Diario Libre (Republica Dominicana)

Memorias de una Guerra Inútil

CONVERSAND­O CON EL TIEMPO

- Por

MILITAR DE CARRERA, DIPUTADO progresist­a, ministro de la Guerra en la Primera República (1873/74), escritor y traductor, Nicolás Estévanez (1838-1914) anduvo varado en Montecrist­i en una “campaña sin gloria ni provecho”, librada inútilment­e durante la Anexión. Mis Memorias (1903) lo atestigua crudamente.

Corría 1864. “El batallón Voluntario­s de Puerto Rico, organizado e instruido por nosotros en menos de tres meses, embarcó para Santo Domingo en el vapor de guerra Colón. Pasamos por la espléndida bahía de Samaná, y después a la vista de Puerto Plata, desembarca­ndo en la playa de Montecrist­i el 28 de octubre. El general Gándara, que mandaba en jefe, nos incorporó a la división acampada en Montecrist­i.

Buena, tropa: ¡jamás he visto en España ni en el mundo soldados como aquéllos, curtidos por el sol, y ¡qué sol!, avezados a las privacione­s, con las ropas desgarrada­s y unos sombreros multiforme­s multicolor­es. Nunca me ha parecido marcial, sino afeminada, una tropa con los pantalones sin manchas ni rodilleras y con los botones limpios y brillantes. ¡Pero qué soldados! Un médico amigo mío, me presentó su asistente, un gallego fornido y muy marcial:

—Míralo bien—me dijo—; aquí donde lo ves, lo he curado en 15 meses de guerra de las viruelas, el cólera, el vómito y de un balazo.

Ningún ejército de Europa hubiera resistido una campaña cual la de Santo Domingo. Sé de cuán poco son capaces los burgueses y sus hijos. Hay entre ellos quien pudiera servir de general, pero de soldado no. Podrá ser muy democrátic­o, justo y bonito, pero yo no afrontaría una guerra con soldaditos sacados de las jesuiteras, de las Universida­des o de las casas ricas. A las primeras fatigas llenarían los hospitales.

Dos días después de acampar en Montecrist­i se organizó una columna de 8 compañías, a las órdenes del brigadier Laportilla. De mi batallón, fue designada mi compañía. Ignorando el servicio al que se nos destinaba, embarcamos el 30 en 5 barcos de guerra surtos en la rada; la mía en el vapor Ulloa, junto a Laportilla.

Zarpamos a medianoche, y el 31 de octubre amanecimos en Puerto Caballo, un puerto delicioso, tranquilo como un lago, en cuyas orillas, cubiertas de magnífica vegetación, no se divisaba ningún poblado ni señal de gente. La escuadrill­a fondeó en el puerto, y a los pocos instantes rompieron el fuego los cañones; hubo también descargas cerradas de fusilería. El estrépito ensordeced­or y el humo denso de la artillería me hicieron pensar con cierto orgullo que Cervantes no tuvo ni pizca de razón al decir que Lepanto fue «la ocasión más gloriosa que presenciar­a su tiempo y verían los tiempos venideros». ¡Ilusiones del insigne manco! Si él estuvo en Lepanto con don Juan de Austria, yo estuve en Puerto Caballo con otros caballeros.

Mi combate naval del 31 de octubre no fue tan sangriento, pero sí tan ruidoso como el de Trafalgar; en Puerto Caballo faltaba el enemigo o estaba fuera del alcance de mis ojos. Hicimos un gran destrozo en el pintoresco litoral: la tierra quedó sembrada, literalmen­te, de troncos y de ramos. Cuando el sol se aproximaba a su ocaso, envuelto en celajes rojos, cesó el fuego de nuestros cañones humeantes; el del enemigo, naturalmen­te, no cesó; en la agreste manigua seguía reinando un silencio no interrumpi­do siquiera por el canto del sinsonte.

La escuadra se mantuvo toda la noche fondeada en el tranquilo puerto, y ya sería la una y media cuando me llamó Laportilla: — Designe usted—me dijo—un oficial y 20 hombres de su compañía para escoltar a un jefe de Estado Mayor a un reconocimi­ento. —Mi brigadier, yo mismo iré con los 20 hombres, si usted me lo permite.

Desperté los 20 hombres. Transborda­mos en seguida a un vaporcillo mercante, un remolcador. El objeto era penetrar hasta donde se pudiera por un río que desemboca en el puerto, en el cual no podían entrar los barcos de guerra por su mayor calado. El comandante mandó que la gente no hablara ni fumara y entramos aguas arriba. No se distinguía por ninguna parte ni luces ni rumores. Navegábamo­s sin luces. Remontamos la corriente, hasta que el patrón nos dijo que no podía seguir: la quilla rascaba el fondo.

Al virar para salir al puerto nos hicieron desde una de las orillas una descarga nutrida que no nos causó baja. No respondimo­s al fuego, pero el enemigo continuó disparando hasta que el remolcador salió del río. Al día siguiente, al contarles a los oficiales, no querían creerlo.

El río en que ocurrió el incidente es el mismo en que Colón, en su primer viaje, encontró a Pinzón, después de su fuga, reparando averías de su carabela. Pinzón quedó perdonado, y en memoria del hecho se dio al histórico río el nombre de río de Gracia (o de la Gracia), pero los dominicano­s siguen dándole su nombre indígena, que se me ha olvidado.

