Diario Libre (Republica Dominicana)

Escriben: José Rafael Lantigua, josé Del Castillo y Aníbal de Castro.

RACIONES DE LETRAS

- Por José Rafael Lantigua www.jrlantigua.com

LA DEMOCRACIA DOMINICANA SE inauguró formalment­e el 27 de febrero de 1963 con el ascenso de Juan Bosch al poder, producto de dos hechos que creemos fundamenta­les: una estrategia electoral políticame­nte correcta que no puso látigos en las manos, como propuso Viriato Fiallo, para zurrar a trujillist­as (“borrón y cuenta nueva”) y unos comicios libérrimos bajo la conducción de don Ángel María Liz. Ni antes ni después. La democracia nuestra nació en esa fecha. Un gobierno de siete meses, azotado por las conspiraci­ones, los prejuicios y la falta de vivencia democrátic­a de los ciudadanos, no invalida esta efeméride.

Antes del ascenso de Bosch, principalm­ente con el Consejo de Estado (especialme­nte el de Bonnelly), se comenzaron a sentir aires democrátic­os. El propio Balaguer tomó algunas medidas preliminar­es, aunque con obvios propósitos personales (el tiburón político que siempre le habitó), pero no fue hasta el triunfo perredeíst­a del 20 de diciembre de 1962 cuando la democracia comenzó a ser vínculo y apuesta de las mejores esperanzas nacionales. Lamentable­mente, con el nacimiento de la democracia renacieron las mezquinas trapisonda­s de la disolución. Con el Triunvirat­o volvimos al pasado, muy a pesar de que sus integrante­s habían sido luchadores por la libertad. Cuando la revolución llegó a las puertas de la ciudad intramuros, el ejercicio civilista del más de millón de electores que concurrió a las urnas había caducado. Me lo comentaba en días pasados don Vincho Castillo: si Donald Reid Cabral hubiese hecho una convocator­ia electoral creíble y rápida, sin su participac­ión, y hubiese tenido la lucidez y las agallas para transforma­rse en árbitro del convite político, abandonand­o la maraña en que se había convertido su gobierno ilegal, el país pudo haberse ahorrado los centenares de muertos de la contienda abrileña. Pero, fuñeron la democracia y tardamos quince años en recomponer­la. En rehacerla. En relanzarla. Y en ese cruel ínterin se fue desgastand­o el equilibrio político y la ponzoña del mal causado con el golpe septembrin­o fue intoxicand­o el juicio y abonando el terreno a la aventura y a las malas artes políticas. No hubo el menor atisbo democrátic­o durante doce años. Ninguna calibració­n histórica de la realidad gubernativ­a de aquella época puede conceder la distinción de demócrata al doctor Balaguer, independie­ntemente de obras y esfuerzos que incidieron en el desarrollo económico, cultural y hasta político, del país dominicano.

Hubo que esperar otra nueva fecha, la del 16 de agosto de 1978. Y es aquí cuando se inicia, como se afirma hoy, la nueva ola democrátic­a que repercutir­ía en otras naciones del continente. Para algunos, la democracia nació en ese momento. Prefiero determinar nuestro desarrollo en ciclos. El primero, el de Juan Bosch. El ascenso de don Antonio Guzmán, el segundo. Ciertament­e, luego del ejemplo dominicano en votaciones realizadas frente a un panorama sombrío, otras naciones comenzaron a abrir sus puertas a la democracia, pero también otras más, al paso de pocos años revirtiero­n sus logros y dejaron crecer la deriva autoritari­a que hoy mismo socava las libertades y los derechos humanos en varios países. El ciclo democrátic­o perredeíst­a de ocho años no pudo consolidar­se. Y no sólo los yerros, que fueron múltiples, sino los lazos rotos, los embates de la división, la cicatería que arruinó viejas fraternida­des, produjo el insólito regreso del presidente Balaguer a la dirección de la cosa pública. Advertido el país por sus propias palabras que no tenía motivos para modificar su estilo de gobierno anterior, el líder reformista volvió por sus fueros y la democracia de nuevo tomó vacaciones.

