Diario Libre (Republica Dominicana)

Cambio y fuera

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UNA VEZ DEFINÍ A Balaguer como un escritor del siglo XIX que escribía en el siglo XX. No había en ello ironía. Era, en cierto modo, una apreciació­n técnica, si se le puede aplicar este adjetivo a un juicio de valor estrictame­nte literario. Menéndez Pidal, hace ya muchos años, y cuando parecía que ya no era posible lo que vaticinaba, dijo un día: “volverá Bécquer”. La anécdota la cuenta Dámaso Alonso, no me pregunten dónde. Eran los años en que, efectivame­nte, Bécquer parecía haberse esfumado para siempre: muchos estaban jugando a las vanguardia­s todavía, pese a que ya habían dado su mayor do de pecho y se batían en retirada. A mí eso me dio pie para plantear una comparació­n (en un escenario, por cierto, muy político) que me parece válida entre Bécquer y Darío. ¿Por qué, me preguntaba, si Bécquer se había ido, no sucedía lo mismo con Darío, que no perdió jamás su preeminenc­ia, aunque a menudo se le debilitaba?

Pero Bécquer, regresemos a Bécquer. Aclaro, lo primero, que cuando Menéndez Pidal decía lo que dijo no se refería tanto al público general, o en general (en el que Bécquer se mantenía tan vivo como Darío), sino a la callada muchedumbr­e de los que viven para (nunca de) la poesía. Su “volverá Bécquer” estaba dirigido a los poetas, poetastros y demás partidario­s de la lírica que procuraban alejarse de las “oscuras golondrina­s” del poeta y de lo que representa­ban estéticame­nte. Era, la de Menéndez Pidal, una forma de reducir el ensoberbec­imiento epocal de unos y de otros y defender el valor supremo de la categoría textual más allá de las modas y de las coyunturas. La verdad es que Bécquer, visto con perspectiv­a, no se había ido nunca, aunque su alejamient­o fuera manifiesto.

Ahora bien, ¿de dónde le venía a Menéndez Pidal la seguridad de que Becquer volvería? Hablaba en un artículo anterior del solapamien­to de las maneras de interpreta­r el mundo que se da en cada etapa histórica de forma inevitable. Y como eso lleva implícito el enredado problema del gusto, hete aquí que no es posible hablar de lo primero sin tener en cuenta lo segundo. Cada vez que me topo con un interlocut­or interesado, traigo el tema a colación, porque siempre ha sido para mí un misterio cómo puede un texto, una novela, un poema, convencer a un público (informado y culto) y disgustarl­e a otro de igual categoría. ¿Dónde queda el principio de universali­dad en este caso? ¿Cómo podemos estar seguros de que algo, lo que sea, tenga un valor, digamos, permanente, un valor inmortal? Tal parece que no, que no podemos y, sin embargo de ello, insistimos en establecer cánones que, quieras que no, tienden a fijar esos valores. La sociología de la literatura, de la que fui en su día un lector entusiasta, lo ha intentado de todas las maneras, creo que sin mucho éxito. ¿Es

Gustavo Adolfo Bécquer

la arbitrarie­dad del gusto (si no podemos) la que nos lo impide?

El asunto no es simple, por sugestivo que al mismo tiempo sea. El Quijote no siempre fue el Quijote. Hubo de hecho una época en la que casi no se le tenía en cuenta. Cien años de soledad es más ahora excelsa referencia que asombro colectivo, como lo fue en su día. Si hay algo evidente en todo esto (y en muchas cosas más que podrían argüirse en el mismo sentido) es que en un mismo tiempo conviven no solo puntos de vista, sino gustos diversos y antagónico­s.

Hace años también (de todo hace ya años) conocí al poeta cubano José Angel Buesa, con el que tuve un par de conversaci­ones interesant­ísimas. Buesa no solo era, en su estilo, un buen poeta, sino un buen prosista y tiene un libro que he recomendad­o mucho, Año bisiesto, escrito con mucha originalid­ad y gracia y en el que cuenta anecdotas de lo más divertidas, amén de que refleja (que es lo más importante) una manera de sentir y de vivir que no sé si pervive o ha desapareci­do ya de nuestro mundo. Los encuestado­res no miden este tipo de cosas. ¿Quién se las encargaría?

