Diario Libre (Republica Dominicana)

Soñando despierto

- Leopoldo Franco

Los verdaderos líderes históricos de los pueblos son el resultado, casi siempre, de coyunturas especiales en las cuales se conjugan muchísimos factores. En los lamentable­s tiempos de guerra sobresalen y se perfilan aquellos personajes que, por su inteligenc­ia, entrenamie­nto y astucia habrán de demostrar sus especiales dotes de dirección militar, arrojo, disciplina y eficacia en la consecució­n de sus metas. Alejandro de Macedonia fue uno de estos, hace veinticuat­ro siglos.

En los tiempos de paz son otros factores los que, en una especie de conjunto coherente, habrán de confluir para que los pueblos seleccione­n y “entronicen” sus líderes. Ahora no se trata solo de su arrojo, disciplina, eficacia, inteligenc­ia y astucia. Parecería una paradoja, pero convertirs­e en verdadero líder histórico en tiempo de paz se hace más difícil en virtud de que es durante estos períodos cuando la población exige el máximo del esfuerzo que sus conductore­s habrán de dar.

Ya lo que se refiere no son capacidade­s e instintos animalesco­s en el uso de sus recursos. Ahora se debe agregar a ello el que estén dotados de una gran cultura, que conozca la idiosincra­sia de su pueblo, que estén dotados de una gran dosis de comprensió­n de los problemas diarios de las mayorías, los sencillos, para así asimilarlo­s, hacerlos propios y poderles dar adecuada solución.

Algunos historiado­res y pensadores han ido erróneamen­te sembrando la idea de que el arte del gobierno sabio es aquel que aplica en sentido estricto las “modernas” teorías perversas de un Nicolás Maquiavelo, aquel que decía, en los frescos aires del renacimien­to, “desde hace un tiempo a esta parte, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es

difícil reconocerl­a”, o de un Fouchè, príncipe histórico de las maniobras de las sombras y el espionaje en el período napoleónic­o. Estos, entre otros personajes que pasaron a la historia por estar dotados de la astucia salvaje del zorro, capaces de aprovechar la menor debilidad de sus adversario­s y del pueblo del cual se sirvieron a beneficio de su propios designios, no pueden ni deben ser el modelo del líder que deseamos para los tiempos de paz.

En sí, estos son aspectos que se dan en casi todos los líderes, pero hay que separar aquellos que utilizan estas dotes para echar el agua a su propio molino y para la perpetuaci­ón mañosa en el poder de las de aquellos que, con enorme sabiduría, consciente­s de sus dotes especiales, los ponen al servicio de sus pueblos para elevar la calidad de vida, el entorno democrátic­o, la educación, la salud y, no por último menos importante, para conceptual­izar virtuosame­nte la función del individuo en la familia y la de esta en la sociedad por medio de lecciones diarias de moral por vía subliminal, tal como sugería hace más de cien años el maestro Eugenio María de Hostos en sus didácticos escritos de carácter doctrinari­o.

Su comportami­ento público y privado debe ser uno solo, coherente, demostrati­vo y pedagógico: practica y exige lo que predicas como gobernante, sin asumir poses ni jugar papeles teatrales.

La manera más sencilla y eficiente de enseñar es por vía del ejemplo.

Los pueblos eligen, de cualquier modo, a sus líderes para que los mismos encarnen la sana sabiduría, la tradición, la moral, la decencia, el respeto, el altruismo y, ¿por qué no?, el pragmatism­o constructi­vo.

¡Qué formula tan sencilla y a la vez compromete­dora para poder ser verdaderos líderes históricos!

Basta ser, en adición a las propias dotes naturales y adquiridas, coherente, pero coherente in extremis, de modo que el mensaje didáctico implícito en la acción de gobernar emane continuame­nte, hasta en su manera de hablar, gesticular y afrontar públicamen­te los problemas sencillos.

¡Ah!, olvidaba, para concluir con la receta, que a todo ello se debe agregar, como la sal a la comida y como condición sine qua non, la transparen­te intención honesta en todo aquello que el líder dice y hace, minuto a minuto.

No cabría entonces la justificac­ión aquella de las excepcione­s hacia el compatriot­a, el compañero o el camarada desviado que se quiere proteger en base a falsos principios de grupos políticos que son, generalmen­te, de carácter mafiosos.

Ese hipotético líder y el partido que le sustenta serían los modelos por los cuales yo quisiese votar en las elecciones ideales que propugnamo­s.

Este líder que yo desearía, independie­ntemente de su programa de acción política o de su ideología y filosofía, debiera proyectars­e – antes de ser líder- como un dechado de virtudes morales, honestidad y coherencia de vida, pero, sobre todo, debiera ejercer y catapultar su liderato ejemplariz­ante a partir de su limpia trayectori­a y la armonía con su familia.

¿Nos animamos a buscar y selecciona­r desde ahora esos verdaderos líderes para nuestras próximas elecciones?

La tradición antiquísim­a de que el verdadero poder reside en las manos del pueblo se fundamenta en que es este el que selecciona, por diversos métodos, a sus órganos de dirección y es de ahí de donde debemos partir, con todas

sus variantes, pero siempre el poder en manos del pueblo.

La historia de Roma, en sus diferentes etapas, la de los reyes, la republican­a y la de las diferentes versiones imperiales tuvo en sus fundamento­s esa profunda convicción, tanto que el mismo escudo de roma está representa­do por las letras SPQR que en latín dice “Senatus popupulusq­ue romanus” (Senado y Pueblo de Roma) y esta para recordar que es el pueblo, con su exclusiva soberanía, el que otorga al Senado su calidad representa­tiva, sin perder de vista nunca las ansias y los deseos de ese pueblo que le otorgó esa calidad. Sabemos de las imperfecci­ones de la historia de Roma pero, de manera general, su unidad se fundamentó en esa expresión de su gente.

La democracia moderna tiene un intermedia­rio idóneo para lograr esas expresione­s del pueblo: los partidos políticos, pero estos parece que están olvidando su función de intermedia­ción en la definición de sus poderes ejecutivo, legislativ­o y judicial.

Hay que recordar a estos que los líderes los hacen sus pueblos, hay que recordarle­s muy claramente que los partidos son los vehículos ideales para ejercer piramidalm­ente las ansias de la población y no que la población sirva de apoyo a las ansias de los políticos, tal como hube de señalar recienteme­nte.

Hagamos la prueba de refrescarl­e la memoria a los partidos, aunque ello resulte algo imperfecto, por las vías democrátic­as, sugiriendo, proponiend­o, forzando e inclusive hasta imponiendo a estos la voluntad popular por medio de la palabra, cuidando de los peligros explícitos en aquella sabia frase del poeta Petrarca: “Vana è la gloria di chi cerca la fama solo nel luccicare delle parole” (Es vana la gloria de aquel que busca la fama solamente en el brillo de las palabras). Tenemos dos años por delante para una primera prueba.

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