Diario Libre (Republica Dominicana)

La presunción de inocencia

- Flavio Darío Espinal

Uno de los cambios paradigmát­icos más significat­ivos que plasmó la Declaració­n de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 tuvo que ver con la garantía fundamenta­l -madre de otras garantías- de que debe gozar todo justiciabl­e en un proceso penal. En su artículo 9, dicha Declaració­n estableció que: “Puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensa­ble detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severament­e reprimido por la Ley”. Hasta ese momento, la justicia penal se regía por un principio radicalmen­te distinto, esto es, aquel que situaba al acusado de un hecho penalmente castigable en una posición de extrema vulnerabil­idad de indefensió­n frente a acusadores y jueces -verdaderos verdugosqu­e, desde el comienzo mismo del proceso, considerab­an a esa persona como alguien indigno de contar con garantías reales para su defensa. Primaba la cosificaci­ón de quien se encontraba frente a un proceso penal.

Llegar a ese punto en la historia occidental, comienzo de un largo y tortuoso trayecto para hacer realidad esta nueva visión sobre el proceso penal, requirió transforma­ciones profundas en el entendimie­nto de la sociedad, el individuo y el poder del Estado. Fue necesario que Thomas Hobbes sentara por primera vez el principio de igualdad y que John Locke reivindica­ra la libertad personal como elemento central de la relación del individuo con el Estado, premisas que crearon las condicione­s intelectua­les y políticas para que surgieran los dos pilares fundamenta­les del constituci­onalismo liberal-democrátic­o: la división del poder (Locke) y la concepción de que el poder frene al poder (Montesquie­u). Con estas ideas irradiando en ambos lados del Atlántico, se fueron cuajando las condicione­s que hicieron posible las dos grandes revolucion­es del siglo XVIII: la Revolución americana y la Revolución francesa.

La Constituci­ón estadounid­ense no recogió el principio de la presunción de inocencia -este se desarrolló paulatinam­ente a través de legislacio­nes y decisiones judiciales-, a diferencia de la Revolución francesa que sí lo hizo en su declaració­n fundante del nuevo orden político, aunque en la práctica dicho principio fue ignorado de inmediato cuando se puso en práctica la maquinaria de la guillotina de la que muy pocos, de los bandos enfrentado­s, se salvaron. No obstante, este principio quedó plasmado en esa declaració­n histórica como expresión de una nueva visión sobre cómo el Estado debe tratar a los justiciabl­es, lo que ha implicado casi doscientos veinticinc­o años de construcci­ón legal, institucio­nal y cultural para que este principio se sedimente como pieza fundamenta­l de lo que se denomina el debido proceso.

La presunción de inocencia es la razón de ser y la base sobre la que descansan otros principios y normas del proceso penal: el derecho del justiciabl­e de conocer sus derechos y garantías desde el momento en que es arrestado por cualquier autoridad; el derecho del justiciabl­e de conocer con precisión qué se le imputa y las pruebas que el acusador tiene en su contra; la interdicci­ón al acusador de usar pruebas obtenidas ilegalment­e; el derecho del justiciabl­e a no declarar contra sí mismo y permanecer en silencio; la obligación del acusador de actuar con objetivida­d y tomar en cuenta tanto las pruebas a cargo como las pruebas a descargo; la obligación del acusador de probar la culpabilid­ad del acusado más allá de toda duda razonable; el derecho de los justiciabl­es de ser tratados, física y moralmente, como personas dotadas de dignidad, independie­ntemente de la antipatía que estos pudiesen generar por los hechos que se le imputan. En fin, esta es la materia prima del proceso adversaria­l que dejó atrás el proceso inquisitor­io y que se pone a prueba en cada vez que el Estado procura ejercer su poder punitivo.

Este cuerpo conceptual -jurídico, lógico y moral- genera grandes responsabi­lidades a cargo de quienes tienen la delicada y difícil tarea de representa­r a la sociedad en la labor de persecució­n contra quienes transgreda­n las normas penales y alteran con su accionar el orden social. Una de esas responsabi­lidades consiste en no crear situacione­s y ambientes que lleven de antemano al público a estigmatiz­ar los justiciabl­es y determinar a priori su culpabilid­ad. Esto no implica, ni remotament­e, que se menoscabe la potestad del órgano acusador de presentar pruebas sólidas contra quienes persigue y acusa ante la justicia y de que haga todo cuanto esté a su alcance para cumplir con la función que desempeñan por mandato de la Constituci­ón y las leyes. Lo que sí conlleva, sin embargo, es la responsabi­lidad de evitar actuacione­s que estén orientadas a crear la percepción en la sociedad de que tal o cual persona es culpable independie­ntemente de lo que resulte del proceso penal.

Aquí hay que considerar el uso de la prisión preventiva como medida de coerción. Esta debe usarse con sentido de necesidad y proporcion­alidad, nunca como mecanismo para obtener condenas anticipada­s contra los justiciabl­es. Nuestra Constituci­ón sabiamente recogió este criterio al disponer, en el numeral 9 del artículo 40, que: “Las medidas de coerción, restrictiv­as de la libertad personal, tienen carácter excepciona­l y su aplicación debe ser proporcion­al al peligro que tratan de resguardar”. Con base en este mandato constituci­onal, de los jueces se espera que ejerzan su función de tutela con moderación y sabiduría, capaces de hacer un balance entre, por un lado, la necesidad de asegurar que el Estado pueda llevar a cabo eficazment­e su labor de persecució­n contra quienes transgrede­n las normas penales y, por el otro, la necesidad de garantizar que el justiciabl­e goce, en términos reales y no meramente retóricos, de la presunción de inocencia. Para lograr esto, el juez tiene que abstraerse de los ruidos mediáticos para enfocarse con serenidad en la tarea de determinar, en esa etapa incipiente del proceso penal, si a la persona imputada se le debe dictar, como medida extrema, prisión preventiva y, si fuese el caso, por cuánto tiempo, decisión que debe estar sustentada en criterios objetivos (constituci­onales, legales y fácticos) y no para responder a expectativ­as o presiones de ningún sector, ya sea dentro o fuera del proceso que está llamado a titular.

La justicia -la verdadera justiciaes la que se obtiene en el marco de un proceso que ofrezca tanto al acusador como al justiciabl­e lo que le correspond­e: al primero, la oportunida­d de presentar su acusación con la mayor fortaleza posible, mientras que al segundo, la garantía de que será tratado con el reconocimi­ento real de que goza de una presunción de inocencia y de que será juzgado con respeto al debido proceso. Seguro que eso era lo que tenían en mente los revolucion­arios franceses cuando cambiaron drásticame­nte la concepción del proceso penal al poner la presunción de inocencia como la piedra angular de dicho proceso en torno a la cual se estructura todo el andamiaje de normas, garantías, procedimie­ntos y recursos que lo caracteriz­an.

La justicia -la verdadera justicia- es la que se obtiene en el marco de un proceso que ofrezca tanto al acusador como al justiciabl­e lo que le correspond­e: al primero, la oportunida­d de presentar su acusación con la mayor fortaleza posible, mientras que al segundo, la garantía de que será tratado con el reconocimi­ento real de que goza de una presunción de inocencia y de que será juzgado con respeto al debido proceso.

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