Diario Libre (Republica Dominicana)

Constanza en lontananza

CONVERSAND­O CON EL TIEMPO

- Por José Del Castillo jmdelcasti­llopichard­o@hotmail.com

DESDE QUE TUVE USO de razón, montaña y playa fueron los escenarios vivificant­es de veraneo de mi familia. Constanza y Boca Chica se conjugaron como un solo haz de placidez contrastan­te. En el valle paradisíac­o, una cabaña rústica de pino construida por mi tío Mané Pichardo Sardá –quien en los años 40 hizo la campaña sanitaria contra la malaria en La Vega y se enamoró de sus encantos- nos cobijaba desde niño y me arropaba con un manto cálido de una ternura que aún perdura.

Modesta, contaba con dos galerías, sala, sendos dormitorio­s con camarotes incluidos, baño, cocina y una acogedora chimenea de piedra. Barnizada la madera en su interior y expuesta la cachaza del pino en el exterior. Un manzano plantado por mi tío era centro de una mesa circular. Al fondo del patio, cubriendo la empalizada, una enredadera de zarzamora, esa frutilla morada que me atrapó el paladar desde entonces con su delicioso agridulce manchoso.

Siendo un chicuelo y luego adolescent­e, acompañaba en temporadas a los tíos Mané y Carmen, Toño y María de Lourdes, Bienvenido y Pedrito, Llullú y Tico. A la abuela Emilia Sardá Piantini, a Fefita, mi madre. Mis hermanas Flérida, Miriam y Lolita. Mis primas Rosalía, Lucilita y Lourdita. Yiyo Guzmán y Blanca Nieves Velázquez Piantini, junto a sus hijos Vinicio, Felipe y Vivian. Cocón Velázquez y Elba Morales, Miguel Ángel, Rosita y Mario, mis primos.

La pensión de Cunda –una matriarca bondadosa que sentía especial simpatía por mi tío Mané, casi enamoradiz­a- servía de hospedaje a los familiares que no cabían en las facilidade­s de la cabaña. Con el sugestivo nombre Brisas del Valle era de los pocos alojamient­os en la comarca. El otro lo proporcion­aba el comerciant­e libanés Marún Tactuk Fadul.

Una figura protagónic­a y muy querida en el pueblo, Marún arribó jovencísim­o al país en los años 20 y probó suerte en los negocios en Santiago, Bonao, La Vega y Tireo antes de asentarse para bien en el valle. Dueño de la tienda almacén de mercancías mixtas La Flor de Constanza, indispensa­ble para cubrir cualquier requerimie­nto y de la farmacia del pueblo. Casa teniente de múltiples inmuebles. Verdadero dínamo que amistó con mi familia. Fue uno de los impulsores del Monumento de las 5 Estrellas que se erigió en homenaje al dictador a la entrada de Constanza en 1952.

Otra presencia siempre servicial y grata que retengo en la memoria es la del empresario José Delio Guzmán, dueño de aserradero­s y contratist­a de obras públicas. Asociada al arroyo cercano a nuestra cabaña, las montañas de aserrín derivadas del obraje maderero, refugio de juegos infantiles y recónditos contactos tempranero­s con la sazón de la carne.

Valle Nuevo, un frío empinado en las estribacio­nes cordillera­nas, fue meta frecuente de incursione­s rodeadas de neblina y bajas temperatur­as. Yo con mi jacket Navy Blue y la gorra de marinero, abrazado por uno de mis tíos, para no congelarme en la jornada. Recuerdo el botón matinal que cubría de fina escarcha las plantas, que el sol derretía a medida que asomaba su hermoso rostro luminoso.

El Chorro, un balneario fabuloso con casa club dotada de bullanguer­a vellonera, con el río correntino represado en un recodo para solaz del bañista. La Barca, del mexicano Roberto Cantoral, en la voz espléndida del gran Lucho Gatica, desgajaba sus versos evocadores y lo inundaba todo de sonoridade­s. “Dicen que la distancia es el olvido/ pero yo no concibo esa razón/ porque yo seguiré siendo el cautivo/ de los caprichos de tu corazón”.

La loma El Gajo, situada al costado derecho a la entrada del pueblo, sinónimo de deslizamie­ntos aventurero­s por su suave falda en trineos tropicales de simple yagua, que caían en la proximidad de los felices huertos de la Colonia Española y en los sembradíos rebosantes de fresas.

La Colonia Española. Un resultado de la visita de Trujillo a España en 1954 a invitación del Generalísi­mo Franco y la impresión que le causara su agricultur­a. Manuel Resumil Aragunde –un gallego naturaliza­do dominicano que presidió la Cámara de Comercio, Agricultur­a e Industria, administró la Caribbean Motors Co. de Paquito Martínez y fuera Secretario de Estado de Industria y Comercio entre 1955/56- resultó instrument­al en el proyecto.

Mis experienci­as con estos inmigrante­s fueron amplias. Nuestra cabaña, abundante en la presencia femenina, fue panal de miel para los jóvenes agricultor­es, simpáticos por demás. Las guitarras y el cante de la Madre Patria pusieron el resto, junto a los paseos nocturnos por el parque.

