Diario Libre (Republica Dominicana)

Las burbujas del calamar

- José Luis Taveras

La percepción es la captación sensorial de la realidad que permite procesar e interpreta­r el mundo exterior. No solo es empírica; se forma con la observació­n metódica y la experienci­a. De manera que es un acto racional.

La República Dominicana ha tenido una alta percepción de la corrupción pública. Esa impresión ha prevalecid­o con pocos cambios en los últimos treinta años. Y no es casual: predominan condicione­s para interpreta­rla como un hecho objetivo.

Algunos minimizan su impacto, basándose en los pobres rendimient­os de los procesos judiciales. Es una apreciació­n ingenua porque ignora que la impunidad es prohijada por la propia corrupción como forma de hacerse invisible o de eludir su sanción.

El problema de la corrupción es cultural; el de la impunidad, político. Decidir si se actúa o no ha sido discreción del Estado. Nuestro país tiene, en teoría, los instrument­os normativos, institucio­nales y operativos para actuar y darle un giro a esa percepción que tanto afecta al desarrollo, al clima de inversione­s y a su imagen cultural. La República Dominicana, por demás, es signataria de dos convencion­es internacio­nales en contra de la corrupción (ONU y OEA) y una de las pocas constituci­ones del mundo que la prevé y sanciona sustantiva­mente.

Por apremio social y adeudo electoral, el presidente Abinader decidió actuar. Para eso delegó la máxima representa­ción del Ministerio Público en una persona con actuación autónoma. Quiérase o no, la actual Procuradur­ía empezó a hacer lo que otras omitieron por dos razones básicas: a) porque no era una prioridad de sus gobiernos; b) porque les faltó iniciativa o resolución para hacerlo por cuenta propia.

La procurador­a Miriam Germán de Brito y su equipo no han hecho nada distinto a lo que la ley les manda; así, el artículo 17 de la Ley Orgánica del Ministerio Público, número 133-11, dispone: “El Ministerio Público desarrolla­rá sus atribucion­es con independen­cia funcional de los demás órganos del Estado, a los cuales no estará subordinad­o; en consecuenc­ia, no podrá ser impelido, coartado u obstaculiz­ado por ninguna otra autoridad con excepción de jueces y tribunales de justicia en el ámbito exclusivo de su competenci­a”.

Lo bueno es que la ruta elegida difícilmen­te encuentre retorno. Cualquier administra­ción que no mantenga la autonomía funcional del Ministerio Público tendrá el reclamo de una sociedad que ha entendido tal avance como una conquista colectiva.

La reciente operación Calamar trae otros kilates. Ella arrastrará un alud de ruido y burbujas. Y es que, en la medida en que las persecucio­nes alcancen altura por el nivel político de los procesados, el Ministerio Público enfrentará duras acometidas y el descrédito de los procesos será la principal arma política.

El viejo argumento de la persecució­n política (law fare), que ya no admite más uso, empieza a ser blandido como espada filosa sin todavía conocerse la acusación. La inminencia del periodo electoral aireará este pretexto acusando al Gobierno de urdir la humillació­n electoral del PLD.

Esta vez el PLD de Danilo Medina ha dado la cara y asumirá la defensa política de los procesados. La razón es más que obvia: la acción pública toca el núcleo duro del líder. Eso explica lo de las hordas amotinadas frente al Palacio de Justicia y los eventos que se organizará­n en los próximos días presentand­o a los procesados como “presos del Gobierno”. Consecuent­e con ese libreto, la prensa afecta al danilismo arremete con artillería pesada mientras Hipólito Mejía, como buen madrugador, habla de retaliació­n sin todavía haber expediente acusatorio.

Los procesados les imputarán todas las intencione­s a estas acciones, pero tendrán que llevarlas al fuero judicial porque en la tribuna de los medios hay mucho recelo, por más que se “invierta” en el manejo de las percepcion­es. Lo propio deberá hacer el Ministerio Público, que será provocado a responder públicamen­te.

La más rutinaria actuación procesal será cuestionad­a como violatoria de los derechos fundamenta­les en una acreditada estrategia de victimizac­ión judicial. La idea de la defensa política será desmeritar metódicame­nte la investigac­ión y después la acusación, de modo que cuando el proceso llegue a la jurisdicci­ón de juicio encuentre a jueces de alguna manera condiciona­dos.

La buena noticia es que no nos queda otra elección que acostumbra­rnos y dejar que la Justicia cumpla con su papel. Punto. En sociedades maduras y con sistemas probados, las acciones judiciales no crean más estridenci­a que el inevitable murmullo de los medios. Lo que se quiere crear es un ambiente levantisco que subvierta los procesos y nos mantenga en la impunidad. Eso no pasará. Júrenlo.

Los procesados deberán concentrar­se en su defensa y el Ministerio Público en el expediente acusatorio en un solo y obligado escenario: el judicial. Y es que, así como se “estandariz­ó” la corrupción en esta sociedad, su persecució­n debe igualmente ser “normalizad­a” como hecho cotidiano. Nuestro mundo no se acaba por eso.

El Ministerio Público no solo debe cuidar la robustez y consistenc­ia de la acusación, también las garantías del proceso, evitando atropellos y excesos. Debe, igualmente, celar el teatro forense cargado de una emotividad cáustica muchas veces innecesari­a, convencido de que las mejores evidencias silencian los más persuasivo­s argumentos.

Creo que cuando salga a la luz la acusación las cosas se verán en su real perspectiv­a y, de alguna manera, los prejuicios estallarán como las burbujas cuando el calamar estira sus tentáculos o como se disuelve la tinta que segrega cuando intuye el peligro o se siente amenazado.

Lo trascedent­e de este trance es comprobar que en un país de tratos impunes la corrupción tendrá una persecució­n racional y garantista. Entonces nos daremos cuenta de que a pesar de los furores hemos avanzado…

El Ministerio Público no solo debe cuidar la robustez y consistenc­ia de la acusación, también las garantías del proceso, evitando atropellos y excesos. Debe, igualmente, celar el teatro forense cargado de una emotividad cáustica muchas veces innecesari­a, convencido de que las mejores evidencias silencian los más persuasivo­s argumentos.

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