El Caribe

Adolfo Kaminsky en las tinieblas de la luz

A Francia el arte le sirvió de maquillaje al desvío que sufrió la Revolución de la Comuna cuando los franceses colonizaba­n

- JOSÉ MERCADER 666mercade­r@gmail.com

Ya para 1932 París estaba totalmente recuperada de los desastres de la l Guerra Mundial (1914-1918). Recuperado el orgullo, la vanidad y olvidada la psicopatía guerrera que dejó tantos muertos, tantos jovencitos, enviados como si fuese el goce del fanático del toro o del boxeador.

La cara de París, colorida y alegre, gracias a los pintores malditos y a las chicas del can-can, recibió con una sonrisa al sastre Kaminsky, a su niño de 7 años y a la madre. Para Adolfito no había una gran diferencia entre Buenos Aires y la Capital mundial del Arte cuando la última calle estaba allá, en el Moulin de la Gallette después del Moulin Rouge donde ellos correteaba­n en campos de repollos y papas.

A Francia el arte le sirvió de maquillaje al desvío que sufrió la Revolución de la Comuna cuando los franceses colonizaba­n, con la peor crueldad, si es que hay escala, a toda África.

Ese maquillaje de libertad tapó bien o escondió, debajo de la alfombra, aquella desviación que fue el sustento para colaborar con los nazis ocupantes de 1940.

Con 15 años, Kaminsky se fascinó por la Química que lo llevaría a la fotografía lo que consiguió con la calidad que daba el revelado y que él perfeccion­ó observando a los maestros, desde Nadar, y estudiando las luces, tinieblas y oscuridad. Ya jovencito tenía la cara de científico con lentes fondo-de-botella y ojos abiertos como linterna de mina.

Esos contrastes en blanco y negro, una vez dominados, le dieron el toque mágico a sus retratos y escenas callejeras.

La tintorería de un tío le enseñó a manejar las manchas de todo tipo, esas que creían que, pegándose a un vestido o una camisa cara, se quedarían. Kaminsky sabía perfectame­nte cómo esfumarlas sin el mínimo daño ni desgarre del tejido.

Las destilería­s y viñeras no alcanzaban el ritmo de los festejos cotidianos con la euforia de las cancaneras y el arte medalagana­rio de Picasso, Pascin, Derain, Picabia, Staël…

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F.E. Kaminsky, por Mercader.

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