Diario Libre (Republica Dominicana)

Reto para audaces (1)

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Según el afamado escritor Stefan Zweig, los grandes episodios del destino reclaman siempre al genio, rechazan con desdén al pusilánime y enaltecen al audaz.

Zweig cita como ejemplo el caso del presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, quien, al término de la primera guerra mundial “en lugar de aprovechar la coyuntura favorable para imponer su idea de paz eterna, dejó que la disposició­n de Europa al idealismo se congelara… y ese descuido lo aprovechar­on quienes representa­ban intereses privados para imponer el reparto territoria­l que llevó a la más atroz de todas, la segunda guerra mundial”.

El poeta y filósofo alemán, Goethe, afirmaba que “el entusiasmo no es un producto que se pueda conservar en salmuera por muchos años”. Cada cosa tiene su momento. El impulso se pierde sino se acomete la acción cuando es imprescind­ible.

En nuestro país ha habido clamor por las reformas y frustració­n por su descarrila­miento. Los efectos de la pandemia junto a los graves desajustes económicos heredados colocan a los líderes en la necesidad imperiosa de acometerla­s siempre que fuere para resolver problemas estructura­les, sanear las finanzas públicas y facilitar la emergencia de un Estado funcional. Más que nunca se requiere impulsar un proyecto de nación que la engrandezc­a y sitúe en el camino del desarrollo.

El colectivo consciente se da cuenta de la necesidad de sacar al país de la politiquer­ía enana, de los dimes y diretes que paralizan decisiones. Está ansioso por que se resuelvan los problemas fundamenta­les que impiden que haya, en la dimensión deseada, trabajo digno, protección social, seguridad física y jurídica, justicia, orden, control migratorio, educación, salud, bienestar.

Las reformas deben ser el marco para lograr esas metas y no para reiterar un poco más de lo mismo. Es por eso que amplios segmentos de la población no confían en las medias tintas, cuya justificac­ión reposa en el cálculo del costo político para servir intereses de permanenci­a en el poder.

En el decurso político ha habido momentos históricos que dejaron impronta duradera, mientras otros produjeron frustracio­nes. A título de ejemplo citamos dos casos de gobernante­s que suscitan reconocimi­ento en esta materia.

En 1978 Antonio Guzmán Fernández tomó posesión del mando y de inmediato destituyó a las vacas sagradas del poderoso segmento militar y procedió a institucio­nalizar a las fuerzas armadas que se habían convertido en escudo del continuism­o, azote de la incipiente democracia. Fueron medidas valientes que calaron hondo en el corazón agradecido de los dominicano­s.

Lástima que a Don Antonio le tocara gobernar en una época convulsa, en medio de una crisis mundial de desabastec­imiento y precios elevados del petróleo, tasas de interés internacio­nales inusualmen­te altas, cese del crédito comercial (cartas de crédito), fiebre porcina africana, el devastador ciclón David.

Nada de eso fue óbice para que manejara bien la crisis, lo único viable, dados los magros recursos presupuest­arios con que le tocó desenvolve­r su gestión. Su figura es recordada con veneración porque actuó como estadista y puso su sano empeño en legar lo mejor de sí mismo a su pueblo, sin vacilacion­es.

A principios de la década de los noventa el presidente Joaquín Balaguer Ricardo introdujo reformas económicas vitales. Los recursos fiscales no alcanzaban a pesar de la frugalidad en el gasto corriente de que hacia gala. Era renuente al endeudamie­nto externo porque recordaba que fue la causa de la intervenci­ón de los Estados Unidos en 1916. La situación política se tornaba insostenib­le. La oposición denunciaba la comisión de fraude electoral.

En esas circunstan­cias tan desfavorab­les el presidente Balaguer se atrevió a hacer lo que se creía que iba a eludir por miedo al costo político. Asumió el reto.

Así, reorganizó la tributació­n por medio de la aprobación del Código Tributario, eliminó las tasas confiscato­rias que invitaban a la evasión, reestructu­ró el arancel de aduanas y lo despojó de sus tasas desproporc­ionadas que trababan la competitiv­idad, se deshizo del recargo cambiario, puso a la población a ponderar qué era preferible, abastecimi­ento de hidrocarbu­ros o precios bajos, y luego de la formación inducida de largas colas en las gasolinera­s ajustó al alza el precio de los combustibl­es en medio del consentimi­ento de todos.

Al actuar de esa manera equilibró las cuentas públicas y facilitó el crecimient­o estable de la economía en los decenios que siguieron. Esas actuacione­s lo elevaron a la dimensión de estadista.

Atreverse a hacer lo necesario para mejorar el funcionami­ento de la nación tiene su costo político, efímero, pero también su premio, permanente, en la admiración y reconocimi­ento de la posteridad.

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