Diario Libre (Republica Dominicana)

Escriben: José Rafael Lantigua y José del Castillo

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EL GRINGO TORRES INGRESÓ majestuoso al recién inaugurado Estado Olímpico. Nunca antes, ni después, vi a un hombre correr con tanta elegancia. Lo vimos y comentamos todos los que desde uno de los palcos observábam­os la ceremonia. Iba rumbo hacia el pebetero mientras treinta mil personas, en silencio y conteniend­o la emoción, veían llegar ese momento inolvidabl­e. Alberto Torres de la Mota era un inmortal. Esa tarde de febrero de 1974 alcanzaría la gloria eterna.

Cuando, al fin, El Gringo encendió la antorcha votiva de los Doce Juegos, yo vi muchos ojos llorosos en mi alrededor. Pocos, tal vez, pudieron contener las lágrimas. Confieso haber visto a uno de los más combativos enemigos del gobierno de turno, que estaba sentado en las gradas, justo debajo del palco donde me encontraba, bajar la cabeza para que no vieran sus ojos aguados. Diez años antes, Torres de la Mota – para entonces el atleta más querido del país, un caballero en toda la extensión del término con quien tuve el honor de compartir en varias ocasiones- había portado por primera vez la bandera nacional en unos juegos olímpicos, celebrados en 1964 en Tokio. Era una leyenda. Sólo El Gringo Torres y Wiche García Saleta, el padre del olimpismo nacional, representa­ron al país en esos juegos. No hubo un solo atleta más. La bandera que portó El Gringo entonces debiera ser hoy una reliquia olímpica.

El patriotism­o tiene distintas fases y distintas avenidas. Y la bandera es su presea, su antorcha. Si a la bandera se le agrega el canto a la patria, los nervios se agitan y las conciencia­s perciben la llegada de una inusual carga de efluvios indescifra­bles de identidad. A algunos les resulta difícil descifrar este código. No entiendo el por qué. America

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