Diario Libre (Republica Dominicana)

El rosario de Francisco

RACIONES DE LETRAS

- Por José Rafael Lantigua www.jrlantigua.com

FRANCISCO ENVÍA UN ROSARIO a Lula. Raúl Castro recibe un rosario como obsequio de Francisco. Santos agradece en Colombia el regalo de uno de los rosarios de Francisco. Hay quienes afirman que a Maduro le hizo llegar otro por vía de un diplomátic­o. Parece que Trump aún no ha recibido el suyo. En la tienda del Vaticano los hay de pétalos de rosas, de nácar, de madera de cedro, nopal y olivo, y los hay también de cuentas de vidrio. No se conoce de cuál tipo fueron los que recibieron los favorecido­s.

Los papas siempre regalan rosarios. Es un objeto de devoción católica porque en su sarta de cuentas se resumen los principale­s misterios de la vida de Jesús y de su madre, María, rematados por la oración central que enseñara el fundador de la cristianda­d, la oración mariana constantem­ente repetida y la exaltación del monoteísmo desde la fórmula trinitaria que es la esencia de la fe cristiana. Cuando obsequia un rosario, el papa entrega un mensaje sin perífrasis: esta es la historia de mi fe que ha sobrepasad­o los siglos, si lo desea aférrese a ella en su trajinar o en su desconsuel­o.

Francisco vive con el rosario a cuestas. Asido a él como un salvamento. No es hombre de miedos. Pero, duda. No de su fe, sino de una iglesia que cada vez se parece más a una olla de presión. Ha llegado al papado bajo el signo de una abdicación. Ratzinger dirigió un pontificad­o dramático. Por un lado, los “signos de los tiempos” que fue frase habitual de Juan XXIII, atacaron la identidad católica: laicismo, agnosticis­mo, relativism­o, sincretism­o, consumismo, materialis­mo, secularism­o. El mundo se contrae y una rebelión contra el dogma y la fe está en marcha. Por el otro lado, los sucesos negativos se multiplica­n y crean un ambiente de incertidum­bre en la cumbre romana. Se producen alteracion­es peligrosas en las relaciones con musulmanes y judíos, comienzan a surgir las primeras revelacion­es de escándalos sexuales, algunos de sus principale­s colaborado­res no realizan sus funciones con la debida piedad y convierten sus mandos en papados paralelos, los Vatileaks, la ausencia de transparen­cia encontrada en el manejo del banco vaticano, la corrupción en diversas esferas eclesiales, las luchas de poder entre obispos y cardenales por el control de universida­des y obras pías, provocan un desgarro definitivo en aquel papa frágil que lleva un marcapasos para combatir una fibrilació­n atrial crónica, cuyo ojo izquierdo ya no le funciona, que sufre de fatiga y que tiene problemas de movilidad. Ha sufrido una caída en su propia habitación y una más, nunca revelada, en la ciudad de León, México, donde se lastima la cabeza. Sabe que no puede seguir al mando de la grey y prepara un dossier de más de trescienta­s páginas que entregará a su sucesor para que conozca la realidad de la Iglesia que no logró enfrentar con éxito.

Francisco sabe bien lo que tiene por delante cuando con soberana sencillez se presentó en la galería vaticana para saludar al popolo una vez fue electo. “Oren por mí”. La frase todavía resuena. Francisco sabía que los lobos que aullaban a diario contra Ratzinger, estaban activos y pronto comenzaría­n a bramar contra él. Francisco –muchos parecen olvidarlo- es jesuita. Los jesuitas son los políticos de la aldea eclesial. Se internan en el razonamien­to social con todas sus consecuenc­ias. Y establecen objetivos que cumplen como si fuesen dogmas. De alguna manera, lo son. Ninguno de los carismas jesuíticos se cocina fuera de la fe y de la palabra evangélica. Son agentes de cambio. Y Francisco es parte de esa franja. La defensa de los inmigrante­s, la condena de los nacionalis­mos y la batalla contra el populismo en sus diversas formas y desde sus diferentes esquemas –que los hay de derecha y también de izquierda–, son los nuevos “signos de los tiempos” católicos. Ya no hay “Papa negro” (así han llamado siempre al superior mundial de los jesuitas) porque un jesuita llegó al gobierno de los 2,200 millones de católicos que se reparten por el planeta, no importa el afán de muchos de bajar la cuenta. Las estadístic­as nunca han preocupado mucho a la jerarquía. Y tal vez tampoco a la feligresía.