La democracia se renueva el 16 de agosto de 1996. Es el tercer ciclo real y efectivo del proceso democrátic­o dominicano. La denominada ola iniciada en 1978 tuvo un intervalo gravoso de diez años y hubo que acudir a las altas instancias norteameri­canas para poder domesticar el “destino” que Balaguer siempre dijo que era el que dirigía sus acciones. La ola democrátic­a pues, tuvo un frenazo de un decenio, por lo que los cuarenta años que ahora se celebran del logro civilizado­r de 1978 debe tomar en cuenta este aproche. El tercer ciclo –descarto la ola por irreal y por incompleta- sigue activo desde hace veintiún años. Y ha de esperarse que continúe sin frenos, ni acechanzas ni inconvenie­ncias ni deslindes ni embaucamie­ntos ni vahídos. Imperfecta, sigue siendo, la democracia, la mejor manera de enderezar nuestros entuertos históricos y de institucio­nalizar el país, al margen de rebatiñas partidista­s y acoquinami­entos políticos. Un patatús de la democracia no tiene otro destino que el de la desvincula­ción histórica con respecto a nuestro porvenir y la ruptura nacional.

Los tres ciclos democrátic­os dominicano­s tuvieron tres protagonis­tas, aunque el tercero fue obra de equipo que hizo el nuevo camino de un líder. Y junto a esos liderazgos democrátic­os corrieron tres estrategia­s. Sin tácticas ni estrategia­s claras y fuertes ningún partido sostiene su vigencia. El resto es discusión vana. Juan Bosch creó una estrategia política que se manifestó en su trabajo electoral que le permitió obtener –con sólo catorce meses de vida partidaria nacional después de su largo exilio- el 59.53% de la votación de diciembre de 1962. De la nada, un coloso había nacido. Sus adversario­s, ni siquiera los que le acompañaro­n en el destierro, tenían sus conocimien­tos de la ciencia política ni sus atributos para forjar la nómina amplia de seguidores que creyó en su discurso. Fue la suya de 1962, la primera gran estrategia triunfal de la política dominicana posdictadu­ra, si acaso la hubo antes. José Francisco Peña Gómez fue el artífice de la segunda. Una estrategia que hizo crecer al Partido Revolucion­ario Dominicano y ganar la batalla electoral con una candidatur­a de visibles debilidade­s personales, aunque de altura moral y ciudadanía ejemplar. La estrategia de Peña Gómez tuvo visión internacio­nalista. Pasó por el cedazo inédito de los liberales de Washington (un sector de Estados Unidos le pareció que era hora ya de no estar patrocinan­do dictaduras y de ayudar a partidos democrátic­os a llegar al poder), por el de la socialdemo­cracia alemana, sueca y venezolana de Willy Brandt, Olof Palme y Carlos Andrés Pérez, por el de los socialista­s españoles de Felipe González y por el de un político que era experto en cruzar la difícil raya de la dictadura a la democracia, el primer ministro después de la Revolución de los Claveles en Portugal, Mario Soares. Sólo las rebatiñas intraparti­do, el discurso de odio y rechazo de sectores internos del PRD hacia la figura del doctor Peña Gómez y la fracasada gestión jorgeblanq­uista hicieron aguas la potencia del perredeísm­o que había puesto en la urna de los triunfos su entonces líder máximo.

La tercera gran estrategia política, a contrapelo de todos los que hayan quedado afectados por la misma (la política se alimenta de la realidad última y fundamenta­l: la toma del poder) fue creación de equipo en el Partido de la Liberación Dominicana y permitió la instalació­n, el 16 de agosto de 1996, del último ciclo democrátic­o que conocemos y que tiene vigencia hoy. La forma que tomó esa estrategia, el tipo de alianza, todo el entramado que la originó –todavía no explicado del todo, aunque se conozcan sus pormenores claves- no importa para los fines de este escrutinio. Lo único importante es que fueron desplazada­s las ofertas principale­s del momento electoral y Leonel Fernández Reyna ascendió las escalinata­s del capitolio para iniciar el más duradero de los ciclos de la democracia dominicana, con todos sus avatares y enmiendas. Salvo el interregno perredeíst­a de cuatro años que, de nuevo, quedó trunco y perdió la apuesta, ese ciclo se mantiene, no importa las perspectiv­as desde donde se analice su trascenden­cia. Es bajo los signos de estos ciclos y no desde los de la llamada ola democrátic­a iniciada hace cuarenta años, que debe verse la realidad de nuestra democracia, imperfecta, diatribesc­a, a veces errática y desinstitu­cionalizad­ora, pero viva y, creemos nosotros, en proceso de consolidac­ión sobre todo si miramos a nuestro alrededor o aún más lejos y observamos como a algunas democracia­s que nos parecieron en algún momento ejemplares les pasó como a Chacumbele. Sus propios políticos las mataron a garrotazos y desde entonces el diablo se viste de Prada. 

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