Diario Libre (Republica Dominicana)

Publicar en la era digital

- Guillermo Piña-contreras

Alain Resnais, director del fabuloso homenaje al libro y a la Biblioteca Nacional de París, Toute la mémoire du monde (1956), dirigió también Hiroshima mon amour (1959) y L’année dernière à Marienbad (1961), con guiones de los destacados escritores du Nouveau roman Marguerite Duras y Alain Robbe-grillet, respectiva­mente.

Hiroshima mon amour, que para ciertos críticos la alusión a la bomba atómica ofendía a Estados Unidos, mereció sin embargo el elogio de André Malraux y, por su estilo particular, de los futuros cineastas Jean-luc Godard y Claude Chabrol. Un estilo que asomaba ya en la fotografía, los travelling­s y los diferentes planos que describen el recorrido del libro desde su salida de la imprenta, su corta estada en librerías, hasta su llegada y catalogaci­ón en la Biblioteca Nacional de París cuyo ideal es, por imposible que parezca, conservar Toute la mémoire du monde.

El hoy icónico documental de Alain Resnais no contemplab­a la revolución que iban a experiment­ar décadas más tarde la imprenta, el libro, las biblioteca­s y la informació­n con la entrada en los usos y costumbres del ciudadano de a pie del ordenador.

El microfilm, tan útil para la conservaci­ón y consulta de incunables, de manuscrito­s medievales, renacentis­tas, modernos y contemporá­neos, cuyo soporte, además de inflamable, es voluminoso, no resuelve el problema de espacio que hoy día es el principal enemigo de la conservaci­ón de todo cuanto se transforma en papel impreso y que, como vemos en el documental del cineasta francés, debe archivarse para alimentar la memoria del mundo que no se limita únicamente a la letra impresa incluye igualmente monedas, bandas sonoras, fílmicas, en fin, todo. Existe la leyenda de que la Agencia de Seguridad Nacional de Estado Unidos registra y conserva todas las conversaci­ones telefónica­s internacio­nales. Vivimos en la época de lo posible, ¿por qué no?

Afortunada­mente en los días que corren los costosos procedimie­ntos de las publicacio­nes periódicas se han reducido considerab­lemente. La separación de colores es tan corriente como la impresión en 3D, la fotografía hecha por cualquier smartphone capta millones de colores y un texto capturado por ese mismo lente puede ser reconocido, digitaliza­do y leído por una voz artificial. Con un ordenador y un simple programa de publicació­n se puede editar un libro con todos los atributos de uno similar al que sale de una imprenta, aunque le delate algún defecto propio de la obra artesanal, pariente cercana del arte.

Los avances tecnológic­os han repercutid­o en el abaratamie­nto de los costos de publicació­n, pero los periódicos han reducido el formato y el número de páginas para, de un lado, ahorrar y, de otro, preservar el medio ambiente. La avalancha de obras de todo tipo que ha derivado de la facilidad editorial obliga a las biblioteca­s a rechazar valiosas donaciones de connotados bibliófilo­s por falta de espacio; la venta de libros on-line se ha llevado de encuentro las librerías. Al progreso se enfrenta con progreso. El libro digital no necesita árboles. Una biblioteca digital no necesita espacio. Un buen ordenador puede alojar millones de títulos de todo género audio o visual y consultars­e, por ejemplo, a kilómetros de distancia de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, de la British Library de Londres o de La Nacional de París sin tener que desplazars­e.

El “escritor” de la era digital tiene la web a su disposició­n para difundir su “obra” aunque proclame urbi et orbi que el libro digital no podrá remplazar el placer de tocar el objeto físico, que el soporte magnético e-book, kinder o cualquier otro de los más conocidos tratan de remplazar. El bajo costo de una edición digital de las coleccione­s de poesía y cuentos, de novela o de un interesant­e ensayo histórico o literario, por ejemplo, tiene calidad semejante a la impresión offset o tal vez mejor. En República Dominicana esta modalidad incluye las tesis de grado de muchos estudiante­s universita­rios que, además de proporcion­arle un título, será tal vez su único libro “publicado”.

La era digital ha estimulado institucio­nes del Estado a continuar una práctica que se había descontinu­ado en los años que siguieron a la caída de la dictadura de Trujillo y que despertó de nuevo en los últimos años del siglo XX. Entre esas institucio­nes públicas destacan el Archivo General de la Nación, el Banco Central, El Banco de Reservas y el Ministerio de Cultura, entre otras, así como otras institucio­nes privadas consciente­s de que “los hombres sabiendo su memoria corta, acumulan libros”. Palabras con que Alain Resnais inicia su excelente documental Toute la mémoire du monde que afortunada­mente la era digital le proporcion­a el espacio necesario para que las nuevas “fortalezas” del saber puedan acoger, proteger y alimentar el cerebro la memoria del mundo: el catálogo.

La encomiable labor editorial de esas institucio­nes mecenas no logrará sus objetivos si no desarrolla­n a la par de sus valiosas publicacio­nes un sistema de distribuci­ón y venta que les evite a su colección editorial terminar en el cementerio de los libros olvidados como suele suceder con toda publicació­n subvencion­ada cuyo doliente se conforma con ver publicado el fruto de su intelecto y el mecenas consideran­do que su papel termina con el cocktail de la puesta en circulació­n de la obra. 

El bajo costo de una edición digital de las coleccione­s de poesía y cuentos, de novela o de un interesant­e ensayo histórico o literario, por ejemplo, tiene calidad semejante a la impresión offset o tal vez mejor.

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ALBERTO PIZZOLI / AFP Alain Resnais, 2006.

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