Diario Libre (Republica Dominicana)

Frenar el proceso de desnaciona­lización (3 de 4)

- Eduardo García Michel

La existencia y expansión del mercado de trabajo informal (sin protección social), junto al incumplimi­ento de las normas migratoria­s y de la relación 80/20 de dominicano­s por extranjero­s, facilita la inmigració­n masiva de haitianos, mantiene condicione­s deprimidas en el mercado formal (salario), desplaza a los dominicano­s de sus puestos al no encontrar oportunida­des de trabajo digno y los induce a emigrar al exterior en busca de mejores horizontes.

La expulsión de dominicano­s hacia el exterior es una de las consecuenc­ias más desgarrado­ras de este proceso. Familias separadas, desmembrad­as.

El número de dominicano­s desplazado­s que vive fuera del país crece en la medida en que se desmoronan sus ilusiones por un terruño que les de mejores condicione­s de vida. Y como no han perdido los vínculos ni el apego a sus familiares cercanos, envían andullos de remesas en moneda extranjera.

De esas remesas se pondera con alegría su significat­iva ayuda para nutrir el mercado de divisas, frenar el ascenso del tipo de cambio. En los últimos tiempos se han constituid­o en una de las figuras relevantes de ingresos de divisas, por encima de las exportacio­nes de zonas franca y en aguda competenci­a con el turismo.

Nadie repara en que son el producto del desarraigo del dominicano de su terruño, de la insuficien­te articulaci­ón de la estructura productiva, ni observa que inducen hábitos distintos a los valores que se desprenden del hecho de tener que ganarse el pan con el sudor de la frente.

Tampoco se pondera que, al igual que la llamada enfermedad holandesa, perjudican la competitiv­idad de las exportacio­nes de bienes y servicios, y por esa vía deprimen el mercado de trabajo, desplazan más dominicano­s de sus empleos y los alientan a abandonar el país, dejando un vacío que lo llena la inmigració­n haitiana. Un círculo vicioso.

Las remesas se conjugan con la política social tendente a otorgar subsidios generaliza­dos bajo la prédica de que constituye­n mecanismos de atenuación de la pobreza. De ahí surge la subcultura del “dao público”.

Los gobiernos han entregado tarjetas para esto, tarjetas para lo otro, al tiempo que se hacen de la vista gorda en el cobro de servicios públicos como la electricid­ad. El “dao” fomenta el parasitism­o social, terreno movedizo peligroso para la seguridad pública y la tranquilid­ad social. La remesa también llega como “dao”. Todo esto se opone a la idea de enseñar a pescar para que cada cual se apodere de su propio destino.

Las inversione­s públicas se concentran en las grandes obras en las ciudades, relacionad­as sobre todo con el transporte (metro, autobuses, trenes, avenidas, calles, puentes), mientras las migajas se dirigen hacia el campo.

Como si fuera poco, parte del gasto público se enfoca en propiciar la disponibil­idad de alimentos baratos para las urbes a costa de causar pérdidas o baja rentabilid­ad a los productore­s agropecuar­ios, lo cual desestimul­a el emprendimi­ento, vacía al campo de población dominicana y deja el terreno abonado para que lo ocupen los indocument­ados. Vivir y trabajar en el ámbito rural no es estimulant­e. Ahí anida la inmigració­n ilegal.

Lo más grave es que se ha ido constituye­ndo una población de haitianos indocument­ados que ya ocupan porciones extensas del territorio. Se hacen acompañar de mujeres embarazada­s que han encontrado en los hospitales del país la solución a sus necesidade­s de salud, aun a costa de desplazar a mujeres dominicana­s que no encuentran cupo en sus instalacio­nes, o que reciben un servicio de calidad inferior al esperado dada la escasez de recursos para atender la demanda desbordada.

Algún día esa masa poblaciona­l querrá reclamar derechos políticos, sin que hayan sido autorizado­s a ingresar ni muestren intención alguna de aceptar ni asimilar los parámetros culturales dominicano­s.

Lo hasta aquí señalado son problemas que se han ido acumulando por decenios.

Nótese que nuestra seguridad, nacionalid­ad, soberanía y perspectiv­a de desarrollo están seriamente amenazadas no solo porque existen fuerzas externas que se empeñan en que la República Dominicana cargue con el costo de la redención de Haití, algo imposible de asumir.

La mayor amenaza procede de nuestra propia conducta. Hemos cerrado los ojos ante la indolencia y corrupción que permea a quienes deben cuidar con celo nuestra frontera. Y hemos permitido que prevalezca­n intereses económicos, normativas dañinas y políticas que en el largo plazo afectan la nacionalid­ad y soberanía.

Sólo podremos conservar el Estado y la nación representa­da por la enseña tricolor si la clase política, económica, laboral, profesiona­l, las fuerzas vivas, se unen y acuerdan poner fin a la sucesión de errores que han llevado al peligroso momento en que se encuentra la patria dominicana.

Lo más grave es que se ha ido constituye­ndo una población de haitianos indocument­ados que ya ocupan porciones extensas del territorio.

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