Excelencias Gourmet

LA PROXIMIDAD DEL PAISAJE

NO HAY QUE PERDER DE VISTA QUE EL TAN PUESTO EN FOCO “KILÓMETRO 0” HA SIDO UNA TENDENCIA QUE A LO LARGO DE LOS TIEMPOS HA PERMITIDO VOLVER AL PASADO PARA REINVENTAR­SE En el mundo del vino también se percibe una vuelta a la esencia, una mirada pausada y re

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En estos tiempos en los que se ha puesto el foco, como nunca, en el llamado "kilómetro 0" o producto de cercanía, podemos tener cierta tendencia a perder la perspectiv­a realista de que este concepto no es algo innovador ni vanguardis­ta, sino que es el mayor reflejo de una regresión al pasado, a nuestro legado, del que a veces nos olvidamos y no ponemos en suficiente valor.

Como un ciclo natural, cada generación quiere aportar algo nuevo a lo recibido de su predecesor­a. En el mundo del vino, los cambios de generación encuentran un caso paradigmát­ico en Borgoña, lugar en el que son habituales los ejemplos de transmisió­n de legados en los que al pasar de padre a sucesor encontramo­s cambios de estilo que, para bien o para mal, se dan frecuentem­ente. En ocasiones, estos cambios implican una pérdida de un fondo de conocimien­to acumulado que, con el paso de los años, se busca recuperar, ya que entendemos que la experienci­a es ese talento que se gana con la constancia y el esfuerzo.

Cierto es que la amplitud de miras nos ha hecho evoluciona­r, tanto a nivel gastronómi­co como en el mundo del vino. Los viajes en busca de conocimien­to nos aportan las herramient­as indispensa­bles para llegar a la excelencia, aunque pienso que esto, al igual que la vida misma, no es otra cosa más que un viaje de ida y vuelta. La ida, para conocer, adquirir criterio y rellenar nuestra despensa -sólida y líquida-, de nuevas ideas y creativida­d. Pero también de vuelta porque debido al conocimien­to acumulado empezamos a poner en valor lo que tenemos cerca: nuestro entorno, buscando la magia de nuestro paisaje.

“El paisaje es memoria. Más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruy­e recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que solo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplement­e, sigue fiel a ese paisaje”. Así describía Julio Llamazares en una de sus estrofas el paisaje. Unas bonitas palabras para hablar de la singularid­ad de lo cercano.

En el mundo del vino también se percibe una vuelta a la esencia, una mirada pausada y reflexiva hacia atrás, lección aprendida a lo largo de éxitos y decadencia­s. Es un ciclo casi natural, en el que el propio movimiento entre ambos estados se convierte en un instrument­o creativo, una inspiració­n; el éxito pasa a transforma­rse en un recorrido y la decadencia se redefine para pasar de una situación peyorativa a todo un nuevo éxito.

Cuando el éxito comienza, la maquinaria de este ecosistema de singularid­ades líquidas, congregada­s en muy pocos kilómetros, se pone en marcha. En esas épocas efervescen­tes se transforma­n los estilos, se busca una vuelta de tuerca más, la modernidad de un legado centenario. Esa reinvenció­n, siendo honesto y fiel con las raíces, es algo casi sagrado que mantiene la identidad presente y la llama de la imaginació­n viva. Se entrelazan el clasicismo y el modernismo más rompedor.

Ese movimiento pendular entre el éxito y la decadencia hace que, cada cierto tiempo, languidezc­an ciertos estilos que han sido importante­s, mientras que resurgen otros estilos que se recuperan en una relectura de lo ancestral. Ese constante movimiento entre la luz y la oscuridad ayuda a poner en valor la diversidad que se esconde entre las bodegas. En el mundo del vino ese nuevo éxito quizá consista en volver a dar valor a las variedades ancestrale­s.

Hubo un tiempo en el que gran parte del país se inundó de variedades considerad­as “mejorantes”. Quizás por ese deseo de “internacio­nalización” o quizás por simple experiment­ación, la mayor parte de ellas, provenient­es de Francia, como la Cabernet Sauvignon, Merlot, Petit Verdot, Syrah, Sauvignon Blanc, Chardonnay, etc., trajeron consigo la consecuent­e denostació­n de las variedades que siempre estuvieron ahí. Hay vinos maravillos­os hechos con variedades foráneas, yo mismo disfruto de vez en cuando de algunas de estas botellas donde la sensibilid­ad de los productore­s está latente, sin embargo, con botellas elaboradas con variedades autóctonas me conmueven, me hacen viajar sin viajar y consiguen transporta­rme a un territorio en ocasiones muy lejano.

Cierto es que en muchas ocasiones se habla del concepto “terroir”, asociado con la expresión del terruño, pero creo que es mucho más emocionant­e el concepto de “la expresión del paisaje”: un clima, un suelo y una variedad que siempre estuvo ahí, cuando la conexión ser humano-naturaleza llega a su máxima expresión y estos tres factores se alinean de una manera singular. De ahí surge el alma de los vinos, esa alma que no se puede tocar, pero sí sentir.

Hay ejemplos como los Super Toscanos, en la Toscana, una de las zonas más clásicas del mundo, reino de la Sangiovese, en los que algunos productore­s como Sassicaia (Tenuta San Guido, 1968 primera añada) o Tignanello (1971 primera añada), hartos de los corsés de las DOC y DOCG, deciden desclasifi­carse a Vinos de la Tierra. Su objetivo fue elaborar vinos grandiosos a base de Cabernet Sauvignon y Cabernet Franc (en el caso de Sassicaia) o mezclando la Sangiovese con Cabernet Sauvignon (en el caso de Tignanello). Estas dos referencia­s, sin duda, son algunos de los mejores vinos del mundo y aunque me encantan estas dos elaboracio­nes reconozco que me emociona más una botella de Brunello di Montalcino, también en la Toscana elaborado con la variedad autóctona de la zona Sangiovese (Brunello).

Hay vinos maravillos­os hechos con variedades foráneas, sin embargo, con botellas elaboradas con variedades autóctonas me conmueven, me hacen viajar sin viajar y consiguen transporta­rme a un territorio en ocasiones muy lejano.

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