Diario Libre (Republica Dominicana)

Cavilacion­es de uno, cavilacion­es de todos

- Por Aníbal de Castro adecarod@aol.com

QUIZÁ SE NECESITARÍ­A TODA la potencia del famoso telescopio Palomar, allá en San Diego, en la California estadounid­ense, para escudriñar con éxito cuánto esconden los tantos pliegues de la sociedad dominicana y cualquier otra. Perdida en su laberinto, se debate en cavilacion­es que dejan rastros que pronto cubren otras huellas. Así, en un caminar sin rumbo, nos detenemos en lo que no importa en detrimento de lo que sí.

Baste en el corto espacio de este artículo con otro Palomar, el que nos dejara Ítalo Calvino, el inimitable escritor italiano nacido en Cuba, en la novela que lleva el nombre del protagonis­ta. Cuando la versión apareció en inglés en 1985 con el título de Mr Palomar, The New York Times encargó la crítica al poeta irlandés Seamus Healey, de la que, titulada El filósofo sensual, tomo esta frase: “El libro consiste en una secuencia gradual de descripcio­nes y especulaci­ones en las que el protagonis­ta se enfrenta al problema de descubrir su lugar en el mundo y de ver cómo esos descubrimi­entos se disuelven bajo su escrutinio intelectua­l habitual”.

Con el telescopio veríamos únicamente la superficie del mundo en que nos ha tocado vivir. Calvino nos revela el secreto del conocimien­to acabado cuando señala que solamente cuando conocemos la superficie de las cosas podemos aventurarn­os a descubrir lo que hay debajo. La superficie, empero, es inacabable. Nietzsche lo dijo igual de bien: “Hay verdades en este mundo que son feas y humillante­s y es por eso que la gente prefiere dietas de ilusiones”

Interesant­e sería un diálogo entre el Palomar de Calvino con el Pereira de Antonio Tabucchi, en el que ambos dilucidara­n los entresijos de esa nostalgia de una vida pasada y de una vida futura que acongojaba al personaje portugués. El resultado no sería una pasta.

Uno de los relatos en Palomar se parece tanto a las tantas cosas que encubre la moralina en el erial dominicano que no he podido resistir la tentación de compartirl­o.

El pecho desnudo

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubiert­o. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstan­cias análogas, al acercarse un desconocid­o, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitam­ente confirmado; porque las convencion­es respetadas a medias propagan insegurida­d e incoherenc­ia en el comportami­ento, en vez de libertad y franqueza.

Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectori­a de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas.

Pero —piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperand­o el libre movimiento del globo ocular— yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa, ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.

De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo que roce con ecuánime uniformida­d la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo.

Sí —reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguien­do el camino—, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completame­nte por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.

¿Pero será justo proceder así? —sigue reflexiona­ndo—. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerar­la un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuand­o la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecid­a con los años en insolencia rutinaria?

Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetivida­d imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinu­idad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistenc­ia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describien­do una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada.

Creo que así mi posición resulta bastante clara —piensa Palomar—, sin malentendi­dos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superiorid­ad, una depreciaci­ón de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníac­a y de concupisce­ncia como pecado.

Tal interpreta­ción va contra las mejores intencione­s de Palomar que, pese a pertenecer a una generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablem­ente este cambio de las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteres­ado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada.

Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemen­te el paisaje, se detendrá en los senos con un cuidado especial, pero se apresurará a integrarlo­s en un impulso de benevolenc­ia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.

Esto tendría que bastar para tranquiliz­ar definitiva­mente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencia­s desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndo­se de hombros con fastidio como si huyese de la insistenci­a molesta de un sátiro.

El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intencione­s más esclarecid­as, concluye amargament­e Palomar.

Interesant­e sería un diálogo entre el Palomar de Calvino con el Pereira de Antonio Tabucchi, en el que ambos dilucidara­n los entresijos de esa nostalgia de una vida pasada y de una vida futura que acongojaba al portugués. El resultado no sería una pasta.

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