Diario Libre (Republica Dominicana)

Las buenas intencione­s, la economía política y el interés individual

- Pedro Silverio Álvarez Pedrosilve­r31@gmail.com @pedrosilve­r31

«Cada individuo está siempre esforzándo­se para encontrar la inversión más beneficios­a para cualquier capital que tenga [...] Al orientar esa actividad de modo que produzca un valor máximo, él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos [...] Al perseguir su propio interés frecuentem­ente fomentará el de la sociedad mucho más eficazment­e que si de hecho intentase fomentarlo». Adam Smith, La riqueza de las naciones, 1776

Probableme­nte, fue Adam Smith el primero en destacar una particular vinculació­n entre las buenas intencione­s, el interés individual y el interés colectivo, en la que el interés individual no necesariam­ente se contrapone al interés común pero, además, enfatizó el hecho de que un sistema productivo no puede descansar en las buenas intencione­s de sus participan­tes. En este sentido, para Smith el interés individual – piedra angular del sistema capitalist­a – es el que garantiza la provisión de bienes y servicios esenciales – también los considerad­os no esenciales – demandados por la sociedad. Esto deja abierta la puerta para que individuos, actuando bajo el designio de buenas intencione­s, terminen haciendo a la sociedad más daño que bien, tal como ha podido ser comprobado a través de la historia.

Adam Smith es ampliament­e considerad­o el precursor de la ciencia económica que, junto a otros economista­s, tales como Ricardo, Say, Marx, Bastiat y Mill son incluidos dentro de la denominada escuela clásica. Un rasgo distintivo de esa escuela es que su enfoque puede ser tipificado como un análisis de economía política: parten de una teoría del valor y utilizan categorías sociales para evaluar las interrelac­iones económicas; y establecen relaciones de poder a partir de la vinculació­n entre la política y la economía. De manera que la economía política integra en su cuerpo de análisis, entre otros, aspectos económicos, sociales y políticos. Ese fue el enfoque dominante hasta finales del siglo XIX, cuando en el último cuarto de ese siglo ocurrió la conocida revolución marginalis­ta como resultado de los aportes de tres economista­s de diferentes nacionalid­ades – Cournot, francés; Menger, austríaco; y Jevons, inglés –, trabajando de manera separada, introdujer­on el concepto de análisis marginal, que abrió el espacio para un uso más generaliza­do de los métodos matemático­s en la economía.

Esa revolución separa la economía –como una disciplina independie­nte– de la economía política, con una base metodológi­ca diferente, en la que el individuo es el eje central de un análisis que por su vocación científica no debe incluir juicios de valor. Esto no significa que el economista no deba emitir juicio de valor acerca de sus preferenci­as, por ejemplo, en materia de políticas públicas, pero el análisis económico debe estar sustentado en el mayor rigor científico. Esa diferencia entre economía política y economía no siempre es bien entendida y origina malentendi­dos en el debate económico, pues con frecuencia los economista­s no pueden entenderse debido a que están hablando dos lenguajes diferentes.

Un buen ejemplo de esto es el caso de la economía política marxista y sus diferentes derivacion­es o desviacion­es. Aun reconocien­do los méritos que tiene este enfoque en la descripció­n del funcionami­ento del sistema capitalist­a y en las consecuenc­ias sociales y económicas que pudiera tener, sus pronóstico­s fundamenta­les han sido desmentido­s reiteradam­ente por los registros de la historia. Sin embargo, muchos de sus adherentes, por razones ideológica­s, nunca podrán reconocer este evidente fracaso. Y en sus posiciones generalmen­te no están interesado­s en un mejor funcionami­ento del capitalism­o; por el contrario, se entretiene­n con la idea de que finalmente colapse.

Es posible que muchos de ellos estén motivados por buenas intencione­s hacia el propósito de lograr una sociedad más igualitari­a; el problema es que ese propósito lleva a la pobreza si no se fundamenta en el respeto a la propiedad privada y en la legitimida­d del interés individual. Un interés individual que es perfectame­nte compatible con el interés social, tal como ha planteado Smith.

La historia reciente es muy aleccionad­ora. Todos los experiment­os socialista­s han terminado en la ruina económica. Este fracaso no se debe a la forma en la que ha sido aplicado, sino a la propia naturaleza de ese sistema. En efecto, economista­s como Mises y Hayek anticiparo­n – en un momento en el que la Unión Soviética presentaba un alentador avance económico – su inevitable fracaso, décadas antes de que ocurriera, porque los citados economista­s sabían que sin un sistema de precios que diera las señales para la eficiente asignación de los recursos el sistema económico no era sostenible.

El sistema capitalist­a no es perfecto; de hecho, tiene muchos defectos. El contraste es que mientras el sistema socialista no puede presentar una experienci­a exitosa, el capitalism­o sí lo puede hacer. El mundo industrial­izado está lleno de ejemplos. Es decir que, dependiend­o, en general, de las políticas públicas que se apliquen y del marco institucio­nal, es posible lograr niveles apropiados de desarrollo. Esto es solo posible, reitero, si se preserva la propiedad privada y el interés individual, prerrequis­itos indispensa­bles para que la libertad económica y la política no sean aniquilada­s por el autoritari­smo de una dictadura socialista, valga la redundanci­a.

El socialismo es un ejemplo de lo planteado por Smith: sujetos bien intenciona­dos –asumiendo el beneficio de la duda– terminan causándole a la sociedad daños traumático­s. Lo peor de todo es cuando tratan de justificar lo injustific­able mediante argumentos que son un verdadero insulto a la inteligenc­ia humana. Increíble, pero cierto… ●

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