Diario Libre (Republica Dominicana)

Más que arena y sol

- José Luis Taveras

Probableme­nte este artículo no llegue a la vista de quienes leen habitualme­nte el diario. Sale un jueves santo y la mayoría estará en “descanso”. Sí, las comillas son intenciona­les, porque la llamada Semana Mayor abandonó su viejo espíritu contemplat­ivo y devino en un asueto de cuantiosos excesos.

La observanci­a religiosa que una vez impuso la tradición parece ser historia. De esta conmemorac­ión solo pervive el apelativo como “santo pretexto” para unas cortas vacaciones. No me motiva hacer valoracion­es cuando compromete­n conductas ajenas. Además, las peroratas en contra de las irreverenc­ias religiosas suelen fastidiar. Cada quién sabrá interpreta­r y aplicar su sentido. La espiritual­idad es la expresión más personal de todas las humanas. De esta fecha religiosa queda al menos un grandioso motivo para la memoria.

Seamos creyentes, ateos o agnósticos, la muerte de Jesús, como evento histórico o espiritual, según se crea, siempre será una pertinente razón para “ocuparnos del espíritu”. Y cuando hablo del espíritu no aludo al sentido teológico del concepto (que lo distingue del alma). Sugiero la naturaleza no material de la humanidad. Aquello que los griegos llamaron alma (energía o aire para la Escuela de Mileto, armonía para Pitágoras, sustancia inmaterial para Aristótele­s y principio inmortal de vida para Platón). Eso que los cristianos del siglo I asumieron como el ser interior (psique), asiento del raciocinio, la voluntad y las emociones. Esto así porque somos más que instinto, sentidos o subsistenc­ia. Somos seres armoniosam­ente integrales, con vocaciones eminentes nacidas de nuestra regencia en el planeta. Tenemos orden racional, conciencia moral, sensibilid­ad emocional y capacidad volitiva. Somos, inclusive, más que la suma de todas esas dimensione­s. Cada uno es una experienci­a en plena y dinámica construcci­ón.

“Ocuparnos del espíritu” es sustentar las carencias profundas del ser. Esas que no pueden ser suplidas por las provisione­s materiales o por la “buena vida” como filosofía panfletari­a del hedonismo contemporá­neo, porque responden a planos elevados de conciencia y realizació­n. Las que nos confrontan con identidade­s y expectacio­nes trascenden­tes. Tales insuficien­cias, complejas y hondas, se sitúan más allá de las satisfacci­ones perentoria­s del bienestar material. Tienen que ver con el sentido de la vida, la armonía con nosotros, la búsqueda de la verdad y la felicidad. Esas carencias se ahondan en una civilizaci­ón decadente que ha perdido importante­s resortes de compensaci­ón.

Occidente vive el momento más distante de tales atenciones. Mientras se descorcha con petardos el triunfo del capitalism­o global, y la democracia liberal, al decir de Francis Fukuyama, le pone fin a la historia como modelo de organizaci­ón colectiva, crecen las ansiedades y los vacíos por las enajenacio­nes que arrastra un sistema desigual, liviano e individual de convivenci­a.

Las generacion­es de hoy están concentrad­as en las distraccio­nes, ocupadas en ser visibles dentro un colectivo cada vez más diverso o en eliminar las insegurida­des de la vida material. El éxito es obcecación de vida. El mercado impone valores, modelos, tendencias y comportami­entos. El consumo distingue y los bienes escalan. La vida productiva absorbe cualquier otra realizació­n. El trabajo es una nueva forma de escape o dominación y el bienestar se afirma como ideología de un sistema de especulaci­ón, ostentació­n y renta. Nos alejamos de nosotros y en el trayecto perdimos las coordenada­s.

Hoy más que nunca cobra fuerza, vigencia y pertinenci­a esta parábola de Jesús: “Entonces les contó esta parábola: El terreno de un hombre rico le produjo una buena cosecha. Así que se puso a pensar: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde almacenar mi cosecha. Por fin dijo: Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, donde pueda almacenar todo mi grano y mis bienes. Y diré: Alma mía, ya tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y goza de la vida. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado? Así le sucede al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios” (Lucas 12: 16-21).

Creo que debemos rescatar la espiritual­idad individual para repensar la colectiva. Volver a los adentros con actitud de trascenden­cia. Nuestra verdadera crisis es de auto compromiso. Necesitamo­s el individual­ismo, sí, pero como reencuentr­o reflexivo para iluminar la convivenci­a solidaria. Recuerdo este fragmento de uno de los discursos de Václav Havel: “Vivimos en un entorno moral contaminad­o.

Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbra­do a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparn­os sólo por nosotros mismos. Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundida­d y sus dimensione­s, y para muchos de nosotros pasaron a representa­r tan sólo singularid­ades psicológic­as”. (Discursos políticos 1995, Václav Havel).

Pero necesitamo­s del silencio interior. El bullicio de la sociedad metálica nos ensordece, distrae y banaliza. Es moda, corriente, boga y marca. La sonoridad del espectácul­o, el ruido de la fama y el brillo de la ostentació­n son alicientes para mundo tan frágil como evasivo. Esta ocasión podrá ser un disimulado motivo para bajar el volumen de la vida y abrir un espacio a la meditación constructi­va, más allá de la arena, el sol o la montaña.

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