La caricatura de Bienvenido Gimbernard
En la caricatura que Gimbernard hace al Dr. José Dolores Alfonseca, secretario de Hacienda, apreciamos un trazo comparativo, en el que el doctor es descrito y confundido en su perfil de paraguas cuyo mango termina en su bigote y dientes. Con esta forma simplificada resuelve Gimbernard el perfil de este conocido personaje de su época. En sus viñetas asume el estilo del momento caracterizado por las proporciones normales del dibujo de sus personajes, los que acompaña de un breve texto en el cual se expone el chiste o comentario crítico-cómico. Es la forma en que aparecía la caricatura en años anteriores en la Francia de Daumier.
Hay que entender el contexto de revolución de la época de Daumier. Datan de esa época las críticas de Daumier al mundo de la Justicia y a los médicos. Esos trabajos influenciaron a muchos artistas que entraban en contacto con Europa fuese con las grandes exposiciones universales o con la gran cantidad de periódicos que florecieron con el empuje de la caricatura y las nuevas técnicas de reproducción litográficas. Estas publicaciones se popularizaron porque en sus portadas, de formato parecido al tabloide de hoy, se ilustraban con caricaturas de personajes conocidos, políticos, militares, escritores, pintores, etc. A pesar de las grandes limitaciones comunicacionales existentes (el avión no existía y el barco era caro y lento). La pugna entre bolos y rabuses, al igual que en la caricatura de Walter (Ramón Mella), es notable en Gimbernard. Se conoce también la viñeta en secuencia que luego sería una oferta regular en los periódicos sabatinos, aunque de factura extranjera. Pero estos son casos de la historieta o comics que es un mundo aparte. No es evidente el rechazo de Gimbernard a la presencia del invasor. En su caricatura de Horacio Vásquez y un soldado yanqui, leemos en el pie: “Volverá el Señor Vásquez la República a mandar. Pero aquellos que tanto nos mordieron. Esos… no volverán”. Su oposición a Horacio Vásquez y a Federico Velásquez lo demuestra. En la revista Cosmopolita, cuya suscripción anual costaba seis pesos, el señor Amadeo Barletta quería anunciar los carros Chevrolet. Don Bienvenido sugirió llamar la ruta como los Caros del Concho Primo (concho es epéntesis de coño) para que transportara personas del pueblo, los conchos primos. A don Amadeo le pareció muy interesante la propuesta de don Bienvenido, pero le quitó el “primo”. La acogida como carros del concho se mantiene hasta hoy. Don Bienvenido y doña Concepción Pellerano son los padres del ilustre músico, violinista y escritor don Jacinto Gimbernard. Vivían en la Dr. Delgado esq. Santiago. En la misma época en que don Bienvenido hizo su Concho Primo, aparecen en la prensa extranjera dibujos de Mattengly con un personaje que representa a los gavilleros, es decir aquellos dominicanos que se levantaron en armas contra el invasor. Bienvenido Gimbernard ganó el primer premio de caricaturas en la Exposición Nacional celebrada en 1924 en la Casa de España, cuando todavía no habían llegado los refugiados españoles. Max Henríquez Ureña lo describe como un “periodista incisivo, de agudo ingenio y honda sinceridad. Es, además, caricaturista intencionado”. Por otro lado, Gimbernard es el precursor de las viñetas deportivas en las que se identificaban los equipos con sus mascotas. En su revista Cosmopolita ya aparecían leones y tigres en sus diputas, en los torneos deportivos del momento. Esta revista era la más completa y moderna de su tiempo en el país, no solo por el contenido sino por su edición y elementos gráficos. La portada era casi siempre una creación de don Bienvenido que podía ser un dibujo, una caricatura o una fotografía. Las fotografías de personalidades eran bastante nítidas y el concepto muy avanzado, lo que lo confirma, además, alguna que otra fotografía artística de desnudos. La integración, más tarde, de algunos de los artistas españoles refugiados, sumó calidad y variedad. Alloza, uno