Siete de julio, pinceladas de una vida
Los chivos (1)
Yo sé que ustedes se estarán preguntando dónde está el amigo, el interlocutor, el que pregunta al que debe dejar participar en el diálogo, porque esto hace rato que dejó de serlo para convertirse en un monólogo, pues no me ha dejado articular una palabra. Y yo no le interrumpo, porque parece que él lee la interrogación en mi cara y se adelanta a complacer mi curiosidad.
Aprovechando una ligera pausa, le digo: Ahora vamos a hablar de los amigos y no te voy a interrumpir. Te voy a dejar que hables sin preguntarte nada a ver si en verdad sigo yo siendo el mejor o si resde balas y se te olvida a quien tienes de frente. Regresé a mi pueblo, me dice, a principios de 1966 para comenzar a ejercer mi profesión de médico junto a otro gran maestro que también fue un amigo, padre y maestro comprensivo y cariñoso para mí durante mucho tiempo; además de mi médico particular, el doctor Leopoldo Núñez Levy. Junto a él trabajé durante unos 18 meses y empecé a abrirme paso.
Me casé y formé tienda, pero siempre vigilado y asesorado por él.
Según un decir popular, los amigos verdaderos pueden contarse con los dedos de una y sobran dedos. Como antes te he dicho, crecí en un medio donde el espíritu de servicio era la norma; de hecho, antes llegar a la universidad, el servir a los demás sin esperar recompensa alguna era normal y en mi Colegio Mayor podría decirse que esta actitud se fue acrecentando. Yo era el médico de mis compañeros. Desde el segundo año trabajaba en el hospital y siempre tenía medicamentos que me dejaban los visitadores a médico. Así, todo el que se sentía aquejado de algo acudía a este pichón de médico, de modo que, además de compañeros, allí me hice de muchos amigos. Aunque la máxima habla de la poca cantidad de amigos verdadero, yo diría que sí los hay. Ahora bien, no podemos pretender que todos tengan la misma calidad.