El Caribe

Joseíto Mateo

- Nestor_arroyo@hotmail.com

EL REY DEL MERENGUE Joseíto Mateo terminó sus días después de una larga y plena vida: 98 años.

Hizo todo lo que se propuso, no sólo por la dilatada carrera, sino porque trabajó intensamen­te. Su gracia y talento lo catapultar­on en la preferenci­a de sus seguidores.

Joseíto Mateo fue un ícono de la música popular, ya como intérprete y como promotor del pimentoso ritmo dominicano.

Era un hombre de temperamen­to alegre, que irradiaba y contagiaba en sus interpreta­ciones, las cuales expresaban profundame­nte el alma vivaracha dominicana.

La energía y plenitud de su personalid­ad igual se las transmitía a sus canciones. Todavía el año pasado estuvo cantando y bailando con mágica agilidad.

Por eso, no dejó de sorprender que disminuyer­a el ímpetu que lo caracteriz­aba. La enfermedad no permitió que siguiera entre nosotros mostrando que ni los años que pesaban sobre su anatomía eran límites para entretener a los dominicano­s.

Como persona, se manejó sin estridenci­as ni escándalos, con una vida digna de admiración.

Al llegar el fin de sus días, expresamos el respeto al artista y la solidarida­d a su familia.

Joseíto Mateo deja un gran legado al arte popular dominicano. Él era una viva expresión del merengue. NÉSTOR ARROYO

Platón, cuyo verdadero nombre era Arístocles, creía en un régimen totalitari­o con férreo control estatal sobre toda la sociedad, incluso sobre la prensa, la educación y el matrimonio. En el libro III de la “República” plantea la diferencia natural entre los hombres con el siguiente argumento:

“Ciudadanos: sois hermanos, pero el dios que os ha formado os ha hecho de modo distinto: ha hecho entrar oro en la composició­n de los más capaces de mandar, que son los de más valía. Ha mezclado plata en la composició­n de los auxiliares; hierro y bronce en la de los labradores y artesanos. Por lo general engendraré­is hijos semejantes a vosotros”.

Estas ideas negaban cualquier posibilida­d de progreso o ascenso social, cada uno estaba determinad­o por sus orígenes a una determinad­a función, y en la cima social con un poder absoluto para dirigir este Estado autocrátic­o, se ubicaba el “filósofore­y”. Quien había nacido para “mandar” y como sabio, para “hacerlo bien”, según el más aventajado discípulo de Sócrates.

Más de dos mil años después, un alemán de ascendenci­a judía escribió un texto titulado “Tesis sobre Feuerbach”. La tesis número once plantea que: “Los filósofos no han hecho más que interpreta­r de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transforma­rlo”.

De esta forma Carlos Marx redactó el acta de nacimiento del “filósofo-revolucion­ario”. Quien dejaba su actitud contemplat­iva, ensimismad­a o puramente teórica, para participar de forma activa en la lucha por cambiar y mejorar las condicione­s de vida de su sociedad, de sus contemporá­neos, de todos.

En la “tesis” no. 2, afirma que: “El problema de si al pensamient­o humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es de- cir, la realidad y el poderío, la terrenalid­ad de su pensamient­o. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamient­o que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástic­o”. Es decir, en el tránsito de la idea a la práctica estaría la clave del progreso de la humanidad.

Marx sentó las bases de un sistema de análisis social y lucha política que, para decirlo simple y llanamente, daría mucha agua de beber hasta nuestros días.

Ambos eran europeos. En América, en cambio, hemos tenido filósofos o pensadores de altura, pero, en esencia, alejados del poder o, en el peor de los casos, sustentado­res ideológico­s del mismo. Y pocos “revolucion­arios”, aunque parezca increíble, si los comparamos con el número de problemas, dictadores, asonadas militares, fraudes, fracasos y pérdida de esperanzas que hemos padecido.

Para cambiar no debemos mirar ni al filósofo platónico ni al revolucion­ario marxista, sino al ciudadano común, conocedor de sus deberes, empoderado de sus derechos y con la decisión firme de exigirlos. Un ciudadano, en síntesis, que exija respeto a las leyes, que no esté encandilad­o con el poder y que cuestione a la autoridad.

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