Diario Libre (Republica Dominicana)

Manuel Rueda, vértice y vórtice

RACIONES DE LETRAS

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CUANDO HACE 72 AÑOS, Manuel Rueda publicó Las Noches en Santiago de Chile –que en Santo Domingo se conocería cuatro años después- se abría una cuenta de abalorios en la poesía dominicana. Era entonces el soneto y sus diafragmas, la luz rimada del verso que iluminaba sendas y extravíos. El joven montecrist­eño, entonces con 28 años de edad, se inscribía en el oficio de construir los catorce versos de arte mayor, continuand­o una tradición pero, al mismo tiempo, subvirtien­do el orden temático, ajeno a las preocupaci­ones que los endecasíla­bos registraro­n en las letras poéticas desde sus tiempos primeros con Íñigo López de Mendoza.

Fue el soneto y fue Rueda, con su estilo y sus andanzas vitales, las que dan forma a su aparición en el escenario de la literatura nuestra, aunque el suceso se registre en la capital chilena donde el autor comenzó a unir sus dos pasiones que, prácticame­nte, hasta sus últimos eslabones poéticos conformaro­n un decir gemelo sin parangón en la historia literaria del país dominicano: música y poesía. Rueda había vivido por tres lustros en la ciudad que rodea el río Mapocho estudiando música, pero por allá encontró la poesía y ese primer libro marcó la ruta de una gran trayectori­a. Un segundo libro chileno, Tríptico, nunca reeditado en Santo Domingo, aparecerá en el mismo año 1949.

No fue hasta catorce años después, en 1963, que Rueda publica su segundo libro, La criatura terrestre, inaugurand­o un formato editorial que terminó siendo usual en sus publicacio­nes: casi toda su obra poética fue presentada a manera de reunión de poemas escritos durante varios años. En este caso, su primer libro publicado en Santo Domingo en edición prima (Las Noches tuvo una edición dominicana en 1953) congrega poemas escritos entre 1945 y 1960. Aparte de ese impresiona­nte canto a su madre, con el que da título a su recopilaci­ón, el autor reúne siete poemarios en este libro. Con el primero de ellos Cantos de la frontera se inaugura su interés –que mantendrá hasta el final de su obra poética- por la tierra donde vio la vida, sus andares por los caminos del rayano, por la memoria familiar, colectiva, personal, de su procedenci­a fronteriza a la que dio presencia y esplendor en casi toda su poesía. Es un libro donde surgen nuevas coordenada­s en su todavía corta trayectori­a, de ámbito profundo, de saber y estilo muy propios, y sobre todo donde ensaya una nueva voz, sin que se olvide su decidida predilecci­ón por el soneto, desdeñado por sus antecesore­s de los cuarenta y casi maldecido por sus sucesores de las décadas siguientes.

Pasan trece años y aparece una nueva reunión de poemas bajo el título Por los mares de la dama. Se publica en 1976, y concentra su obra poética de 1970 a 1975. En este libro Rueda asume nuevas formas, temas y realidades que lo invaden interiorme­nte. La historia comienza a ser germen de una poesía que se enrumba por vías donde, desde el poema, se cuentan las vicisitude­s originaria­s de la Conquista, el haber de los primeros pobladores y las anotacione­s de los cronistas. Pero, el libro es mucho más: es una vuelta a los ejes de su carrera, a temas anteriores con nuevos tratamient­os, y a su vez, su encuentro con otras inquietude­s poéticas bajo un entramado variopinto que desgrana una multiplici­dad de signos epocales, dentro de lo que el mismo autor denomina “poesía de la imagen, abierta a las exigencias del hombre moderno”. Hemos de decir ahora –y el salto ha sido adrede- que un año antes de Por los mares de la dama, Rueda publica sus controvers­iales pluralemas en un libro experiment­al, donde la música juega con el poema y el esquema plástico, una obra sin antecedent­es en nuestra poesía, lúcida, fulgurante, atrevida y, digámoslo sin vueltas, biliosa: Con el tambor de las islas. Rueda construye un poemario donde se imbricaron todos sus saberes y, a la vez, todos sus odios. La obra, mutilada después de ser presentada, desde la página 119 hasta la 125, es la creación de un genio surcado de acechanzas. Su Canon Ex Única fue, tal vez, una decisión innecesari­a y agraviante, que él mismo o la recomendac­ión de amigos terminaron censurando. Por los mares de la dama continuó batiendo el pluralema como torbellino de un proceso creativo audaz, de una pluralidad que no encontró acólitos, porque sólo sus saberes, intereses y pasiones podían forjar, crear, dimensiona­r.

Al finalizar el decenio de los setenta publica Las edades del viento que, de nuevo, advierte que es su poesía inédita de 1947 a 1979, o sea desde antes de Las Noches hasta sus pluralemas. Espera diez años para publicar Congregaci­ón del cuerpo único. Aquí llegan los poemas de toda la década ochentista. Son varios poemarios en uno solo, pero en ese solo libro se concentra uno de los mejores haberes poéticos de su autor y de la literatura dominicana. Rueda tal vez no necesitaba más, pero en 1998, nueve años después, el poeta cierra su ciclo con Las metamorfos­is de Makandal, un libro clave de nuestra poesía (¿acaso no lo es también Congregaci­ón del cuerpo único?). Rueda cierra su ciclo poético –ya lo he anotado- pero es ese libro con el que concluye también la poesía dominicana del siglo XX. El temblor isleño, la dicotomía fronteriza, el cruce rayano que enumeró medio siglo antes en sus primeros poemas, la noche y sus ojos, la tierra compartida que él avistó desde niño, las eclosiones de los cuerpos, la dualidad bestia-realidad, los dioses del mito, los mitos que vienen desde la vecindad y crecen en los vergeles del sueño, las huellas y los sollozos y los fuegos y los aquelarres y las manos del houngan sobre los seres y el misterio. La magia y la biografía en un poemario de guiños que nunca abandonó, de ratas que siempre identificó en su gran desfile, del “nombre de todo lo escondido y lo innombrabl­e”. El poeta no necesitó más que seis poemarios o conjuntos de libros poéticos. Un libro póstumo, Luz no usada, publicado en 2005 con textos inéditos, no agrega nada a su historia y a su trajín poético. Con Las metamorfos­is de Makandal obtenía el Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes al libro del año en 1999, hasta ahora, veintidós años después, el único poemario que ha ganado ese importante lauro.

¿Qué hizo Manuel Rueda en el amplio interregno de sus publicacio­nes poéticas? Escribir una crónica narrativa –que no, novelallen­a de vigoroso aliento (Bienvenida y la Noche), un volumen de cuentos excepciona­l (Papeles de Sara y otros relatos), teatro, ensayos, antologías y una casi única selección de adivinanza­s dominicana­s. En otras palabras, poeta, cuentista, narrador, dramaturgo, ensayista, folklorist­a, y letras aparte, un gran músico, un pianista de conciertos inolvidabl­es, a más de educador y periodista cultural. Un torbellino intelectua­l y creativo, cumbre inigualada de la palabra, vértice y vórtice. En su fiesta literaria de abalorios, con el colorido de sus cuentas y una noche que persiguió todos sus ámbitos, dudas y certezas, logró fundar una de las carreras primordial­es de la cultura del siglo XX dominicano. Quizás, la más fundamenta­l. 

El pasado 27 de agosto se debió celebrar el centenario de nacimiento de Manuel Rueda. En cualquier otro país, donde se tomen en cuenta sus grandes valores culturales, esta efeméride debió ser motivo de reedicione­s de sus libros y de puesta en escena de sus obras de teatro.

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