El estallido de Manolito
Desde los tiempos en que las sociedades se organizaban bajo una autoridad no siempre electa bajo cánones estrictamente democráticos, dirigir los destinos de un pueblo ha sido una tarea de sumo difícil.
Las exigencias sociales y transformaciones de un mundo que experimenta cambios constantes, hacen mucho más complicado adoptar medidas y disponer acciones conforme el interés de los gobernados.
El ejercicio del poder crea, de esta manera, turbación y perplejidad en quienes descansa la sagrada misión de dirigir. Por esta razón, desde la antigüedad, los gobernantes se hicieron acompañar de consejeros que sugerían mesura en la toma de decisiones, y sapiencia para administrar la palabra.
Estos mentores orientaban a los reinados ante cualquier episodio adverso que atentara contra propósitos predefinidos por la autoridad suprema. Proponían apelar primero al silencio elocuente, para luego pensar respuestas sabias y prácticamente convincentes. Así, el reinado reducía el riesgo de cometer errores que pudieran poner en peligro el control necesario de sus mandatos.
Eventos recientes hacen pensar que el director municipal de Verón-Punta Cana, Ramón Ramírez (Manolito), desconocía estos postulados fundamentales, válidos para todo servidor público, y se dejó provocar por los bullicios perniciosos que suelen crearse en torno a todo tipo de gestión pública.
Producto de este error, evidentemente básico, Ramírez estalló en defensa de su proyecto político de desarrollo municipal, y al parecer lo hizo sin la consulta previa de un consejero que (al menos) le advirtiera del impacto que tienen las palabras en boca de quienes administran objetivos compartidos.
Los cuestionamientos son, de hecho, inherentes a la labor de gobernar, porque implica un derecho intransferible que asumen los gobernados, al otorgarle a una persona el máximo honor de fungir como garante de su bienestar.
Defenderse en este contexto sería una reacción natural y comprensible, pero chirriar con desahogos propios de reacciones irreflexivas, conducen a disquisiciones que hacen más daño que bien a los gestores públicos. La lógica de la praxis política es conciliar apoyo estratégico, y la postura razonable es lograr este fin sin abrirse frentes innecesarios.
La paciencia suprema para lidiar con ventarrones multisectoriales, es lo que diferencia al político de conducta instintiva de aquél que mide actos y consecuencias con precisión aritmética.
Ramón Ramírez bien pudo pelear su dignidad y transparencia con un discurso reservado, parecido al que le generó simpatías múltiples en campaña electoral, y no responder a contrafuego al fragor de un debate rutinario que pudo manejar y capitalizar a su favor.
Decir y disentir son partes esenciales de una democracia auténtica, aunque en política estas particularidades adquieren connotaciones disímiles y difusas. Pero bien, en este trajín se aprende, se gana y se pierde, y al final de cuentas cada actor saca sus propias conclusiones, según cada experiencia.