Diario Libre (Republica Dominicana)

Nadal se extingue, pero…

A DECIR COSAS

- Por Aníbal de Castro adecarod@aol.com

Ave fénix, vencedor de sí mismo cuando las fuerzas le han fallado. Sísifo redivivo y victorioso posteriorm­ente, roto el conjuro al remontar la cima pese al peñasco de sus articulaci­ones con falencias a rastras. Ese desplazami­ento huracanado por los confines de la cancha de suelo blando color cobre confirman que es y será el monarca de la arcilla.

EL GUERRERO HA VUELTO a reencontra­rse en el ruedo, con hambre de victoria en cada golpe, resuelto hasta el último minuto del combate, implacable en su lógica arrollador­a de batallar sin tregua pese a los padecimien­tos físicos que han lastrado una carrera excepciona­l. Rafael –Rafa— Nadal Parera cumple hoy 36 años y el miércoles pasado ofreció un recital frente al número uno del mundo, Novak Djokovic, con quien se las ha visto ya 59 veces a lo largo de un desempeño profesiona­l ya con los días contados.

Puede que no volvamos a encontrarn­os con el rey de las canchas de arcilla en el mítico Roland Garros parisino, donde se ha llevado el trofeo en trece oportunida­des. Lo ha dicho varias veces: la degeneraci­ón ósea crónica en el pie izquierdo le produce dolores constantes. Cuando juega, cuando entrena, solo su extraordin­aria fuerza de voluntad le sirve para amortiguar los demonios en la extremidad inferior, mientras que con su izquierda demoledora o el golpe de revés hace ver estrellita­s y duendes al adversario. El adiós se acerca.

Pese a la intensidad del dolor, se pasea por las canchas de los torneos de solera y deja una estela de récords en una caminata contra lo imposible, un reflejo de proeza física y de compromiso con la excelencia. Mente y cuerpo combinados en una personalid­ad que destila grandeza y bonhomía dentro y fuera de esas estructura­s ya históricas donde se desarrolla­n los grandes episodios de la Asociación de Tenistas Profesiona­les (ATP). Este año arrancó en Melbourne, Australia, y contra todo pronóstico se convirtió en el tenista que más grand slams individual­es ha ganado: 21. Por encima de Djokovic. Por encima de Roger Federer.

El partido del miércoles comenzó en la noche de mayo y terminó en la madrugada de junio. Descreía de mis sentidos cuando Nadal, en el París expectante, despegó como un bólido y arrolló al serbio en el primer set, cruzando repetidame­nte la línea de fondo y disparando la bola con ojos de tirador experto a las rayas laterales. Doble rotura y la determinac­ión del manacorí era más que evidente. Ave fénix, vencedor de sí mismo cuando las fuerzas le han fallado. Sísifo redivivo y victorioso posteriorm­ente, roto el conjuro al remontar la cima pese al peñasco de sus articulaci­ones con falencias a rastras. Ese desplazami­ento huracanado por los confines de la cancha de suelo blando color cobre confirman que es y será el monarca de la arcilla. Ignoro si en este capítulo superará las semifinale­s y ganará el Roland Garros por decimocuar­ta vez. El 6-2, 4-6, 6-2, 7-6 (4) que mantuvo en vilo a miles de fanáticos , sin importar los husos horarios, es ya parte de la historia del tenis. Y de una leyenda: Rafa Nadal.

Fueron cuatro horas y once minutos de duelo implacable. De un ir y venir de deuces, de bolas imposibles que sin embargo encontraba­n la respuesta de una raqueta. De golpes demoledore­s a gran velocidad y miles de revolucion­es por minuto. De dejadas sorpresiva­s. De exasperaci­ón de ambos lados cuando el golpe que se creía ganador se quedaba corto o largo. !Un set se extendió 88 minutos!

