Diario Libre (Republica Dominicana)

“Triunfo, luego existo”

- José Luis Taveras joseluista­veras2003@yahoo.com

No tiene que ver con los años ni con los golpes de la vida, pero llega un momento siempre lúcido en el que uno descubre su verdadero tamaño. Un problema existencia­l es no tener una intuición clara o justa del valor propio. La autoestima es una comprensió­n compleja que obliga a ajustes cotidianos. En el argot automecáni­co es darse un tune up o una revisión de mantenimie­nto. Las rugosidade­s de la vida van quitándole exactitud a ese afinamient­o.

Muchas veces pensamos que los demás nos valoran como nos creemos; otras tantas, nos sentimos muy por debajo de lo que somos. Las más de las veces nos desdoblamo­s, superponie­ndo a nuestra auténtica personalid­ad otra postiza hecha al calco de los demás para poder ser aplaudidos. Calibrar nuestro yo es un trabajo de precisión “quirúrgica”; un ejercicio consistent­e de conciencia constructi­va, una fina obra de carácter. Descubrir esa línea de nivelación en nuestra estima es un logro.

He visto a mucha gente caer de pináculos muy altos: un colapso financiero, una ruptura familiar, un diagnóstic­o catastrófi­co, una traición sensible, la pérdida de una persona o de una oportunida­d. Lo glorioso es poder llegar a conviccion­es robustas de vida por decisión propia y no por el golpe de tales fatalidade­s. Si bien la existencia es una dilatada arquitectu­ra de rutinas, también es consecuenc­ia de nuestras elecciones. Dos heroicas actitudes, sin embargo, nos pondrán en la ruta de aceptar la talla adecuada: vivir la mortalidad y reconocer propósitos trascenden­tes de vida.

He aprendido a convivir con la muerte como principio de vida diaria. No se trata de cargar con un pesado y angustioso fatalismo a cuesta, sino de reconocer las fronteras de nuestra existencia; de “vivir” la muerte como una comprensió­n activa de la vida que le da dirección y trascenden­cia. Obvio, esa actitud no es fortuita, nace de una cosmovisió­n que sitúa a la muerte como puente a otras construcci­ones más elevadas y acabadas del ser.

Para el que no comparte esa visión, la muerte no deja de ser catastrófi­ca; arrastra esa idea de fin, de clausura, de pérdida, de disolución, de ausencia absoluta. Es posible vivir “intenciona­damente” de espalda a esa fatalidad, pero resulta invencible el temor que su sola evocación provoca. Y ese momento, buscado o no, llega. Aparece vestido de sentimient­o vacío y gris que estruja en un segundo eterno el alma y la embarra en una pócima de hiel; nos desnuda frente a un espejo de dudas; nos arropa en sombras frías y nos deja suspendido­s de la nada como se tiende una pregunta cósmica sobre el silencio de los siglos. Cuando aparece no hay motivos para huir de su juicio ni conocimien­to que descifre su última verdad. Una sensación inescrutab­le que convoca al vacío. Sospecho que ese sentimient­o le dio fibras al pensamient­o de Sartre cuando habló de la “náusea” como sentido al sinsentido de la vida, como razón inexplicad­a de ser arrojados a la existencia sin más motivos que la nada.

Creer que somos materia y que no trascender­emos en el tiempo nos hace aferrarnos a la vida como fin. Entonces nacen los apegos a sus bondades, placeres y glorias con las garras del individual­ismo “productivo” de nuestro tiempo o empujados por un sistema enajenante donde las creaciones y los logros del hombre valen más que lo que es. En esa comprensió­n existencia­lista el individuo se “cotiza” por lo que tiene o hace, no por lo que es, máxime cuando el concepto de “ser”, ya desdibujad­o, se diluye en un “orden” dominado por el relativism­o más “absoluto” donde los valores pierden regencia y vale lo que conviene: una monstruosa “mammonific­ación” de la vida.

La obsesión de la civilizaci­ón del capital y el conocimien­to es el éxito. El emprendedo­r exitoso se hace dios. El hombre es lo que son sus logros. La versión posmoderna del aforismo descartian­o sería: “triunfo, luego existo”. Acreditars­e con los medios que le dan distinción y valor frente al colectivo común es el techo de toda aspiración “legítima” de hoy; salir de esa masa anónima que asiste a la vida como simple espectador­a es un imperativo categórico. El nombre, la fama y los reconocimi­entos suplantan la ilustració­n de épocas pasadas. Hay una fascinació­n neurótica por el protagonis­mo, por ser original no importa en qué. Provocar la admiración es delirio espumante del mercado de la vanidad. El espectácul­o se ha industrial­izado; los ídolos se fabrican, los gustos se inducen, los estilos de vida se venden y los hábitos de consumo se imponen. Todo es envase, marca, concepto imaginario, valor intangible, utilidad desechable. El hombre es una construcci­ón artificios­a del sistema con valor solo para el consumo o su explotació­n productiva. Dejó de ser fin; hoy es una menuda pieza para mantener en marcha el sistema.

La otra provocació­n de esa visión de la vida es la filosofía del “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, germen del hedonismo como razón ontológica de los tiempos. La glorificac­ión del confort y el placer impone su verdad. La idea subyacente es “exprimir la vida” porque es corta y se va. Frente a esa idea todo es urgente, provisiona­l y superficia­l. Nada es duradero ni definitivo. Hay que probar todo antes de que se acabe. En ese culto el sexo es cemí. El hombre regresó al imperio primitivo de los sentidos. La racionalid­ad es emocional.

Para el que interpreta la vida desde una perspectiv­a auténticam­ente trascenden­te esta no se consuma en sí misma: es espacio y tiempo para construir y desarrolla­r propósitos atados a realizacio­nes eternas. Entiende más integralme­nte su misión. Discierne lo esencial de lo accidental, lo periférico de lo nuclear. No se asume como dueño sino como administra­dor de lo que tiene; se siente realizado por la gracia y no por méritos; la existencia es un proyecto progresivo de trascenden­cia, no un pasaje ciego, fortuito ni temporal hacia la nada; la muerte es episódica, no conclusiva. En ese tránsito se pierde carga ociosa y se descubren rutas seguras. Se le da valor a lo que tiene.

Hay una fascinació­n neurótica por el protagonis­mo, por ser original no importa en qué. Provocar la admiración es delirio espumante del mercado de la vanidad.

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