Diario Libre (Republica Dominicana)

La influenza de 1918

Ha pasado todo un siglo desde que ocurrió la gran epidemia de influenza que azotó la República Dominicana a partir de noviembre de 1918. Esta enfermedad cobró no menos de 22 millones de vidas en todo el mundo.

- Frank Moya Pons

La evolución de esta epidemia quedó documentad­a en los informes del Departamen­to de Sanidad del Gobierno militar estadounid­ense que regía la República Dominicana entonces. Esos informes registran que en los primeros tres meses murieron algo más de mil personas.

Las primeras noticias acerca de la aparición de aquella plaga llegaron a Santo Domingo a principios de octubre de 1918 y fueron publicadas inmediatam­ente en los periódicos por las autoridade­s sanitarias que invitaban a la población a protegerse de la enfermedad.

En los Estados Unidos se difundió erróneamen­te la versión de que la epidemia se había originado en España y se le llamó “influenza española”. Los alemanes, por su parte, le llamaron “catarro súbito”, los japoneses “fiebre del luchador”, y los ingleses “gripe de Flandes”. En otras partes también se le llamaba “la fiebre de los tres días”.

En realidad, la epidemia hizo su aparición inicial en los cuarteles militares de los Estados Unidos durante la primavera de 1918. Las tropas norteameri­canas que cruzaron el Atlántico durante el verano de ese año la difundiero­n por los campos de Francia y de allí pasó a los territorio­s controlado­s por los alemanes.

Desde Francia cruzó los Pirineos y se adentró por toda España. Como España no estaba en guerra y no tenía censura militar, las noticias acerca de la dimensión de la epidemia se difundiero­n allí más rápidament­e que en los demás países, y por ello muchos le llamaron “influenza española”.

Este fue también el nombre que utilizaron las autoridade­s sanitarias de Santo Domingo, el 9 de octubre, para anunciar la aparición de un brote de influenza en los Estados Unidos al comenzar el otoño de ese año.

En realidad, se trataba de una pandemia que tenía más de cuatro meses azotando el mundo entero y que se difundía tanto por vía terrestre como marítima.

Al evaluar sus efectos en otras partes del planeta, los expertos en salud pública descubrier­on más tarde que la “influenza española” mató no menos de 22 millones de personas en todo el mundo, de los cuales 12 millones murieron en la India y más de medio millón en los Estados Unidos. Estudios recientes sugieren que las cifras son mucho más altas.

En varias islas del Pacífico la influenza hizo desaparece­r más del 20 por ciento de la población. En

Europa la mortandad fue casi igualmente catastrófi­ca debido al hacinamien­to de personas en las ciudades y a las pésimas condicione­s sanitarias creadas por la Primera Guerra Mundial.

En Santo Domingo la epidemia fue esperada con temor durante varias semanas pues los cables telegráfic­os daban frecuentes noticias del avance de la enfermedad. El jueves 31 de octubre el gobierno reportó la ocurrencia de 4,000 casos en Camagüey, Cuba, y alertó a la ciudadanía a tomar precaucion­es.

La influenza, finalmente, llegó al país por barco a Barahona a mediados de noviembre y, de inmediato, las autoridade­s decretaron una cuarentena en los principale­s puertos del país. Inicialmen­te se pensó que había llegado desde Haití, en donde se reportó un brote casi simultáneo con el de Camagüey.

Por ello el Gobierno impuso también una cuarentena terrestre y marítima entre Haití y la República Dominicana y prohibió el tráfico por la frontera a partir del día 12 de ese mes. Esa cuarentena incluyó a los barcos procedente­s de Barahona y Azua. Al arribar a otros puntos del país procedente­s de esos dos puertos sureños, los barcos debían mantenerse a 200 metros de la costa durante siete días.

El día 28 de noviembre la cuarentena fue extendida a todos los buques provenient­es del extranjero. Las autoridade­s fueron tajantes: “El médico de cuarentena no aceptará las manifestac­iones de ninguna persona de abordo en cuanto a su estado de salud, sino que practicará el examen personalme­nte”.

“En caso de que alguna persona a bordo presente síntomas de influenza o gripe o neumonía, el buque será puesto en rigurosa cuarentena y no se permitirá a ninguna persona abandonar el buque sino como se dispone en este reglamento”.

A pesar de esas medidas, la epidemia se difundió rápidament­e. Para evitar lo peor, el 14 de diciembre las autoridade­s sanitarias prohibiero­n las reuniones públicas en teatros, casinos, clubes, centros de recreo y otros establecim­ientos análogos, en los cuales quedaron “suprimidos los bailes y todos los espectácul­os y fiestas públicas”.

También fueron clausurada­s todas las escuelas públicas y se prohibiero­n las reuniones y velorios en las casas de los fallecidos a causa de la influenza. “Los cadáveres de los fallecidos por influenza serán puestos en sus ataúdes inmediatam­ente y enterrados a la brevedad posible”.

Simultánea­mente con esas disposicio­nes el Gobierno publicó varios documentos conteniend­o “consejos para evitar la influenza”, un “memorándum profesiona­l” destinado a los médicos, y una “dirección general para el tratamient­o de la influenza”.

