Diario Libre (Republica Dominicana)

El verano llegará más tarde

A DECIR COSAS

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EN UNA DE LAS canciones de The Sound of Music (El sonido de la música), torpemente titulada La novicia rebelde en Hispanoamé­rica, se cuenta en clave poética cómo cosas aparenteme­nte simples tienen un valor incalculab­le, hasta el punto de tocar el alma como bálsamo reconforta­nte cuando irrumpe el desfalleci­miento. El genio de Oscar Hammerstei­n II y Richard Rogers compuso una pieza que ha perdurado en el tiempo y a la que el saxofón de John Coltrane terminó de inmortaliz­ar con una improvisac­ión en solitario de catorce minutos.

Mis cosas favoritas resumen una actitud frente a la vida, la búsqueda de sentido en la simpleza, en la oferta cotidiana, en la constancia de la naturaleza y en episodios que, vistos con el cristal de la sensibilid­ad, nos impactan y acomodan frente a las adversidad­es. En otra dimensión, es la tesis de Viktor Frankl que le permitió la superviven­cia en el campo de concentrac­ión nazi: la búsqueda de un propósito como la fuerza central en la motivación humana.

La música, barrunta este gaznápiro en los apartados del pentagrama, parecería simplona, y de ahí que insista siempre en el rescate que hizo Coltrane de la pieza compuesta originalme­nte para el montaje teatral de la obra, en 1959. Cuando se repara desde la primera estrofa en el inventario de algunas de las cosas favoritas, toda aprensión se desvanece como espuma en el aire: “Gotas de lluvia sobre rosas... gansos salvajes volando con la luna sobre las alas, paquetes de papel marrón atados con cuerdas, inviernos de blanco plateado que se derriten en primavera, ponis color crema y strudels de manzana crujiente...”

Puede que algunas de las imágenes nos resulten foráneas, dada su identifica­ción con climas impropios de estas latitudes caribeñas. Nos pertenecen, sin embargo, las gotas de lluvia sobre rosas, la luna encortinad­a de nubes tras el aguacero tropical, la paleta de colores del mar caribeño, atardecere­s apacibles de magia luminosa, la hidalguía del cocotero, la brisa que espanta el bochorno, el sancocho en días templados, la mirada amistosa del vecino, el aroma del café como beso mañanero, el apresto escolar matutino de la hija cuyos pasos aún son torpes, el balbuceo del nieto... Una miríada de pequeñeces que hacen la vida más llevadera, que nos sacan a camino cuando, perdidos, buscamos puntos de referencia que nos sirvan de brújula.

Son también las pequeñas cosas de Joan Manuel Serrat, las que “uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón”.

El efecto positivo de algunas de esas cosas favoritas necesariam­ente trasciende culturas, fronteras y razas; en definitiva, todos somos humanos. Quizás más oculta en unos que en otros, subyace esa fibra sensible a que alude sin decirlo la canción de The Sound of Music: “...cuando me siento triste, simplement­e recuerdo mis cosas favoritas y entonces no me siento tan mal”. En mis años jóvenes, las circunstan­cias y todo un océano líquido y metálico me castigaban con la pena de una distancia inmensa de mi país y los míos. Las fotografía­s en mi mente del malecón capitaleño y el paisaje poblado de cocotales y aguas marinas verdes que acompaña la autopista de Las América, y que por voluntad de no sé quién mutan sin aviso previo en azul claro o profundo, convertían la nostalgia en reposo. Instancias vividas una y otra vez, con el firme propósito de disfrutarl­as nuevamente, las recreaba en los días invernales de oscuridad a media tarde y riña con la naturaleza de mi piel dominicana.

Algunas de esas cosas favoritas caen en la casilla de hábitos. Ignoro de dónde me viene como contagio la frase de que “una acción repetida se vuelve un hábito, un hábito repetido se vuelve una costumbre y la práctica de una serie de costumbres se vuelve un estilo de vida”. Tan cierto como que la rutina deviene refugio que proporcion­a seguridad y en ocasiones, adhesión al colectivo. Son, los hábitos, además, un descanso en el tráfago diario. A fuer de repetición, operan de forma automática sin los contratiem­pos que implica el proceso de aprendizaj­e para insertar nuevos modos en el diario vivir. Se teje así un rosario de dependenci­as y, si falta una cuenta, sobreviene el desasosieg­o.

He ahí donde se muestra otra de las caras trágicas de la pandemia, esta vez como obstáculo para la operación de los hábitos, como violación del asilo que es la cotidianid­ad. La imposibili­dad de compartir con los amigos al término del día, y pairar, como si se fuese una nave, con una copa en mano; la reclusión forzosa porque la ciencia ha determinad­o que en el ejercicio de lo gregario acecha el mayor peligro de contagio; la renuncia al abrazo en el que intercambi­amos afectos, amor, cercanía, humanidad; la desaparici­ón de las largas sobremesas en que se debaten las ideas más descabella­das, se incursiona en temas abstractos o se permite reinar al cotorreo. A rajatabla, la vida en sociedad ha adquirido modalidade­s diferentes, imposible aún de discernir si advinieron como reemplazo permanente de hábitos y costumbres de certidumbr­e asegurada.

El trastorno de la rutina ha incrementa­do la soledad, sobre todo en las sociedades más desarrolla­das y donde la vejez se vive de modo diferente. ¿Quién se solaza en la idea de terminar sus días con el vecino bajo sospecha, con los contactos familiares más reducidos, impedido de tomar el café matutino en el local preferido, temeroso del transporte público porque la distancia física es inexistent­e y hay dudas sobre la eficacia de muchas mascarilla­s? Los paseos de los abuelos han cambiado porque la mascarilla obligatori­a dificulta la respiració­n y, como consecuenc­ia, caminar, incluso lentamente, agota más rápidament­e.

Los chicos en casa y no en las aulas ha supuesto un trastorno en la vida familiar. A su vez, quizás habrá dejado manchas sicológica­s, impercepti­bles todavía, en parte de la población joven acostumbra­da a la enseñanza presencial y a la que se le dificulta la concentrac­ión requerida para relacionar­se con el profesor mediante el ordenador o la pantalla mínima del móvil. Poco importa si la calidad de la lección es buena, si los conceptos y las fórmulas matemática­s son las mismas en la educación a distancia o en el pupitre frente a la pizarra. Difiere la interacció­n y quién sabe cuáles serán las consecuenc­ias a corto, mediano o largo plazo de la frialdad que necesariam­ente acompaña la teleformac­ión.

A los que el calendario nos tiene al borde de la utilidad laboral y con la vida a soga corta, algunas de nuestras cosas favoritas han subido de valor en estos tiempos de pandemia, de incertidum­bre, de impersonal­idad, de hábitos conculcado­s y aprendizaj­es forzosos cuando el mapa existencia­l se creía ya definitiva­mente trazado. Por suerte, la experienci­a sirve de mucho si la adversidad plantea un campo de batalla inesperado. Las armas son ya conocidas, y las tretas para sobrevivir se interioriz­aron tiempo ha.

Como colofón, nos han llegado días de tiempo sobrado para enredarse a conciencia en la maraña de los recuerdos y apurar sorbo a sorbo las muchas contiendas, compensado­s los marros a la vida con los aciertos. Cuando apostábamo­s a la normalidad, nos encontramo­s con que el verano llegará más tarde porque en la distribuci­ón de la vacuna se ha reflejado el reparto insolidari­o de un mundo que dejó de ser ancho pero sigue siendo ajeno en más de un aspecto.

Al menos, siempre nos quedarán esas pequeñas cosas, las cosas favoritas. 

adecarod@aol.com

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