de ellos, incluyó una sección de humor que, junto a las caricaturas de Gimbernard, elevó el nivel de la publicación. No se puede juzgar la obra de un artista tomando como referencia el momento actual, sino que se debe considerar el contexto en que se produjo. De ese contexto hay elementos locales e internacionales que repercuten en la calidad y las influencias. Pero no hay que caer en comparaciones competitivas inútiles y clasificaciones sin sentido; tampoco hay que asumir una valoración nacionalista situándonos en una competencia olímpica entre países. El arte no es eso. Decir que Gimbernard era mejor caricaturista que Daumier es realmente desconocer el arte, desconocer a don Bienvenido y al artista francés. Daumier, por su participación en La Comuna francesa y ser un fervoroso luchador por el Estado laico, es objeto de detractores fortuitos de la Iglesia Católica. Su lucha no significó en Daumier una actitud fanática contra los creyentes, simplemente y con mucho respeto a las religiones, se combatía el poder político del clero. Eso ha llevado a que la Santa Inquisición, incrustada en algunos católicos, se despierte para hacer “evaluaciones” contra el inmenso artista. Para enaltecer a Gimbernard no hay que inventar más allá de lo que produjo. Jamás se podrá, con el arma del conocimiento de la Biblia, hacer una justa ponderación de su obra. Insistir en una comparación de don Bienvenido con Paul Gavarni (Sulpice Guillaume Chevalier) y Honoré Daumier es, más que exaltarlo, asumir una actitud temeraria e ignorante que sólo lo desprestigia. Don Bienvenido nació en 1890 y murió en 1971. En los Cuadernos de Cultura, escribe Rafael Díaz Nieses sobre la caricatura, tomando a don Gimbernard como pretexto:
“Cabe peguntarse si, dentro de los límites del Arte, la visión grotesca de la forma puede contribuir a revelarnos, bajo un aspecto diferente del vulgar y cotidiano, -y para mejor comprenderla-, la belleza de la realidad presente. Tal criterio implicaría un concepto diametralmente opuesto y reñido con la noción corriente de la Belleza. Si hemos de aceptar, a cierra ojos, las ideas de Winkelmann, el más ilustre de los historiadores de la antigüedad clásica, habremos de creer que los griegos trataron de depurar las formas de “todo lo accesorio, lo anecdótico e individual”, para buscar únicamente la belleza inexpresiva, la belleza de la especie. Sus serenas estatuas, sin gestos personales, son “ejemplares superiores de la especie”, sublimados aún por un trabajo de síntesis. La visión grotesca de la forma, es decir, la caricatura, que no sólo descubre lo personal, sino que lo acentúa, lo deforma y hasta lo ridiculiza, no tendría, en tal caso, nada que ver con semejante concepto de La Belleza. No creemos que sea así. Un conocimiento más perfecto de la antigüedad nos prohíbe, hoy día, aceptar en su totalidad el criterio del arte griego propuesto por Winkelmann: serenidad, perfección, inexpresividad. Champfleury, en su “Histoire de la Caricature”, nos ha mostrado el desconcertante humorismo de los dibujantes griegos del Cerámico. Recordemos, además, como cosa perfectamente caricatural ese especialísimo aspecto del rostro humano que los arqueólogos llaman la “sonrisa arcaica”. Es cierto que en Grecia el gran Arte no usó nunca —salvo raras excepciones, como las Metopas de Selinunte— los temas humorísticos. Pero las artes menores, rehabilitadas en buena hora por Diderot, usaron con libertad y desenfado de las formas grotescas, llenas de expresión y picardía. En los vasos, los camafeos, las gemas, las figurillas de Myrina y de Tanagra, se trataron los asuntos más ligeros, hasta obscenos, con la más desbordada fantasía y el más buido ingenio para caricaturizar a los Dioses y a los Héroes. Esta pequeña digresión nos ha permitido recordar la filiación eminentemente artística de la caricatura y su necesidad espiritual en todas las épocas. No aciertan, creemos nosotros, aquellos que piensan que la caricatura tiene como único fin fustigar