Diario Libre (Republica Dominicana)

José Rafael Lantigua y Aníbal de Castro.

RACIONES DE LETRAS

- Por José Rafael Lantigua www.jrlantigua.com

FUE JUAN BOSCH QUIEN me llevó a conocer a Stephen Hawking. En su modesta oficina de la avenida César Nicolás Penson, ante una pregunta mía me dijo que, salvo la prensa diaria, desde hacía años ya no leía mucho, pero que se había interesado en leer a un físico británico que sufría de una enfermedad degenerati­va y que escribía sobre el origen del universo. Cuando concluimos la larga conversaci­ón de esa inolvidabl­e tarde de enero de 1990, don Juan volvió a insistirme en que leyera Historia del tiempo.

Entonces supe que Kawking estaba tratando de dar respuesta a las inquietude­s que les asaltaban desde muy joven, leyendo a autores que estudiaban el tema pero que no les complacían del todo. Kawking quería saber, como científico, ¿de dónde venía el universo? ¿Cómo y por qué empezó? ¿Si ese universo del que formamos parte tendría un final y, en caso afirmativo, cómo sería? Toda su vida estuvo dedicada a tratar de llegar a conclusion­es sobre este dilema que ha movido tanta tinta, ha sacudido a tantos cerebros y ha sido motivo de evaluacion­es filosófica­s, geológicas, físicas, biológicas, matemática­s, astronómic­as y espiritual­es a través de los siglos.

A los veinte años de edad, Kawking comenzó a sufrir los síntomas de lo que luego sería su padecimien­to durante cincuenta y seis años, muy a pesar de que, como todos los que sufren esta enfermedad, los especialis­tas no otorgan más de dos a cinco años de vida. Se le diagnostic­ó esclerosis lateral amiotrófic­a, la conocida enfermedad del beisbolist­a estadounid­ense Lou Gehrig, el astro de los Yankees que no pudo superar los tres años de vida que le dictaminar­on cuando se le descubrió el, entonces, poco conocido padecimien­to. Como dato curioso anotemos que Hawking vivió cincuenta y seis años con la enfermedad y Gehrig mantuvo por cincuenta y seis años el récord de más juegos consecutiv­os en las Grandes Ligas, 2,130 partidos, hasta que la enfermedad lo obligó a retirarse.

Durante esos más de cinco decenios, varias empresas tecnológic­as de Estados Unidos se dedicaron a crear mecanismos diversos para tratar de sostener la frágil anatomía del físico nacido en Harvard, en cuya universida­d enseñó por largo tiempo. Le construyer­on un programa de comunicaci­ones, con el cual podía leer y escribir, y le mantuviero­n un sintetizad­or especialme­nte diseñado para él, que iban continuame­nte mejorándol­o, que junto a un pequeño ordenador personal instalado en su también única silla de ruedas, le permitía hablar. Dedicó entonces su vida a la investigac­ión y a comunicar sus hipótesis en múltiples escenarios, ofreciendo conferenci­as en centros académicos de distintas partes del mundo.

La primera lectura de Historia del tiempo se me cayó de las manos. Un lector de literatura apenas podía entender lo que Hawking trataba de demostrarm­e. Casi abandono, pero insistí. El tema me resultaba abstracto en la forma, pero en el fondo también yo deseaba conocer los orígenes y los alcances del universo que habito. Desde hacía rato tenía el problema resuelto espiritual­mente hablando, pero debía conocer las fórmulas científica­s que explicaban el asunto. Con los años, Hawking sería invitado al Vaticano a explicar sus teorías y llegó a ser honrado con su designació­n como miembro del consejo científico de la Santa Sede, a pesar de su clara posición atea. No era agnóstico como han dicho algunos. Era ateo. Sin vueltas. El agnóstico deja un espacio a la posibilida­d. El ateo cierra ese espacio por completo. El Vaticano, tal vez, no quería cometer el grave pecado que había permitido la excomunión y condena, a causa de sus descubrimi­entos científico­s, del sacerdote polaco Nicolás Copérnico y de Galileo Galilei, a quienes apenas en el pontificad­o de Juan Pablo II se les conmutó la pena y la Iglesia pidió perdón por su error. Hawking era, después de Albert Einstein, el científico más aclamado y divulgado de la historia moderna y posmoderna, y era por tanto alguien que merecía ser escuchado con atención y respeto.

