Diario Libre (Republica Dominicana)
“Triunfo, luego existo”
No tiene que ver con los años ni con los golpes de la vida, pero llega un momento siempre lúcido en el que uno descubre su verdadero tamaño. Un problema existencial es no tener una intuición clara o justa del valor propio. La autoestima es una comprensión compleja que obliga a ajustes cotidianos. En el argot automecánico es darse un tune up o una revisión de mantenimiento. Las rugosidades de la vida van quitándole exactitud a ese afinamiento.
Muchas veces pensamos que los demás nos valoran como nos creemos; otras tantas, nos sentimos muy por debajo de lo que somos. Las más de las veces nos desdoblamos, superponiendo a nuestra auténtica personalidad otra postiza hecha al calco de los demás para poder ser aplaudidos. Calibrar nuestro yo es un trabajo de precisión “quirúrgica”; un ejercicio consistente de conciencia constructiva, una fina obra de carácter. Descubrir esa línea de nivelación en nuestra estima es un logro.
He visto a mucha gente caer de pináculos muy altos: un colapso financiero, una ruptura familiar, un diagnóstico catastrófico, una traición sensible, la pérdida de una persona o de una oportunidad. Lo glorioso es poder llegar a convicciones robustas de vida por decisión propia y no por el golpe de tales fatalidades. Si bien la existencia es una dilatada arquitectura de rutinas, también es consecuencia de nuestras elecciones. Dos heroicas actitudes, sin embargo, nos pondrán en la ruta de aceptar la talla adecuada: vivir la mortalidad y reconocer propósitos trascendentes de vida.
He aprendido a convivir con la muerte como principio de vida diaria. No se trata de cargar con un pesado y angustioso fatalismo a cuesta, sino de reconocer las fronteras de nuestra existencia; de “vivir” la muerte como una comprensión activa de la vida que le da dirección y trascendencia. Obvio, esa actitud no es fortuita, nace de una cosmovisión que sitúa a la muerte como puente a otras construcciones más elevadas y acabadas del ser.
Para el que no comparte esa visión, la muerte no deja de ser catastrófica; arrastra esa idea de fin, de clausura, de pérdida, de disolución, de ausencia absoluta. Es posible vivir “intencionadamente” de espalda a esa fatalidad, pero resulta invencible el temor que su sola evocación provoca. Y ese momento, buscado o no, llega. Aparece vestido de sentimiento vacío y gris que estruja en un segundo eterno el alma y la embarra en una pócima de hiel; nos desnuda frente a un espejo de dudas; nos arropa en sombras frías y nos deja suspendidos de la nada como se tiende una pregunta cósmica sobre el silencio de los siglos. Cuando aparece no hay motivos para huir de su juicio ni conocimiento que descifre su última verdad. Una sensación inescrutable que convoca al vacío. Sospecho que ese sentimiento le dio fibras al pensamiento de Sartre cuando habló de la “náusea” como sentido al sinsentido de la vida, como razón inexplicada de ser arrojados a la existencia sin más motivos que la nada.
Creer que somos materia y que no trascenderemos en el tiempo nos hace aferrarnos a la vida como fin. Entonces nacen los apegos a sus bondades, placeres y glorias con las garras del individualismo “productivo” de nuestro tiempo o empujados por un sistema enajenante donde las creaciones y los logros del hombre valen más que lo que es. En esa comprensión existencialista el individuo se “cotiza” por lo que tiene o hace, no por lo que es, máxime cuando el concepto de “ser”, ya desdibujado, se diluye en un “orden” dominado por el relativismo más “absoluto” donde los valores pierden regencia y vale lo que conviene: una monstruosa “mammonificación” de la vida.
La obsesión de la civilización del capital y el conocimiento es el éxito. El emprendedor exitoso se hace dios. El hombre es lo que son sus logros. La versión posmoderna del aforismo descartiano sería: “triunfo, luego existo”. Acreditarse con los medios que le dan distinción y valor frente al colectivo común es el techo de toda aspiración “legítima” de hoy; salir de esa masa anónima que asiste a la vida como simple espectadora es un imperativo categórico. El nombre, la fama y los reconocimientos suplantan la ilustración de épocas pasadas. Hay una fascinación neurótica por el protagonismo, por ser original no importa en qué. Provocar la admiración es delirio espumante del mercado de la vanidad. El espectáculo se ha industrializado; los ídolos se fabrican, los gustos se inducen, los estilos de vida se venden y los hábitos de consumo se imponen. Todo es envase, marca, concepto imaginario, valor intangible, utilidad desechable. El hombre es una construcción artificiosa del sistema con valor solo para el consumo o su explotación productiva. Dejó de ser fin; hoy es una menuda pieza para mantener en marcha el sistema.
La otra provocación de esa visión de la vida es la filosofía del “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, germen del hedonismo como razón ontológica de los tiempos. La glorificación del confort y el placer impone su verdad. La idea subyacente es “exprimir la vida” porque es corta y se va. Frente a esa idea todo es urgente, provisional y superficial. Nada es duradero ni definitivo. Hay que probar todo antes de que se acabe. En ese culto el sexo es cemí. El hombre regresó al imperio primitivo de los sentidos. La racionalidad es emocional.
Para el que interpreta la vida desde una perspectiva auténticamente trascendente esta no se consuma en sí misma: es espacio y tiempo para construir y desarrollar propósitos atados a realizaciones eternas. Entiende más integralmente su misión. Discierne lo esencial de lo accidental, lo periférico de lo nuclear. No se asume como dueño sino como administrador de lo que tiene; se siente realizado por la gracia y no por méritos; la existencia es un proyecto progresivo de trascendencia, no un pasaje ciego, fortuito ni temporal hacia la nada; la muerte es episódica, no conclusiva. En ese tránsito se pierde carga ociosa y se descubren rutas seguras. Se le da valor a lo que tiene.
Hay una fascinación neurótica por el protagonismo, por ser original no importa en qué. Provocar la admiración es delirio espumante del mercado de la vanidad.