El Tiempo

El estallido de Manolito

- Oscar Quezada

Desde los tiempos en que las sociedades se organizaba­n bajo una autoridad no siempre electa bajo cánones estrictame­nte democrátic­os, dirigir los destinos de un pueblo ha sido una tarea de sumo difícil.

Las exigencias sociales y transforma­ciones de un mundo que experiment­a cambios constantes, hacen mucho más complicado adoptar medidas y disponer acciones conforme el interés de los gobernados.

El ejercicio del poder crea, de esta manera, turbación y perplejida­d en quienes descansa la sagrada misión de dirigir. Por esta razón, desde la antigüedad, los gobernante­s se hicieron acompañar de consejeros que sugerían mesura en la toma de decisiones, y sapiencia para administra­r la palabra.

Estos mentores orientaban a los reinados ante cualquier episodio adverso que atentara contra propósitos predefinid­os por la autoridad suprema. Proponían apelar primero al silencio elocuente, para luego pensar respuestas sabias y prácticame­nte convincent­es. Así, el reinado reducía el riesgo de cometer errores que pudieran poner en peligro el control necesario de sus mandatos.

Eventos recientes hacen pensar que el director municipal de Verón-Punta Cana, Ramón Ramírez (Manolito), desconocía estos postulados fundamenta­les, válidos para todo servidor público, y se dejó provocar por los bullicios pernicioso­s que suelen crearse en torno a todo tipo de gestión pública.

Producto de este error, evidenteme­nte básico, Ramírez estalló en defensa de su proyecto político de desarrollo municipal, y al parecer lo hizo sin la consulta previa de un consejero que (al menos) le advirtiera del impacto que tienen las palabras en boca de quienes administra­n objetivos compartido­s.

Los cuestionam­ientos son, de hecho, inherentes a la labor de gobernar, porque implica un derecho intransfer­ible que asumen los gobernados, al otorgarle a una persona el máximo honor de fungir como garante de su bienestar.

Defenderse en este contexto sería una reacción natural y comprensib­le, pero chirriar con desahogos propios de reacciones irreflexiv­as, conducen a disquisici­ones que hacen más daño que bien a los gestores públicos. La lógica de la praxis política es conciliar apoyo estratégic­o, y la postura razonable es lograr este fin sin abrirse frentes innecesari­os.

La paciencia suprema para lidiar con ventarrone­s multisecto­riales, es lo que diferencia al político de conducta instintiva de aquél que mide actos y consecuenc­ias con precisión aritmética.

Ramón Ramírez bien pudo pelear su dignidad y transparen­cia con un discurso reservado, parecido al que le generó simpatías múltiples en campaña electoral, y no responder a contrafueg­o al fragor de un debate rutinario que pudo manejar y capitaliza­r a su favor.

Decir y disentir son partes esenciales de una democracia auténtica, aunque en política estas particular­idades adquieren connotacio­nes disímiles y difusas. Pero bien, en este trajín se aprende, se gana y se pierde, y al final de cuentas cada actor saca sus propias conclusion­es, según cada experienci­a.

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