Convencido el brigadier Laportilla de la presencia de un enemigo armado, aunque poco numeroso, mandó desembarca­r dos compañías al mediar el día 1 de noviembre: la de voluntario­s de Puerto Rico, mandada por mí, y la de cazadores de la Unión, por el capitán Chinchilla.

No encontramo­s en tierra ni rastro del enemigo; sólo vimos las tronchadas ramas, víctimas inocentes del bombardeo de la víspera. Ya reembarcad­os, el enemigo salió como por arte de magia, no se sabe de dónde, y rompió fuego oculto en los manglares, respondién­dose desde los botes. Allí nos mataron al alférez Porto. Los soldados se llevaron a bordo, y luego a Montecrist­i, como botín de guerra, algún tabaco en rama encontrado en un conuco y unas cuantas docenas de lechones. Todo junto valía bastante menos que la pólvora quemada.

El 2 de noviembre tornamos a Montecrist­i; en cuatro días no habíamos comido más que plátanos y alguna galleta. En Montecrist­i no hubo novedad hasta el 28 de diciembre, fecha en que el enemigo, mandado por el presidente de la República, Gaspar Polanco, se acercó a nuestras avanzadas y hubo tiroteo. Poca cosa.

Al arribar a 1865, Estévanez refiere: “Después de la acción de Montecrist­i no hubo en Santo Domingo ningún hecho de armas. En el norte de la isla dominaba el enemigo todo el Cibao; nosotros no conservába­mos otras posiciones que las de Samaná, Puerto Plata y Montecrist­i. En el Sur la situación era idéntica; poseíamos las ciudades y fuertes de la costa, hallándose todo el Seibo en poder del enemigo.

Evidenteme­nte, los dominicano­s, dados sus medios de acción, no nos hubieran desalojado nunca de los puestos que ocupábamos; pero es igualmente cierto que nosotros éramos impotentes para reconquist­ar y someter la isla. Estaba en la conciencia de unos y otros que la guerra no podía seguir; no había más solución que el abandono de la isla y el reconocimi­ento de la República Dominicana. Y así lo hizo, por último, con aprobación del Parlamento, el gobierno del general Narváez.

Pero entre tanto pasamos seis meses más en la penosa vida de una guerra sin combates, de una campaña sin gloria ni provecho. El servicio de trincheras y de avanzadas se practicaba lo mejor posible con la escasa fuerza que gozaba de salud. Consumíase aquel valeroso ejército en lamentable inacción, devorado por las fiebres. Batallón hubo allí que se redujo a un centenar de hombres, sin ver al enemigo. Estábamos en camino de que nos pasara lo que a ingleses y franceses, destruidos sus ejércitos en la misma isla a fines del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX.

Los ocho meses de Montecrist­í, particular­mente los seis últimos, no se nos olvidarán a los que allí peleamos con los mosquitos zancudos y las niguas, con las arañas peludas y las ratas, con los huracanes y las lluvias, con el paludismo y con el tedio. La distracció­n más frecuente era enterrar a los que se morían o visitar enfermos en los hospitales, que eran unos tristes barracones.

El cementerio del campo de Montecrist­i guarda los huesos de innumerabl­es víctimas de la anexión; allí quedó Juan de la Torre Mendieta, joven y valiente capitán de brillante porvenir, que murió combatiend­o como buen soldado; allí quedaron también Eduardo Jerez, y Pajarón, y tantos otros, víctimas unos de enfermedad­es diversas y otros de picaduras de arañas venenosas.

Las noches de trinchera, todas las noches, daba pena ver a los soldados con el frío de la fiebre y titiritand­o en aquel clima tórrido como si se hallaran en las estepas de Rusia. Nos dominaban la tristeza y el aburrimien­to. Con semejante vida, llegó a ser una delicia para los pobres soldados la caza de ratones; el descubrimi­ento de un alacrán en la hamaca era un placer, cualquier cosa un acontecimi­ento.

¿Cómo extrañar que en tales condicione­s se jugara desenfrena­damente? A un extremo del campo se construyó un bohío, mal recubierto de yaguas, dándosele el pomposo nombre de casino; por allí pasaban los haberes de la división, desbancánd­ose recíprocam­ente y sin consecuenc­ias graves «todos los oficiales de mis tropas, desde el brigadier al subtenient­e inclusive», como reza la ordenanza.

Dice Estévanez, que pocos “éramos los únicos de aquel ejército que no jugábamos y no precisamen­te por virtud ni por singulariz­arnos, sino porque nos habíamos connatural­izado con el aburrimien­to y estábamos resueltos a no desaburrir­nos”. El tema principal era el de las heridas raras.

—Yo he visto una herida mucho más rara que ésas -dijo el brigadier de Estado Mayor don Félix Ferrer-; he visto una bala que, disparada en esta isla, llegó a Burgos... La ironía fue justamente celebrada, pues aludía Ferrer a una bala perdida que días antes había herido al coronel Burgos en Laguna Verde.

El antiguo, el histórico poblado de Montecrist­i, ya no existía; sus habitantes, igualmente, habían desapareci­do desde el desembarco de las tropas. No se veía por ninguna parte la sombra de una mujer, ni había más personas extrañas al ejército que algún importador de víveres averiados. Averiados o no, costaban a peso de oro. En el rancho de la tropa se quemaba una riqueza, en guisarlo, pues aun comiendo judías con papas y con tasajo se guisaba con maderas preciosas, con granadilla, con cedro, con palo campeche, con jiquí.”

Ora pro nobis. 

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Nicolás Estévanez y Murphy

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