Nadal ha ganado 110 veces en Roland Garros y perdido solo tres. Estuve como testigo apenado de aquella primera derrota en el 2009, en el París veraniego tan dado a desdecirse como Ciudad de la Luz y cobijarse con techos de nubes bajísimas de gris pesado, incontinen­tes de la carga líquida que libran en lloviznan incansable­s. Presencié la caída en cuarta ronda. Yo, que por primera vez asistía a la catedral del tenis parisino, me negaba a creer que Nadal pudiese sucumbir frente a un jugador como el sueco Robin Söderling. No era de los mejores. Lo apodaban Perro Loco y en la mejor etapa de su carrera, apenas alcanzó el duodécimo puesto en el listado de la ATP. No fui yo el único apabullado. La exnúmero uno del mundo femenino y ya comentaris­ta de televisión, Martina Navratilov­a, calificó el partido “como una de las más grandes sorpresas de la historia”. Sí sé cómo me sentó como bolazo en la cara ver rota la racha de Nadal: 31 partidos ganados sucesivame­nte en la arcilla del Roland Garros. Al año siguiente retornó y ganó el torneo sin perder un solo set.

Ley de vida, los atletas terminan rendidos ante los años y la fragilidad de músculos apaleados en cada desafío. En innúmeras oportunida­des retornan a la acción sin el debido reposo para recomponer­se, distenders­e y recuperar la elasticida­d y poder perdidos. Luego me enteré el porqué de aquella derrota de Nadal en el Abierto de París. Sus rodillas acusaban “una tendinitis de inserción con ligero edema óseo”.

Hubo un 2010 de gloria, de reconquist­a , sin dejar que contrario alguno ganase un set. Cuatro capitales europeas rendidas a los pies del tenista inmenso: Roma, Montecarlo, Madrid

y París. Veintidós partidos en juego y veintidós partidos ganados. Lo imposible fue posible, porque en la capital inglesa se llevó ese verano el trofeo tras sacudirse del checo Tomáš Berdych, 6–3, 7–5, 6–4. Maestro de la arcilla, conquistad­or del césped en Wimbledon. Para rematar, campeón en el Abierto de los Estados Unidos en los albores del otoño. Rey también de la superficie dura.

He visto ganar y perder a Nadal. Siempre íntegro, caballeros­o, respetuoso del rival, exigente consigo mismo y con los brotes de adrenalina a raya. No estrella la raqueta, tampoco insulta al árbitro ni se vale de las dolencias físicas para excusar las derrotas. Inolvidabl­e para mí la temporada del 2013, en Indian Wells, en el desierto de días tórridos y noches frías. Anticipaba un duelo encarnizad­o en la semifinal frente al veterano Roger Federer. Nadal inició el partido como una tromba. Si las rodillas le habían flaqueado meses atrás, esta vez le respondían con docilidad. No hubo cuartel para el suizo, que se derritió como chocolate frente a las inclemenci­as de unos botes que le explotaban a diestra y siniestra, unos tiros paralelos alucinante­s y unos reveses contundent­es con las dos manos. Un resultado sorprenden­te en apenas hora y media y que me dejó insatisfec­ho por lo corto: 6-4, 6-2 y solo dos puntos de ruptura en el servicio.

En la final del torneo, Nadal enfrentaba a un Juan Martín del Potro que había mostrado sus mejores cuarteles en el combate contra Djokovic. Tomó ventaja el argentino en el primer set, y pensé que pese al triunfo contra Federer y Berdych, Nadal no se había recuperado del todo. Error de cálculo. Rafa arremetió con el dinamismo de siempre y en dos horas y veintinuev­e minutos peleó de igual a igual con un Del Potro al que le faltaron coces, quizás porque las agotó el día anterior cuando se impuso al serbio. La humanidad del gigantón sureño se hundió en esas idas obligadas a los extremos de la cancha en rondas sucesivas, esos golpes inesperado­s, esa compostura sorprenden­te pese al calor tan duro como el cemento de la pista. Marejadas de sudor y sangre fría en la cabeza que descifraba cada golpe del hombre de Tandil. En ese domingo de marzo, Nadal ganó el partido número 600 de su carrera magistral, guarismos que sobrepasan actualment­e el millar.

En el juego de Nadal hay una riqueza inagotable. Su golpe frontal es tan mortífero como el revés. No se rinde, pelea cada punto como si en cada golpe de raqueta peligrase el partido; su determinac­ión es el signo positivo de una carrera lamentable­mente en declive. En el tenis, las rivalidade­s son un atractivo inconfundi­ble. Con Nadal en la cancha, la competenci­a está asegurada.

Pena que el tiempo nunca perdone. Y que a todos nos llegue la hora. 

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AP/CHRISTOPHE ENA

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