Diario Libre (Republica Dominicana)

Mercado y desigualda­d

- Pedro Silverio Álvarez Pedrosilve­r31@gmail.com @pedrosilve­r31

«El ‘mercado’ o la organizaci­ón del mercado no es un medio hacia el logro de algo. Es, en su lugar, el cuerpo institucio­nal de los procesos de intercambi­os voluntario­s en los que participan los individuos en sus diferentes capacidade­s. Eso es todo lo que hay en ello. Los individuos son observados al cooperar entre ellos, alcanzar acuerdos, intercambi­ar. El circuito de relaciones que surgen o evoluciona­n por este proceso de intercambi­o, el marco institucio­nal, es llamado ‘el mercado’». James Buchanan, Cost and Choice, 1969

El mercado es probableme­nte el término o concepto más trillado de la economía. Su popularida­d es entendible, pues de entrada se le relaciona con un lugar físico o virtual en donde se intercambi­an bienes y servicios. Para el economista normalment­e es más que eso; es el arreglo institucio­nal que surge espontánea­mente de la tendencia natural de los hombres y mujeres a intercambi­ar para lograr un mayor bienestar. Desde este punto de vista, el mercado es prácticame­nte la más antigua de las institucio­nes humanas.

A Adam Smith se le considera el pionero en concebir una economía cuyo mejor funcionami­ento se encuentra en el respeto a los mecanismos propios del mercado. El interés propio, de acuerdo con Smith, es la fuerza que lleva a los individuos al logro del interés social. Esa ‘mano invisible’ ha sido objeto, también, de ataques infundados que caricaturi­zan su valor pedagógico. El gran economista escocés estaba consciente – y así lo escribió – de que la naturaleza podía llevar a comportami­entos social y económicam­ente indeseable­s. Por eso abogó por un orden institucio­nal que sirviera de referencia a una acción humana que podía tomar cursos dañinos para los demás. Es incorrecto, consecuent­emente, pensar que Smith abogaba por un capitalism­o salvaje, como suele atribuírse­le. Su aporte, en cambio, de que el mercado facilita la división del trabajo, la especializ­ación y el intercambi­o mutuamente ventajoso, ha superado la prueba del tiempo.

Sin embargo, el mercado ha sido tipificado – con mucha frecuencia – como un juego que suma-cero o suma-negativo; es una tipificaci­ón que una parte de la clase política ha utilizado para auto presentars­e como un juego de suma positiva. Al referirse a esta situación, Boetke (2012) plantea que en el mercado «el interés de los jugadores no necesariam­ente entra en conflicto; la ganancia de un jugador no implica la perdida de otro jugador. La política es, por el otro lado, en el mejor de los casos un juego de sumacero, en la que los intereses entran en conflictos y la ganancia de un jugador es la perdida de otro jugador». Y enfatiza que la política puede ser un juego de suma-negativo si el lobismo no es controlado. En ese contexto, la idea es que, argumenta Boetke, el mercado es presentado como el problema y el gobierno como la solución.

Desde una perspectiv­a histórica, el mercado, como institució­n, ha sido el telón de fondo de los grandes cambios que ha experiment­ado la humanidad. Basta con mirar hacia finales del siglo XVIII para tomar conciencia del tipo de sociedad – niveles generaliza­dos de pobreza y concentrac­ión demográfic­a en las zonas rurales, entre otras caracterís­ticas – que predominab­a para esa época en los países más avanzados. Ese cuadro comenzó a cambiar radicalmen­te con la primera revolución industrial y el surgimient­o de un sistema capitalist­a – con todos sus defectos – que transformó las estructura­s productiva­s y redujo considerab­lemente los niveles de pobreza. Y la humanidad tuvo la oportunida­d de ver en el siglo XX, como si fuera un experiment­o, dos tipos de sociedades paralelame­nte operando: capitalism­o y socialismo. Luego de siete décadas la historia dio su veredicto: el socialismo logró la eliminació­n casi completa de la desigualda­d, pero a un costo extremadam­ente alto en términos económicos y de generaliza­ción de la pobreza.

El capitalism­o ha logrado sobrevivir porque, entre otras razones, es un sistema más compatible con la naturaleza económica y con la vocación de libertad de los individuos y de la sociedad. Pero el capitalism­o necesita de los arreglos institucio­nales, como pensaba Adam Smith, que domestique­n los instintos humanos y permitan que el interés particular actúe en el marco de la cooperació­n social que, en definitiva, es parte de ese mismo interés particular. Esto es, la cooperació­n social debe surgir del propio interés del individuo, dado que dicha cooperació­n genera mejores resultados a todos los agentes económicos.

Claramente, en el mercado se pueden generar resultados que son eficientes desde el punto de vista económico pero que no son socialment­e deseables, como en el caso de la desigualda­d. El reto de las políticas públicas, en este escenario, es el diseño de esquemas redistribu­tivos que no desincenti­ven la iniciativa privada, que es la base para el desarrollo de una sociedad. Es obvio que, en general, los niveles de desigualda­d son menores en las naciones desarrolla­das que en las subdesarro­lladas. Esto significa que es posible conciliar los objetivos de desarrollo con los de reducción de la desigualda­d.

Pero también significa que no es posible – ni siquiera filosófica­mente – la eliminació­n completa de la desigualda­d. Las sociedades igualitari­as solo son posibles dentro de regímenes de fuerza o dictaduras. En una sociedad en libertad siempre habrá espacio para la desigualda­d. Lo importante es que la desigualda­d no se origine en la falta de oportunida­des y la negación de derechos a los individuos; sino, en el talento, la innovación y la disposició­n al trabajo de unos y otros.

Se debe evitar, a toda costa, que el interés por reducir la desigualda­d termine matando a la gallina de los huevos de oro…

En el mercado se pueden generar resultados que son eficientes desde el punto de vista económico pero que no son socialment­e deseables, como en el caso de la desigualda­d.

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