El Caribe

¿Qué enseña la iglesia sobre la cremación de los cuerpos?

- RAMÓN DE LA ROSA Y CARPIO ARZOBISPO DE SANTIAGO

Para responder a esta pregunta acudimos a dos documentos, que citamos textualmen­te: 1.- Código de Derecho Canónico. “La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (Código de Derecho Canónico, canon 1176 §3).

2.- En la instrucció­n “Ad resurgendu­m cum Christo” (Para resucitar con Cristo). Acerca de la sepultura de los difuntos y la conservaci­ón de las cenizas en caso de cremación, dice:

“1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5, 8). Con la Instrucció­n Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatur­al» y que no se les negaran los sacramento­s y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia». Este cambio de la disciplina eclesiásti­ca ha sido incorporad­o en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

2. La resurrecci­ón de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianis­mo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).

Por su muerte y resurrecci­ón, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrecci­ón futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrecci­ón de Cristo y asimilados sacramenta­lmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos» (Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegia­do en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrecci­ón Dios devolverá la vida incorrupti­ble a nuestro cuerpo transforma­do, reuniéndol­o con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrecci­ón: «La resurrecci­ón de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella».

3. Siguiendo la antiquísim­a tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistente­mente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerio­s u otros lugares sagrados.

En la memoria de la muerte, sepultura y resurrecci­ón del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte, la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrecci­ón corporal.

La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinac­ión terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria.

Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrecci­ón de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerad­a como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnació­n, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.

Además, la sepultura en los cementerio­s u otros lugares sagrados responde adecuadame­nte a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramient­as y vasos, se ha servido piadosamen­te el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas».

Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos, y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericord­ia corporal.

Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerio­s u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.

Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerio­s, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significad­o que tiene para los cristianos.

4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablem­ente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinale­s para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotenc­ia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalid­ad del alma y la resurrecci­ón del cuerpo.

La Iglesia sigue prefiriend­o la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana».

En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebració­n de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicacion­es litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferenc­ia religiosa.

5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialme­nte dedicada a tal fin por la autoridad eclesiásti­ca competente.

Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtier­on en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventu­ranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia».

La conservaci­ón de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilida­d de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenie­ntes o superstici­osas.

6. Por las razones mencionada­s anteriorme­nte, no está permitida la conservaci­ón de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepciona­les circunstan­cias, dependiend­o de las condicione­s culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferenci­a Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condicione­s adecuadas de conservaci­ón.

7. Para evitar cualquier malentendi­do panteísta, naturalist­a o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorat­ivos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.

8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho” (Instrucció­n Ad resurgendu­m cum Christo, agosto 2016).

CERTIFICO que constan aquí, literalmen­te, dos documentos de la Iglesia sobre la cremación.

DOY FE en Santiago de los Caballeros a los diecisiete (17) días del mes de junio del año del Señor dos mil veinte (2020).

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