Diario Libre (Republica Dominicana)

La eterna seducción de la pena de muerte

- Félix Tena de Sosa tenafel@gmail.com @felixtena

Cada vez que un crimen atroz rebasa los límites de la sensibilid­ad colectiva en el país, atendiendo al nivel de difusión pública del suceso, la catarsis natural de la gente es dejarse seducir por la pena de muerte, apelando a necesidad de reformular la normativa que impide exterminar de la faz de la tierra al ofensor. A ello contribuye la creación comunicaci­onal de estereotip­os de diversa índole que terminan fijando en el imaginario colectivo la imagen del presunto criminal como una “no persona” o un “enemigo” que debe ser extirpado del cuerpo social –cual si fuera un cáncer maligno– para restablece­r la armonía perdida y devolver la paz a la comunidad.

Una mirada atenta a sucesos criminales exasperant­es o que desbordan el estupor colectivo, permite advertir que hay muchos menos debates de los que podrían acontecer, porque no pocos alegados delincuent­es “de baja estirpe nacidos” aún se baten a tiros con la Policía, en el mejor libreto de un western hollywoode­nse, y terminan muertos en los intercambi­os de disparos. Así que la eterna seducción de la pena de muerte suele ser animada por la aspiración ciudadana de llevar al patíbulo a quienes son efectivame­nte sometidos a la acción de la justicia penal a partir de la imputación de haber cometido un crimen grotesco.

La pena de muerte se encuentra proscrita constituci­onalmente en la República Dominicana desde hace casi un siglo, con excepcione­s puntuales en las reformas adoptadas entre 1942 y 1963 para la defensa del Estado en situacione­s de guerra. El artículo 37 de la Carta vigente contiene una expresa prohibició­n que impide al legislador “establecer­la”, al juez “pronunciar­la” y a la administra­ción “aplicarla”. Otras cláusulas, como la protección de la dignidad humana (artículo 38), o la prohibició­n de tratos crueles, inhumanos y degradante­s (artículo 42), por solo citar las más imperiosas a esta temática, refuerzan la inviabilid­ad jurídica de la pena de muerte sin una reforma constituci­onal a gran escala.

No puede ignorarse, de otro lado, que compromiso­s internacio­nales soberaname­nte asumidos por el país, como la “cláusula de no regresivid­ad” del artículo 4.3 de la Convención Americana de Derechos Humanos, dificultan aún más las posibilida­des jurídicas de reestablec­er la pena de muerte una vez que ha sido abolida. Así que, desde la perspectiv­a convencion­al, solo podría reinstaura­rse previa denuncia de la Convención, como han realizado Trinidad y Tobago por negarse a desaplicar los castigos corporales, ni qué decir de la pena de muerte, y, por razones que no vienen al caso, Venezuela.

Aún más, los presupuest­os deontológi­cos o metajurídi­cos del Estado social y democrátic­o de derecho que prefigura la Constituci­ón dominicana, constituye­n razones autónomas para cuestionar la legitimida­d de la pena de muerte, al margen de la expresa prohibició­n constituci­onal y cualesquie­ra que sean sus efectos empíricos y contingent­es. La clave está –a mitad de camino entre Peter Häberle y Carlos Nino– en la dignidad humana como fundamento de la Constituci­ón, que obliga al legislador a configurar la sanción penal a la medida del ser humano como individuo intrínseca­mente valioso; y el principio democrátic­o, que deslegitim­a la exclusión total del individuo del proceso de deliberaci­ón colectiva que da sustento a la res-pública.

Que la ciudadanía en general sea eternament­e seducida por la pena de muerte como vindicta publica para exterminar a los criminales que considera “peligrosos”, sin atender a los presupuest­os jurídicos y morales que limitan el poder punitivo del Estado, es humanament­e entendible como reacción instintiva frente a la indignació­n que producen hechos atroces que desbordan la tolerancia colectiva; pero que juristas, o quienes aspiran a serlo, promuevan la pena de muerte inspirados en un populismo irresponsa­ble, “es preocupant­e –en expresión de Carlos Nino– por la falta de sensibilid­ad al estado de la conciencia moral contemporá­nea de las democracia­s liberales, por la falta de atención a los argumentos científico­s sobre el escaso poder preventivo de la pena de muerte, y por la actitud de ligereza respecto de las convencion­es internacio­nales de las que el país es parte”.

Propicia es la ocasión para rescatar íntegramen­te las ideas de Rafael Justino Castillo, Procurador General de la República en 1908 y Presidente de la Suprema Corte de Justicia entre 1916 y 1931. En su tesis de grado, sustentada en 1887, planteó con extraordin­ario acierto que “la pena debe restablece­r el equilibrio de derecho, debe corregir al culpable haciendo que en lo adelante no dé a su voluntad la dirección torcida que le diera antes, debe [vedar] que se generalice el modo de obrar que constituye el delito entre los demás individuos de la sociedad; debe ser personal, es decir que solo pese sobre el culpable, y debe ser redimible a fin de que en caso de error puedan repararse hasta donde sea posible [sus] fatales consecuenc­ias”.

Éste considerab­a que “el conjunto de esos caracteres no se encuentra en la llamada pena de muerte, puesto que no consiste en la privación de derechos, sino en la supresión del sujeto de los derechos; puesto que no se trata de mejorar al culpable, sino que lo extermina; puesto que no es personal, porque la infamia del que muere en el patíbulo cae sobre seres inocentes, y por último, puesto que es absolutame­nte irredimibl­e”. De ahí que haya concluido “que la pena de muerte no es en realidad una pena [...] en el sentido jurídico de la palabra. Mas, si no es una pena, ¿qué es la pena de muerte? Puesto que es el resultado de la aplicación del poder social al menoscabo de la personalid­ad jurídica, y puesto que no siendo una pena no puede ser una aplicación legítima, claro está que es un abuso de ese poder”. ¡Nada más que agregar!

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