vicios, descubrir males y sugerir remedios. Esto sería negarle todo valor estético. Su objeto es, en realidad, fijar lo singular, deformado, para suscitar una sugestión de la forma fugaz por una visión momentánea. No puede ser de otro modo. El Arte, cualquiera sea su raíz y esencia, no puede tener otro fin que hacernos gozar de la forma, de una forma. Sólo así llega a ser, de por sí y en sí, aquel “goce superior de los hombres libres” de la definición aristotélica. La caricatura ha sido en todos los tiempos —¿qué duda cabe? — una tremenda arma política y un poderoso elemento moralizador. Pero si sólo estudiamos sus temas, reducimos su alcance a la esfera de la mera actualidad, es decir, a la peor de las banalidades. Y no es así. La caricatura no es para hacer reír ni para fustigar vicio. Es, únicamente, para fijar un tipo inmóvil con la representación de la forma móvil. Ahí reside, precisamente, mucho mejor que la intención política moralizadora, su extremada nobleza, su verdadero y permanente interés espiritual. Todo lo demás, risa, sátira, consuelo, despecho o venganza, es accesorio y perecedero. Olvidados quedan para siempre los Dioses, los Reyes, los poderosos, los hombres y las circunstancias que fustigaron los ceramistas alejandrinos. ¿Qué nos importa, a la hora de ahora, la mofa cruel que, según cuenta Plinio, hizo de la reina Estratónice el pintor Clesides? si pasados los años, pasados los siglos, nos deleitan aún las caricaturas es porque, como alguien ha apuntado, las repasamos con una sonrisa en los labios, sonrisa que tiene su origen, más que en su gracia picaresca o su intención particular, en aquel “goce superior de los hombres libres”, a que aludíamos antes. La serie de estampas que Bienvenido Gimbernard ha titulado agudamente Grandeza y Decadencia del Ritmo y la Galantería, exhibida hoy día en la Galería Nacional de Bellas Artes, nos ha confirmado cabalmente y robustecido las anteriores reflexiones. Ninguna prueba mejor de lo que acabamos de apuntar. Los admirables dibujos de Gimbernard, —novedad, depuración, movilidad—, delicadamente valorados en tonos grises de perfecta gradación, prueban cómo un tema desinteresado, que no da margen a interpretaciones locales bien definidas, puede tener, caricaturizado con belleza, su origen y su fin en sí mismo, sin apelar a aplicaciones morales, políticas o pedagógicas oportunistas. Sólo una prodigiosa intuición de los valores estéticos pudo conducir al dibujante a realizar su obra con esta fuerza de expresión, tan intensa, tan moderna, tan refinada, tan verdadera y, por ello, con caracteres tan perdurables. Nos inquieta pensar a dónde podría llegar su fulgurante talento si pudiera desarrollarse bien libremente, ajeno a las truculencias y atrasados prejuicios que aún subsisten en nuestro medio. Su Arte, en apariencias frívolo, es, por el contrario, de una excepcional robustez. Si requiere para desenvolverse, gráciles temas, delicados elementos, descubre, en cambio, agudas e inesperadas relaciones y aplicaciones a quien sabe aislarse un poco del mundo exterior para buscar, más allá del simple goce visual, la substantifique moelle, es decir, verdadero placer estético.
Resulta asombroso e inexplicable que un artista como Bienvenido Gimbernard, que frisa ya la cincuentena, pueda encontrar en sí mismo los recursos espirituales y la habilidad técnica suficiente para operar una renovación tan radical de todo su arte: estilo, tendencia, forma. Caricaturizar con belleza, lejos de toda viviente realidad, es hacer arte con singular valentía y dignidad, que no de otro modo procedieron los dibujantes del Cerámico, los tallistas de las gárgolas medioevales y de las sillerías conventuales, los iluministas de los códices y los misales góticos, o los decoradores renacentistas. Porque la visión humorista de la forma, hoy como ayer, bajo todas las latitudes, tiene la misma raíz e idéntico fin: ¡Cuánta vida en tan exiguo espacio!!” ------------------------------------------------