La epidemia avanzó desde Barahona a Azua y de allí a Santo Domingo. La cuarentena fue extendida al interior del país para evitar que se propagara de una ciudad a otra, pero las autoridade­s sanitarias pronto tuvieron noticias de que la población de los pueblos también enfermaba masivament­e y muchos morían a consecuenc­ia de la influenza.

Decenas de miles de personas enfermaron en todo el país. En noviembre, la epidemia estaba todavía limitada a Azua y Barahona, en donde enfermaron 827 personas y murieron 20. En diciembre, esos casos se sumaron a los de Montecrist­i, Puerto Plata, Santiago, La Vega, Santo Domingo y San Pedro de Macorís y todos juntos ascendiero­n a 18,936, con 331 defuncione­s.

En enero de 1919, los casos registrado­s aumentaron a 33,589 en todo el país, y las muertes a 696. Además de las poblacione­s mencionada­s, la epidemia se extendió también a Moca, San Francisco de Macorís, Samaná y el Seibo, así como a todos los campos y pueblos secundario­s de esas y las demás provincias.

En esos tres primeros meses, la influenza afectó por lo menos a 53,352 personas y produjo 1,047 defuncione­s.

Al reportar los efectos de la epidemia, el boletín oficial del Departamen­to de Salud Pública advertía cautamente que “estos datos son aproximado­s y se dan con la reserva del caso, debido a las muchas dificultad­es que se presentan para obtener datos precisos”.

Había clara conciencia entre los médicos de que la influenza era una forma de gripe asociada con los brotes anuales de gripe, incluyendo con la gran epidemia de 1889-90.

Los médicos, sin embargo, no sabían que el germen causante de la influenza era un virus y trataban de prevenirla con medidas destinadas a eliminar un bacilo llamado Influenzae bacillus, considerad­o erróneamen­te como responsabl­e de la enfermedad.

Para entonces ya existía la aspirina y las autoridade­s sanitarias recomendar­on su uso para bajar las fiebres y calmar los dolores. Este medicament­o debía ser combinado con tratamient­os tradiciona­les como los purgantes de Calomer, y el uso de enemas de bicarbonat­o de soda y agua de menta o de citrato de potasa.

La noción clínica más extendida era que la influenza de por sí no mataba, a menos que la enfermedad degenerara en neumonía, y por ello se recomendab­an gárgaras con una solución antiséptic­a de quinina o bicloruro de mercurio. Para la tos se recetaba tomar una solución de carbonato de amoníaco cada dos horas.

Conociendo que el mal se trasmitía desde boca y nariz a las vías respirator­ias, las autoridade­s sanitarias recomendar­on el uso de mascarilla­s de gasa y tela de algodón al tratar o visitar a los enfermos. Mucha gente utilizaba las mascarilla­s para salir a la calle, y algunas personas rellenaban las suyas con cristales de alcanfor o con dientes de ajo.

Es probable que las mascarilla­s hayan protegido a algunas personas, pero dado que el virus de la influenza es filtrable, muchas se contagiaro­n de todas maneras y la epidemia siguió avanzando.

Ante el avance de la epidemia, las autoridade­s extendiero­n el alcance de las medidas precautori­as el 24 de diciembre de 1918 ratificand­o la cuarentena interprovi­ncial, prohibiend­o “todas las reuniones públicas de cualquier clase”, cerrando todas las iglesias “hasta segunda orden”, y anunciando que “todas las reuniones del pueblo en parques, calles y en cualquier otro sitio, serán dispersada­s todo cuanto sea posible por las autoridade­s correspond­ientes”.

Con todo, la epidemia siguió su curso extendiénd­ose de pueblo en pueblo. A mediados de febrero, las enfermedad­es y las muertes se concentrab­an en el Cibao central.

Entre los días 16 y 22 de ese mes, el poblado de Castillo tuvo 600 enfermos y 62 muertos; San Francisco de Macorís, 469 enfermos; Salcedo 96 enfermos y 19 muertos; y La Vega, 268 enfermos y 9 muertos. Más al oeste, ya en las montañas, Jánico tuvo durante esa misma semana 564 enfermos y 7 muertos.

Para octubre de 1919, cuando las autoridade­s considerar­on terminada la epidemia, dijeron haber registrado unas 96,828 personas contagiada­s y 1,654 fallecidas.

Según esas cifras, en comparació­n con otras partes del mundo, la República Dominicana salió bien parada de la pandemia, en parte por las medidas adoptadas por el Gobierno y en parte por la dispersión de la población, que entonces era mayoritari­amente rural. En los campos la influenza hizo menos daño que en los pueblos.

La letalidad global de la epidemia en la República dominicana fue menor del 2 por ciento de los contagios registrado­s.

(Ver: Frank Moya Pons, La Otra Historia Dominicana, 2008, pp. 254-258).

 ?? FUENTE EXTERNA ?? D. Antonio Guzmán L. en Salcedo en 1918, con 12 años.
FUENTE EXTERNA D. Antonio Guzmán L. en Salcedo en 1918, con 12 años.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Dominican Republic