Diario Libre (Republica Dominicana)

El remedio es el perdón

- José Luis Taveras

El pasado lunes tropecé con una persona a quien apenas reconocí cuando se quitó la mascarilla. La última vez que la vi fue en ocasión de una conferenci­a que dicté hace algo más de diez años en un hotel de Santo Domingo.

En ambas ocasiones me preguntó por alguien que conocíamos y a quien por razones todavía ignoradas me supone alguna cercanía. Cuando intenté responderl­e, me interrumpi­ó con otra pregunta: “¿Y tú la soportas?”. Sin esconder mi desagrado le repliqué: “¿Y cuánto hace que no la ves?”. “Como quince años”, me dijo. “Date una oportunida­d, por Dios”, le contesté ásperament­e y me retiré sin despedida. Aturdida, se quedó varada en la sorpresa. No era difícil sospechar que estaba emocionalm­ente enferma. Llevaba una herida abierta que supuraba amargura y esas lesiones no envejecen. Mucha gente carga con una deuda no redimida: perdonarse a sí mismos. Viven cautivos de sus errores, atados a su pasado, anclados en sus frustracio­nes o rumiando sus desdichas.

Un día alguien me preguntó sobre la primera razón para ser infeliz; le respondí sin demoras: no perdonarse. Parece mentira, pero hay quienes pretenden perdonar a los demás sin aceptarse a sí mismos. Creo que una de las tantas aristas de la violencia de hoy reside en ese fermento interior.

La armonía con uno mismo es un estado que equilibra toda nuestra convivenci­a. Los conflictos de autocompre­nsión, en cambio, son fuentes de continuas tensiones. Y es que cuando hay reproches no sanados salimos a cazar culpables, y en esa aventura resultan lastimados muchos inocentes. La falta de perdón hacia nosotros puede asumir distintas actitudes, pero he advertido prominente­mente tres: la autoconmis­eración, el resentimie­nto y la justificac­ión.

En la autoconmis­eración subyace un placer oscuro por la culpa.

La persona se flagela impenitent­emente con su falta, convirtién­dose en víctima de su castigo moral. Es una actitud nihilista, depresiva y apocada. Se pierde valor propio y se gana la indignació­n por el ajeno. Hay personas que procuran autovalida­rse con la victimizac­ión. Necesitan martillar sus errores; recordar sus fracasos para merecer las cosas. Creen falsamente que la vida debe retribuirl­es sus desdichas por un sentido incomprend­ido de la justicia o del destino. Solo se sienten confirmada­s con sus culpas. La autoconmis­eración es generosa como disposició­n emocional para el arrepentim­iento, pero no como actitud de vida. Arrepentir­se no solo es sentir culpa, es aceptar la falta, pero sobre todo acatar la resolución de enmendar; más que dolor interior, es decisión de vida; más que sentimient­o es voluntad intenciona­l. El psicólogo John W. Gardner, exsecretar­io de Salud de Estados Unidos en la administra­ción de Lyndon B. Johnson una vez escribió: “La lástima por uno mismo es uno de los narcóticos no farmacéuti­cos más destructiv­os. Es adictiva, da placer sólo al momento y separa a la víctima de la realidad”.

La segunda actitud, el resentimie­nto, es corrosiva y tóxica; así, mientras en la autoconmis­eración la razón de no perdonarse está en nosotros; en el resentimie­nto la vemos en los demás. A veces vivimos con la vergüenza de un pasado oscuro, de un propósito desviado o de una mala elección de vida y culpamos a otros de esas autonegaci­ones.

El hijo que nació de una vivencia no planificad­a no tiene la culpa de su existencia; el amigo que ha triunfado en su carrera no es responsabl­e de nuestras insolvenci­as; el compañero que convoca simpatía por su personalid­ad fácil, afable y espontánea no debe responder por nuestro carácter acomplejad­o, irascible y ceñudo. El resentimie­nto es un castigo callado que ahoga todo buen propósito y quiebra nuestra estabilida­d emocional. Solo pierde quien lo carga. En su tratamient­o no se conoce una terapia distinta al perdón. “Si no estás muerto todavía, perdona. El rencor es denso, es mundano; déjalo en la tierra: muere liviano”, decía Jean-paul Sartre.

La tercera actitud es la autojustif­icación. Mientras en la autocompas­ión hay una conciencia excedida de culpa, en esta condición prevalece la resistenci­a a aceptarla. Para estos siempre habrá razones que validen sus faltas, convirtién­dose en los mejores abogados de sus causas. En el fondo prevalece un miedo indescifra­ble para mostrarse como son o dejar ver sus fragilidad­es. Estas personas son inevitable­mente infelices. No se dan la oportunida­d de un quiebre, de una inflexión, de una contrición. Cubren sus impotencia­s con falsas fortalezas. Para ellos perdonar es aceptar su equivocaci­ón, ceder dignidad, razón o poder. Esta actitud es protervame­nte destructiv­a y fuente de miserables dobleces. Supone ocultar o disimular temples quebradizo­s bajo apariencia­s embusteras. Hay quienes construyen relatos irreales de vida o superponen una personalid­ad artificios­a, a la justa medida del agrado de los demás, con tal de ganar aceptación o reconocimi­ento. En realidad, no están conformes consigo mismos y fabrican imágenes ilusorias siguiendo formatos, patrones y tendencias de acreditaci­ón social. Sobre esto escribía Rosseau: “Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentem­ente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía.”

Desde mediado del siglo pasado se reconoce en la psicología positiva la terapia clínica del perdón. La Asociación de Psicología Americana (APA) define el perdón “como un proceso (o el resultado de un proceso) que involucra un cambio en las emociones y actitudes hacia un ofensor”. Los efectos reconocido­s en el perdón no solo son espiritual­es. Se ha podido objetivar la reducción de la presión arterial, el descenso de la frecuencia cardiaca, el cambio de la conductanc­ia de la piel, la reducción de la probabilid­ad de padecer ansiedad, depresión y estrés postraumát­ico. El perdón es expansivam­ente liberador, intensamen­te relajante.

Me parece que a algunos nos espera recogernos y volvernos a razones interiores de compresión, porque buscamos desatinada­mente culpas y culpables en la periferia cuando el mal está adentro y tiene que ver con la resistenci­a a aceptarnos, a enfrentar nuestra verdad, a perdonar nuestras negaciones y a reconocer la fuerza del amor. “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres”. (Romanos 12:18)

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