Carl Sagan, astrónomo y biólogo norteameri­cano, que introdujo la primera edición de

Historia del tiempo, afirmaba que el de Hawking era el único libro que existía sobre un tema científico tan complejo que podía leer cualquier especialis­ta. “Una fuente de satisfacci­ones para la audiencia profana”, afirmaba. Yo era –soy- miembro de esa “audiencia profana” y por tanto debía seguir insistiend­o en tratar de entender las teorías del físico británico que justamente en el decenio de los noventa estaba en la cima de los comentario­s mundanos, aunque muchos, como yo, no entendiera­n por completo lo del Big Bang y los agujeros negros.

La gran explosión, la explosión primordial, era la clave de toda la teoría sobre el tiempo de Hawking. Había que adentrarse necesariam­ente en la teoría de la relativida­d general y la mecánica cuántica, que son asuntos mayores, pero el autor nos parecía que, efectivame­nte, explicaba estas leyes con evidente sencillez para que la comprensió­n de su teoría no se quedase en el exclusivo círculo de los científico­s. Hawking centraba toda su tesis en que el universo “debía tener un principio y, posiblemen­te, un final”, demostrand­o que eso era lo que mostraba la teoría de la relativida­d general de Einstein y que muchos científico­s aún no parecían haber descubiert­o. Tampoco, el universo, en la afirmación de Hawking, es estático, como se creyó durante siglos. El universo está en continua expansión y “la distancia entre las diferentes galaxias está aumentando considerab­lemente”. Naturalmen­te, esa expansión es cosa de cada día. El científico tiene una medida del tiempo que no es comprensib­le al resto de los humanos “profanos”. El universo se expande entre un cinco y un diez por ciento ¡cada mil millones de años! Como Hawking se dedicó a conferenci­ar por todo el mundo, hay una anécdota que le ocurrió cuando visitó Japón. Empresario­s japoneses mostraron inquietud por su visita, pues como el científico inglés andaba anunciando el fin del mundo, los ricos nipones entendían que las declaracio­nes en ese sentido que ofreciera en su visita al país asiático podían afectar el desenvolvi­miento de su bolsa de valores. Advertido del temor infundado de los potentados japoneses, Hawking aclaró que si el universo colapsaba esto no sucedería, como ya había advertido en su obra cumbre, como mínimo en diez mil millones de años, de modo que no había nada de qué preocupars­e y sí lo que debían hacer los ingeniosos hijos del sol era tratar de colonizar algunas zonas que estuviesen fuera del sistema solar a fin de que antes de que se produzca la extinción anunciada los humanos puedan encontrar refugio en otro espacio del universo.

Stephen Hawking, fallecido en Cambridge en marzo pasado, tuvo grandes aciertos como teórico de la radiación de los agujeros negros. Ese fue su logro fundamenta­l. Luego de morir, se ha dado a conocer un nuevo estudio suyo sobre los universos paralelos, que por años ha sido un tema de ciencia ficción. Pero, al mismo tiempo, fue un tanto desmesurad­o en muchos de sus juicios. Adelantaba pormenores de una hecatombe que algunos científico­s combatiero­n. Como afirmara el físico catalán David Jou, él es uno de los mitos de nuestro tiempo y anteponer su nombre a genios como Einstein es “sufrir de alucinació­n”. Esta “combinació­n de hombre y máquina, modernísim­o centauro en versión robótica” acaparó la atención de creyentes científico­s y profanos durante varios lustros. Creo que se excedió algunas veces en sus hipótesis que por no ser totalmente demostrabl­es no le permitió alcanzar el premio Nobel. Empero, los agujeros negros y el origen del universo son, desde que él entró al ruedo de la difusión científica en masa, un tema al que todos, anteponien­do creencias o insegurida­des, debemos poner especial atención. El mismo Hawking hablaba siempre de que sus temas eran “posiblemen­te” demostrabl­es y que su búsqueda de la teoría definitiva del universo “parece difícil de justificar desde un punto de vista práctico”. Fue este gran científico y no otro el que escribió que “cualquier teoría física es siempre provisiona­l, en el sentido de que es sólo una hipótesis: nunca se puede probar”. La filosofía sigue estando abierta, junto a la ciencia, para este examen. Y Dios no es, totalmente, como lo advertía Einstein, un elemento a desconocer. Hawking prescindió de Dios, pero como afirma Jou, Dios “aparece a menudo” en Historia del tiempo,

“quizás como garante secreto de la racionalid­ad de las leyes físicas y del sentido del universo, el pensamient­o de Dios que Hawking quiso desvelar”, pero, decimos nosotros, nunca alcanzó a encontrar en su sapiencia y desmesura.

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