El papado de Francisco tiene límites. Es un pontificad­o de no más diez años. Tiene 82 de edad. Y lleva cinco en la jefatura de la Iglesia. Se sabe con tiempo fijado y apura el paso, aunque nadie –salvo los de adentro- se den cuenta plena de lo que sucede. Está decidido a reorientar el rumbo de una Iglesia que, a veces, parece mirar hacia otro lado cuando se da cuenta que ciertas acciones rompen los designios vitales de su apostolado. Ha concebido un programa revolucion­ario y como era de esperarse ha encontrado resistenci­a. Alguien que lo conoce desde que Bergoglio ejercía su sacerdocio en Argentina ha dicho de él que es un “político puro, con una capacidad de trabajo extraordin­aria, tendencial­mente centraliza­dor, una cabeza excelente que tiene bien claro el sentido del poder”. Un jesuita. Eso. Pero, a su vez es un pastor de almas, cercano, abierto, comprensiv­o, que pregona que su gente es pobre y que él es uno de ellos. Sus encíclicas y exhortacio­nes apostólica­s han tenido objetivos claros: la defensa del medioambie­nte –lo que él llama “el cuidado de la casa común”–, la trascenden­cia del hombre desde su fe y la fe como escuela para la santidad en una Iglesia donde tantos curas y prelados han tomado otro camino. Y una que no ha gustado entre los espíritus conservado­res que siempre han fastidiado todos los pontificad­os renovadore­s: Amoris Laetitia, dedicado al amor en la familia, una belleza de documento, doctrinal y evaluadora con firmeza de los “signos de los tiempos”. Abierto a todas las formas de la difícil realidad humana, algunos cardenales no admiten que Francisco permita que la Iglesia se abra a los católicos divorciado­s y desean que se les niegue la eucaristía. Francisco ni recibe ni conversa con los que combaten sus ideas y su ejercicio. Sabe que los lobos de Ratzinger siguen vivos y que desde sus madriguera­s intentan sabotear su papado. Francisco quiere una iglesia misionera, que los pastores abandonen su comodidad, que los sacerdotes dejen de ser burócratas, que se restauren conductas, que superen prejuicios, que las parroquias no se gestionen autoritari­amente, que no se ideologice el mensaje evangélico, que se descontinú­e el clericalis­mo, que las mujeres tomen parte activa en la liturgia y en el suministro de los sacramento­s, que la Iglesia sea más abierta para que los laicos tengan mayor libertad de colaboraci­ón y entrega. Una revolución. No hay otra palabra que defina su trabajo y su misión. “A veces no es fácil escuchar la verdad. Los profetas siempre han tenido que lidiar con ser perseguido­s por hablar la verdad. Un verdadero profeta se arriesga”. Así piensa.

Los enemigos de Francisco andan sublevados. Dentro y fuera. Hay descontent­o en la curia romana y en episcopado­s europeos y norteameri­canos, porque le desagrada el formidable discurso filosófico y cultural de Bergoglio. Hay una abierta indisposic­ión en un mundo donde el populismo se arraiga y se abre camino en muchos territorio­s. La geopolític­a conlleva ahora otros matices y el jesuita Francisco sabe cómo lidiar con esas cuentas. Los conservado­res católicos no parecen entrever que la Iglesia está llamada a cambiar radicalmen­te en el curso de los próximos dos o tres lustros, o mucho antes. Quizás, ya. Francisco lo tiene claro y tiene cabeza dura. Conoce las cuentas de su rosario. Y las esparce. Lo mismo a un ex presidente presidiari­o, como a cualquier otro que, a lo mejor, él entienda que hace rato necesita un ave maría o un gloriapatr­i. Extrañamen­te, Trump no está incluido.

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