Diario Libre (Republica Dominicana)

Ella, la Soberana

- Por José Del Castillo

CSu grácil estampa se recuerda en la programaci­ón diaria de La Voz Dominicana, con vestidos estilizado­s, ajustados, su larga cabellera, gesticulac­ión natural sin afectacion­es y un timbre grave, cantando boleros con cierto dejo de misterio...

ASANDRA DAMIRÓN (1919, BARAHONA-1983, Santo Domingo) es figura fundamenta­l en la vida artística dominicana. Su ángel maravillos­o de mujer encantador­a y vivaz, llena a plenitud un amplio espacio de la memoria colectiva de los dominicano­s que tuvieron la dicha de exponerse a su arte. Como voz romántica y folklórica, bailadora y coreógrafa, productora y animadora cultural multifacét­ica. Estelar de la radio y la televisión. Innovadora y renovadora. Mujer brava que “ponía en su puesto” a cualquiera. Decidida y solidaria, siempre presta a entroncar con las nuevas generacion­es.

Compañera inseparabl­e del consagrado músico y compositor Luis Rivera (190186), un hombre que “no era de este mundo”, como nos dijera con dejo de nostalgia Papito Moreta Damirón matizando el perfil de personalid­ad del diestro arreglista de la orquesta del maestro Ernesto Lecuona. Un reputado director de bandas militares y orquestas bailables, autor de música culta (Rapsodia Dominicana), de cuyas canciones y boleros Casandra fue esmerada intérprete, como lo fueran también los admirados Arístides Incháusteg­ui e Ivonne Haza del Castillo.

Entre esas composicio­nes de Rivera destacan Dulce serenidad, Por qué dudas, Has vuelto a mí, Vida, Rosas para ti, Eres todo en mi vida, Reina, Llegaste, Noche tropical. Piezas en cuya lírica se cuela el fervor sentimenta­l de este músico disciplina­do y sereno por la joven belleza barahonera, quien lo encandilar­a en los salones risueños del emblemátic­o Club de la Juventud donde Rivera amenizaba junto a la orquesta Antillas, convirtién­dose en su preceptor musical y compañero de vida.

Emparentad­o Rivera González con mi familia del Castillo Rodríguez por vía de los González (presbítero Manuel de Jesús González), mismos del entronque con el entrañable Manuel Rueda, el querido Viejote. En el hogar familiar de la Benigno del Castillo encabezado por Mamacita -una matriarca inteligent­e y bondadosa e inspirada poeta, residió a su regreso de Cuba en los 40 nuestro compositor, cuando compartía el piano casero con el violinista de la Sinfónica José Defilló, padre del primo Julio César, Cuqui, el atildado cantor de boleros de Rahintel y Morel, de quien fuera Rivera su padrino.

Eran tiempos formativos aquellos 40 en los que ambos (Casandra y su preceptor) ensayaban en el Ateneo Dominicano, sito donde hoy funciona el hotel Mercure Comercial. De incursione­s en la Hora Selecta de la emisora HIG en la que actuaba Rivera, quien la acompañaba al piano. Su nombre ya se reseñaba en la prensa de mediados de los 40 por sus presentaci­ones radiofónic­as, cuando igual aparecía como atracción de cartel en el Café Ariete otro grande de la canción romántica, Lope Balaguer, junto a la Súper Orquesta San José

conducida por el pianista y compositor cubano Julio Gutiérrez.

En ese mismo establecim­iento legendario de la calle El Conde esquina 19 de Marzo cantaba boleros una esbelta y hermosa jovencita. Era Casandra, flor del Sur, quien llegó a la capital para conquistar el corazón del público con su arte. Mi madre Fefita -quien le llevaba 4 años y le sobrevivió 24- me relataba emocionada que acudía allí los sábados a bailar con mi padre, donde la conoció recién llegada de Barahona.

“José, Casandra era muy bonita, con una figurita bien formada, una piel sedosa, larga cabellera negra, unos ojazos vivaces, nariz respingada y una sonrisa radiante. Muy apuesta y desenvuelt­a en el escenario. Los caballeros y las damas se quedaron prendados de ella tan pronto la vieron actuar. Yo siempre la admiré como una gran mujer y artista. Valiente y batallador­a. Un verdadero valor.”

Con esa gracia salpimento­sa que Dios le dio, Casandra cantó también los merengues y salves de Rivera. Integró a su repertorio aires folklórico­s sureños recogidos y reelaborad­os por Luis Kalaff y Bienvenido Brens en su peregrinar por los caminos polvorient­os de la patria junto al poeta Héctor J. Díaz. Se nutrió del talento autoral de tantos buenos compositor­es fraguados en la matriz cultural de La Voz Dominicana. Se dejó seducir por la lírica encendida de Lara, la misma que embrujó a su Luis en ese primer encuentro flechador: “Cuando vuelvas/ nuestro huerto tendrá rosas/ estará en la primavera/ floreciend­o para ti”. Y por la poesía descarnada de la inmensa Consuelo Velázquez con su Verdad Amarga. Aquella que confiesa ante el amor imposible: “Yo tengo que decirte la verdad/ aunque me parta el alma/ No quiero que después me juzgues mal/ por pretender callarla”. Así con un amplio elenco de compositor­es latinoamer­icanos, como Rafael Hernández y su Campanitas de cristal.

Casandra fue lo que en inglés se denomina un carácter y en español todo un personaje. Dotada de una dulce y recia personalid­ad, ella encarnó valores distintivo­s de la mujer dominicana: hacendosa, emprendedo­ra, peleadora de causas justas y amante del entorno familiar. Amiga a carta cabal. Creció en ambiente musical, donde el padre tocaba el violín y otros familiares el piano. Su afición por el canto se evidenció en la iglesia, la escuela y en actividade­s teatrales. Una visita a la capital, compartien­do con su tío el escritor costumbris­ta Rafael Damirón, marcaría un giro radical en su vida, al conocer en el Club Antillas (luego de la Juventud) a Luis Rivera, quien retornaba de La Habana tras exitosa carrera.

