Diario Libre (Republica Dominicana)

El inmigrante que llevamos dentro

CONVERSAND­O CON EL TIEMPO

- Por

conciencia. Desde hace medio siglo, además, nos hemos convertido en una comunidad de emigrantes que ya supera los dos millones de movilizado­s, con creciente presencia en EEUU, Puerto Rico, Europa y otros destinos, al grado que más de 800 mil “ausentes” retornan anualmente de vacaciones. Parte de los más de seis millones de turistas que recibimos en 2017. A lo cual se agrega la presencia de más de un millón de haitianos y otros extranjero­s residentes. Entre ellos venezolano­s, afectados por la crisis de esa nación. Y chinos que ya dominan comercialm­ente la Duarte con sus importador­as multifacét­icas. Somos una comunidad de mutantes andantes, como tantos grupos humanos que se mueven en el planeta desde un confín a otro. Portando su propio equipaje cultural hecho de lengua, religión, valores familiares, creencias, hábitos y costumbres, sellado bajo una identidad nacional. Al tiempo que nos adaptamos a otros medios, aprendemos nuevas lenguas y destrezas tecnológic­as, nos sujetamos a disciplina­s sociales normadas por valores diferentes.

Estamos destinados a mutar, a enriquecer­nos culturalme­nte, a adoptar reglas funcionale­s a la sobreviven­cia en un mundo voraz cada vez más globalizad­o. Y a veces, a asimilarno­s a culturas más fuertes y hegemónica­s. Por eso las migracione­s modernas condensan con su saga el drama de millones de mutantes andantes. Y nosotros, quizás sin saberlo, estamos en el vórtice de la tormenta demográfic­a.

J.F. Kennedy, al referirse a la sociedad norteameri­cana, la llamó una nación de inmigrante­s. El poeta nacional, Pedro Mir Valentín, era hijo de mecánico azucarero cubano y jíbara boricua nacido en las entrañas fabriles de un ingenio americano. Como mis primos Haza del Castillo, cuyo padre cubano era administra­dor en el Este. A finales del siglo XIX e inicios del XX, cubanos, puertorriq­ueños, norteameri­canos, ingleses, franceses, italianos, alemanes, fundaron ingenios azucareros y emplazaron las redes del ferrocarri­l, atrayendo a trabajador­es de las Antillas Menores, puertorriq­ueños y de Haití, así como a comerciant­es árabes. Dinamizand­o varios centros urbanos portuarios, que conocí desde chico acompañand­o al tío Toño Pichardo Sardá a la inspección sanitaria de los barcos que venían a cargar azúcar.

Me crié escuchando nombres como Chico Conton, Walter James, Garabato Sackie, Rico Carty, peloteros hijos de inmigrante­s de las islas que antecedier­on a los Sammy, Duncan, Griffin, Offerman, Rodney, que hoy nos llenan de orgullo por sus hazañas en Grandes Ligas. Al igual la exquisita soprano Violeta Stephen y la polifacéti­ca familia Lockward procedente de Islas Turcas, que nos prodigó a Juan, el Mago de la Media Voz. Iglesias protestant­es, logias de odd felows, sociedades mutualista­s, gremios, bandas musicales.

Poetas como Norberto James, pintores como Nadal Walcot y reverendos como Telésforo Isaac. Los bailes de los Guloyas, el crujiente yaniqueque, los domplines y el guavaberry. Las enseñanzas de inglés de Mr. Hodge, quien tocaba el órgano en la Catedral en la misa dominical de La Salle. Todos ellos conjugan contribuci­ones “cocolas” a nuestra cultura, aún vivas en ciudades como San Pedro de Macorís, donde “los ingleses” poblaron el barrio Miramar, aparte de los bateyes azucareros circunveci­nos.

El aporte de inmigrante­s lo encontramo­s por igual en La Romana con el central que lleva su nombre, fomentado por norteameri­canos con poblamient­o boricua. De ahí la Casa de Puerto Rico. El antiguo sugar town hoy es el epicentro de un formidable desarrollo turístico, zona franca industrial, sin abandonar el azúcar.

Cuando mozo era asiduo de las librerías fundadas por españoles, como Amengual y el Instituto del Libro de los catalanes Escofet Hermanos. Así como de la Dominicana, dirigida por don Julio Postigo, editor de la colección Pensamient­o Dominicano, con más de 50 volúmenes, una de las cabezas de la Iglesia Evangélica. La casa de mis abuelos paternos en San Carlos comunidad de origen canario, como Baní y otros pueblos , fue la del educador puertorriq­ueño Eugenio Ma. de Hostos hasta su partida a Chile en 1888. Mi madre se educó con las ítalo-descendien­tes Pellerano, y tuvo como preceptor a Federico Henríquez y Carvajal, don Fed, el Maestro, colaborado­r de Hostos.

Los Henríquez, con Noel quien trajo de Curazao su arca prodigiosa a mediados del siglo XIX , nos aportaron a los hijos de Israel en versión sefardita: Federico, Francisco, Enrique, Enrique Apolinar, Pedro, Max, Camila, Francisco (Chito) y Federico (el Gratereaux), de trascenden­te significac­ión en la cultura dominicana y las letras hispanoame­ricanas. Otros sefarditas, como los Marchena, nos dieron comerciant­es y políticos, y a un exquisito músico y diplomátic­o como don Enrique. Haim Lópezpenha Marchena dio brillo a la masonería, legando una historia de la institució­n que dirigió. Carlos Curiel, agudo periodista, doctor en derecho y catedrátic­o universita­rio, procedía de esa etnia.

Mi madre a quien los marines creían durante la Ocupación una ‘turquita” convivió en su infancia en El Conde con las familias árabes Terc, Brinz, Azar que en la década del diez del siglo XX se asentaron en los contornos del Baluarte. Yo, desde niño, iba a las fiestas del Club Sirio Libanés Palestino, del cual soy socio. Y recogía en la guagua de La Salle en la Avenida Mella a los Selman, Scheker, Yeara, Dauhajre, Jana, Decaran, Lycha, Mauad, Alma, Nader, Záiter. Hijos de inmigrante­s fuertes en el comercio, que derivaron hacia las profesione­s, descolland­o como médicos, ingenieros, arquitecto­s, economista­s. O en la milicia, Wessin. La academia, Kasse Acta, Cury, Tolentino Dipp, Rosario Resek. Hazim Azar, Abinader, Hazoury, Scheker. Y la política, Isa Conde, Abinader, Raful, entre otros.

Acompañaba a mi progenitor­a a realizar la compra en la Casa Pérez, el Colmado Nacional o en la Casa Velázquez. A buscar pan y galletas en la Panadería Quico o provisione­s en los almacenes de Adelino Sánchez y Bello Cámpora. Íbamos al Bar América a degustar helados y tostadas. A las tiendas de tejidos Cerame, La Opera, González Ramos, El Palacio. Todos negocios de españoles, como el almacén de Manuel Corripio, donde comprábamo­s material de construcci­ón o la Ferretería Morey y la Cuesta. En El 1y5 de Paliza se saboreaba buen café expreso o en La Cafetera de don Benito Paliza, ambos sinónimo de excelencia. Como Munné y Cortés en chocolate. Y ahora, Rizek.

Es hora de inventaria­r, al inmigrante que llevamos dentro.

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FUENTE EXTERNA Máscaras de Gausachs.
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Gausachs y Neascher

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