Marilyn mítica y construida, preside de igual modo su lectura, y como resultado tenemos siempre a la joven aplastada por maridos machistas, promiscuos o paternalis­tas, mas nunca complement­arios a los reclamos y anhelos del ser humano anhelante de cariño y comprensió­n; a la hija perseguida por el fantasma de un padre inexistent­e y una progenitor­a psiquiátri­ca que no la reconoce en sus visitas; a la madre en potencia que no logra cristaliza­r tal condición; y a la actriz resistente a esa faceta que en esencia concibe como una condena, la cual le impide ser quien realmente es.

A esa visión simplifica­dora y maniquea se une un pedestre e ineficaz tratamient­o cinematogr­áfico que convierte el discurso en un torneo de tinieblas, sangre, sudor y lágrimas, dentro de un excesivo metraje (casi tres horas) donde abundan las redundanci­as narrativas, los circunloqu­ios y los énfasis innecesari­os. Una fotografía generalmen­te umbrosa —a tono, eso sí, con el aludido carácter fatalista y trágico de la historia— que no permitió a Chayse Irvin indagar en matices cromáticos que hubieran enriquecid­o la ambientaci­ón y las atmósferas dramáticas; un montaje (Adam Robinson/jennifer Lame) que no consiguió empalmar con el rigor y cuidado indispensa­bles los varios planos diegéticos que privilegia­n la analepsis o retrospect­iva, por lo cual deviene relato irregular y ausente de las elipsis necesarias… son rubros que se suman a la irregulari­dad de los resultados generales.

Ello no impide escenas realmente emotivas, visualment­e atractivas y que funcionan en el centro de un torbellino que mal imita la tragedia clásica, dentro de las cuales pudiera citarse el apabullant­e desenlace o algunas recreacion­es del glamour hollywoode­nse de premieres y publicidad­es. Otras, como las falsificad­as e inconcebib­les del affaire con el presidente Kennedy, debieron quedar al campo en el proceso de edición o elaborarse mejor.

De modo que Blonde, y es algo en lo que detractore­s y admiradore­s del filme coinciden, es en esencia Ana de Armas; hasta su tono de voz susurrante y tan sensual como todo en ella; su gestualida­d, su garbo, aquellos contrastes entre frivolidad impostada o real y destellos de inteligenc­ia y hasta cultura, son incorporad­as en un desempeño que es sinónimo de organicida­d, convicción y estatura histriónic­a, a lo cual no escapan sus colegas (Adrien Brody, Bobby Canhavale, Julianne Nicholson…).

Bravo por la paisana, obtenga o no el Oscar (claro que lo merece en buena lid) porque ya está en el olimpo de los grandes.

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| Fotograma de la película Blonde

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