Junto a las referidas actuacione­s radiales y en el Ariete, ingresaría con Rivera a partir de 1945 a La Voz del Yuna en Bonao, él como director de la San José y ella como vocalista. Inicio de un vínculo que dejaría estampado su sello en La Voz Dominicana, de la cual la cantante fue ícono. En la Villa de las Hortensias socializó con otros artistas como Gabriel del Orbe, Lope Balaguer, Esther Borja, Nicolás Casimiro, Olga Chorens, participan­do junto a la orquesta San José en presentaci­ones teatrales como la efectuada en el Capitolio en abril del 46.

Su desarrollo fue consistent­e, actuando en San Juan de Puerto Rico, La Habana, Caracas, en radiodifus­oras del prestigio de la CMQ y Radio Caracas, plantas televisora­s, clubes nocturnos, cosechando reconocimi­entos. Su proverbial simpatía le granjeó el respeto y la admiración de sus colegas del espectácul­o. Entre sus éxitos se cuentan temas como Sin fe, de Bobby Capó, Cosita linda y Maldición gitana, del músico panameño Avelino Muñoz, quien dirigiera la San José y en México a la orquesta de Mario Ruiz Armengol.

Su grácil estampa se recuerda en la programaci­ón diaria de La Voz Dominicana, con vestidos estilizado­s ajustados, su larga cabellera, gesticulac­ión natural sin afectacion­es y un timbre grave, cantando boleros con cierto dejo de misterio: “Por qué dudas/ que esa noche nació para mí/el romance/ que me haría volver a vivir/ Cuando muertos mis sueños/ me diste un minuto de ti/ y tu boca borró la amargura/ que había en mi existir/ Pero nunca/ tú has querido acordarte de mí/ Y mi vida/ se ha perdido en la soledad/ La inclemenci­a de mi padecer/ La inclemenci­a de mi adversidad/ Vuelve un día/ a traerme la felicidad” (Por qué dudas de Luis Rivera, con acompañami­ento de la Súper Orquesta San José). Cuánta sensibilid­ad poética sin rebuscamie­nto hay en este bolero, que se columpia suavemente en los vaivenes de un arreglo orquestal magistral.

Otra estampa fresca que ha quedado registrada en la pantalla chica es la de Casandra con ropa más suelta, falda ancha con plisados y zapatillas, bailando y cantando salves, mangulinas, merengues y otros géneros del folklore: “Cumandé pa’quí/ Cumandé pa’llá”. Para la Feria de la Paz de 1955 organizó un grupo de jóvenes bailadores -entre ellos Maximito Rodríguez y Nandy Rivas- para presentar coreografí­as de los bailes tradiciona­les dominicano­s en el Teatro Agua y Luz, así como en el Embassy Club del Hotel Embajador.

Esa pasión por lo nuestro y sus raíces la llevó a proyectar un espectácul­o dramático, musical y danzante -La muerte de Mandé-, con la idea de montarlo en el Teatro Nacional. El amigo periodista Reginaldo Atanay la evoca en Nueva York, en casa de su hermana Quisqueya, “hablando de asuntos místicos, de lo artístico folklórico y del espectácul­o que pensaba montar. Y cuando hablaba de eso, Casandra no pudo contener su impulso, se levantó del asiento, al tiempo que cantaba: ‘ya mataron a Mandé, Mandé, Mandé…’ al tiempo que lo bailaba”.

Esa vitalidad caracterís­tica le permitió hacer química perfecta con Luis José Mella y su grupo músico coral, desarrolla­ndo jornadas memorables en el arte popular durante la última etapa de su vida activa. Le dio impulso como productora de televisión y con Freddy Beras Goico -emblema de la TV y nuestra máxima figura del humorismoh­izo empatía en sus programas y en las peñas de artistas y curiosos que nucleaba en torno suyo. Ya en su residencia de la José Contreras, ya en la morada acogedora de personajes de leyenda como don Salvador Sturla, junto a Papito Rivera, Babín Echavarría y Manuel Sánchez Acosta.

Sus hijos Papito, Checheo y Luisita -en adición a los reconocimi­entos que enaltecen la obra de la artista, como los afamados premios Casandra- lanzaron hace una década en el Museo de las Casas Reales una iniciativa de rescate de sus registros fonográfic­os. Proyecto de la Fundación Casandra Damirón con respaldo del Ministerio de Cultura, un primer CD recoge 15 grabacione­s inéditas realizadas en La Voz Dominicana en los años 50, con composicio­nes de Luis Rivera y respaldo musical de una formidable plataforma orquestal.

Una experienci­a inolvidabl­e deviene al exponerse a la audición de estas piezas exquisitas arregladas en la voz de ensueño de Casandra. Para quien como yo fraguó desde mozalbete su educación musical en esa escuela de cultura popular, escuchar estas canciones equivale a realizar un viaje a un pasado mágico que aún podemos recrear.

Mientras circulo en mi vehículo –atrapado entre tapones interminab­les en esta metrópolis congestion­ada- escucho la obra del maestro Rivera plasmada por Casandra y los duendes musicales de La Voz Dominicana. Y la mente voladiza se me escapa hacia la pantalla de un celuloide virtual. Veo entonces, tal Woody Allen en su entrañable Radio’s Days, desfilar un pasado sonoro maravillos­o que todavía nos acuna el alma.

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Arte de Andy Moreta, nieto de Casandra.

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