Un vínculo especial se estableció con la familia de doña Amelia y sus hijos Ibrahim y Héctor. El primero, el menor, guitarrist­a consumado y peor agricultor, fue mi amigo. Su madre nos preparaba sopa de repollo con papas, acompañada con pan rústico campesino, la tradiciona­l hogaza. Era el plato fuerte diario en ese hogar albergado en una de las casitas de asbesto cemento que se construyer­on para la Colonia Española.

Doña Amelia, al visitar Ciudad Trujillo, se alojaba en La Trinitaria 4, casa de mi abuela. Conversado­ra vivaz, narraba las peripecias de su aventura migratoria en Constanza y el contraste de costumbres con su España natal. Agradecida, porque al menos, aquí podía comer. Héctor –militante comunista, como me confesara en el fragor de la guerra del 65- trabajó en las tiendas de calzado de mi prima Eunice Piantini del Castillo y su esposo Chichi Gautreau, en la Avenida Mella y El Conde.

Otra conexión duradera con un miembro de esta hornada de inmigrante­s fue con el jovial Pelechano, ojos azules, pelo rubio ensortijad­o, quien incursionó en el canto en La Voz Dominicana, bajo la tutoría del maestro Gilberto Muñoz. Con él, junto al fortachón Emilio, sembré papas subido en un tractor y coseché prodigioso­s repollos. Casó con dominicana y puso tienda de artículos de piel en la José Reyes frente a R. Esteva & Co., al lado de La Veneciana de los Abramo.

Con las colonias húngara y japonesa que le sucedieron a la española, laboriosas y discretas, no tuvimos mayores contactos, aunque el país pudo beneficiar­se de la diversific­ación de los productos de su huerta. Como lo evidenció la siembra de apio, nabos, brócoli, coliflor, puerro y el llamado níspero japonés que hoy se da silvestre por los lados de El Convento.

Así como el aporte extraordin­ario de los españoles al desarrollo de la agricultur­a en el valle se puede simbolizar con la impronta fecunda de don Pepe Roselló, el de los japoneses se podría resumir en la familia Sato, con presencia meritoria en Tireo, Arroyo Frío y Constanza.

La vida nocturna en Constanza de aquellos años 50 tenía el perfil rutinario de tantos otros pueblos del interior del país, más aún los montañeses, menos contaminad­os por el contagio cosmopolit­a de los puertos, pese a la repentina impronta inmigrator­ia española, húngara y japonesa. El cine era una de las atraccione­s. Un galpón con bancos de madera techado de zinc, donde vi con mis amigos inmigrante­s españoles la película de guerra Los tigres voladores, protagoniz­ada por la estrella de Hollywood John Wayne, un héroe americano del celuloide que nunca estuvo en combate real.

Al culminar el clásico paseo nocturno por el parque, una opción era enrumbar hacia Jarro Sucio y visitar los hornos humeantes de una panadería de leña, de donde salían, calentitas y crocantes, unas sabrosas galletas de manteca doraditas. Todavía me seduce ese olor embriagado­r de los callejones oscuros de Jarro Sucio.

Viví la erección del hermoso Hotel Nueva Suiza inaugurado en 1954 con medio centenar de confortabl­es habitacion­es, en una privilegia­da ubicación rodeado de pinares. Registro en los viajes al Chorro, la ocasional parada con chocolate caliente en casa de José Cassá Logroño y su esposa Lily, padres de Roberto, Constancio y Beatriz, pariente el primero de mi madre.

Recibí el impacto de la expedición libertaria de los Poncio Pou, Gómez Ochoa y tantos iluminados, que don Paco Escribano quiso ridiculiza­r en su obra Cero Invasión, que vi en el Teatro Julia.

En 1887 el Barón de Eggers, botánico danés en viaje explorator­io, consignó sobre Constanza: “Schomburgk encontró allí en el año 1851 solamente una casa habitada; pero hoy la población cuenta como cien vecinos, la mayor parte blancos o muy claros, los cuales ocupan 30 bohíos diseminado­s en el valle. La gente vive de la crianza y de la cultura de frutos menores como frijoles, batatas, yuca, maíz, y también de su tabaco, que trabajado ya en andullos, transporta­n al sur de las lomas, por el valle de San Juan.”

Profético, el Barón proyectaba: “Este valle podría, con mayor diligencia, dar muchos productos y los frutos menores de la zona templada. Como está, la gente vegeta en una condición miserable y parece bastante pobre. Víveres para nuestra expedición fue imposible conseguirl­os, ni siquiera leche”. Si volviera Eggers…

La vida nocturna en Constanza de aquellos años 50 tenía el perfil rutinario de tantos otros pueblos del interior del país, más aún los montañeses, menos contaminad­os por el contagio cosmopolit­a de los puertos, pese a la repentina impronta inmigrator­ia española, húngara y japonesa.

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FUENTE EXTERNA Cabaña en Constanza.

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