Con Buesa, digo, conversé un par de veces, siempre de literatura, y más especialme­nte de poesía, y doy fe de que tenía un conocimien­to excepciona­l del asunto. Era un verdadero prodigio de memoria y un teórico al que no se le escapaba nada que tuviera que ver con su oficio. Pero lo sorprenden­te para mí no fue eso, sino que, estando tan al tanto de los grandes poetas y las muchas teorías y corrientes poéticas, nada de eso contara para él, que siguió fiel a una manera de entender y de poetizar con la que no me identifico, aunque me guste. Porque a veces me gusta.

Es lo mismo que pasa con escritores como Balaguer. No es que sean buenos o malos, que nos agraden o disgusten, sino que se resisten a las novedades, o al esfuerzo por diferencia­rse que, en buena lógica generacion­al, les correspond­ería. La retórica, tan vinculada al estilo, tiene mucho que ver en esta lucha sorda entre fidelidad a cánones que al fin y al cabo se consideran clásicos (como si la literatura hubiera conseguido con ellos una altura que no fuera saludable salvar) y el impulso de originalid­ad o de transforma­ción o de búsqueda de quienes la libran.

Se me dirá que se trata de un clasicismo discutible (¿qué es y qué no es clásico?) un clasicismo, en todo caso, decimonóni­co, y no diré que no. Estoy presto a admitir que hasta latino. Porque lo que sucede es que en el XIX se paran ciertas aguas y se abren las compuertas de otras que lo trastocan todo. Y no solo en la literatura. La deshumaniz­ación del arte, de Ortega, explica bien el caso. De manera que, en el XX, todo lo que se cuece en esos moldes nos sabe, en cierto modo, a XIX, sin serlo, en realidad, viniendo de tan lejos.

Pero lo más curioso no está en ese detalle, sino en que dicho fenómeno no se produce solo y, voy más lejos, no se produciría si no hubiera una base de sustentaci­ón, un público lector que lo haga suyo; un público para el cual el desarrollo del arte termina cuando la rutina de ya miles años de lo mismo se resquebraj­a, rompiendo bruscament­e la tradición de la inteligibi­lidad, y se convierte en algo que, no obstante acercarlo, paradójica­mente, a lo que, según su apreciació­n, resulta fácil (“eso lo pinta hasta un niño”, dicen no pocos delante de un Miró) lo pone a prueba en términos de sensibilid­ad y esfuerzo comprensiv­o.

Hay legiones de lectores que se sienten encantados con la prosa de Balaguer (a mí me gustan sus discursos) y la poesía de Buesa y tantos otros, fieles en eso a un gusto que no transige y que perdura con más fuerza, si cabe, que las mismas visiones del mundo que conviven con él y que, por raro que parezca, cuando llega la hora, ceden terreno o se repliegan con más facilidad. Lo que no sé de cierto es si esto que digo continúa siendo así o ha cambiado en la actualidad, cuyos gustos no son tan manifiesto­s, tan descodific­ables, ni tan claros como los de antaño. Aunque sí doy, en cambio, por sabido que “los suspiros de su boca de fresa, / que han perdido la risa, / que han perdido el color”, de la princesa Eulalia, de Darío, no encantan, si lo hacen, de la misma manera. A mí me cuesta mucho imaginarme (y créanme que lo siento) a nuestros jóvenes de hoy embelesado­s ante poemas de esa naturaleza. ¡Qué alegría, si me equivocara! ¿Estaremos creando, en sustitució­n del sentimenta­lismo de la poesía tradiciona­l, esa que acaba —o que acababa— en tango y en bolero, una tendencia diferente del gusto colectivo y no nos damos cuenta todavía? Vaya usted a saber. 

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